ISBN: 978-84-15148-50-0
1·1. Quién fue Don Quijote…
entender que se llamaba Quijana; pero esto importa poco a nuestro cuento, basta con que su narración no se salga ni un punto de la verdad.
Este hidalgo, en los ratos que estaba ocioso, se daba a la lectura de libros de caballerías. Como casi nada hacía durante el año, su pasatiempo acabó convirtiéndose en su ocupación. A ella se entregó con tanta afición y gusto que llegó a olvidarse por completo del ejercicio de la caza y de la administración de su hacienda. Su curiosidad y desatino por estos libros le llevaron a la necesidad de mal vender muchas fanegas de tierra de sembradura para poder adquirir cuantos se hubiesen publicado, pues sus días y sus noches no tenían sentido si no eran entregados a su lectura.
Y así ocurrió lo que tenía que ocurrir: que del poco dormir y del mucho leer, se le secó el cerebro y vino a perder el juicio. Se convenció de que era verdad toda aquella máquina de soñadas invenciones relacionadas con encantamientos, pendencias, batallas, desafíos, heridas, requiebros, amores, tormentas y disparates imposibles que leía en estos libros; y concluyó que era conveniente y necesario, tanto para el aumento de su honra como para el servicio a su nación, hacerse caballero andante e ir por todo el mundo con sus armas y su caballo deshaciendo todo género de agravios, los cuales, una vez resueltos, le darían nombre y fama.
Sopesada y confirmada su conclusión, la tomó como la mejor decisión de todas y se dio prisa para hacerla efectiva. Lo primero que hizo fue limpiar unas armas que habían sido de sus bisabuelos y que, llenas de orín y moho, estaban puestas y olvidadas en un rincón desde hacía siglos. Las limpió y aderezó lo mejor que pudo. Comprobó que no tenía una celada de encaje, sino un morrión simple, por lo que hizo con unos cartones una especie de media celada que, encajada con el morrión, daban la apariencia de ser una celada entera; pero cuando quiso probar su fortaleza, la deshizo con dos golpes de espada. La volvió a hacer de nuevo reforzándola con unas barras de hierro y desistió de volver a probar su resistencia. Concluyó, por un lado, que la suya era ahora una celada finísima de encaje y, por el otro, tras el uso de la espada, que estaba más en forma que nunca.
Fue luego a ver su rocín. Para cualquiera en su sano juicio, el animal estaba que daba pena verlo, pero a él le pareció que ni el Bucéfalo de Alejandro ni el Babieca del Cid se le igualaban. Cuatro días se pasó pensando en el nombre que le pondría, pues, según se decía a sí mismo, no era razonable que el caballo de un caballero tan famoso estuviese sin nombre conocido. Después de muchos nombres que formó, borró, quitó, añadió, deshizo y tornó a hacer en su memoria e imaginación, al fin le vino a llamar Rocinante, un nombre que, a su parecer, era alto, sonoro y significativo de lo que ahora era: el primero de todos los rocines del mundo.
Contento con el nombre dado a su caballo, quiso ponérselo a sí mismo. En este pensamiento duró otros ocho días; al cabo de los cuales, vino a llamarse don Quijote. Pero acordándose de que el valeroso Amadís no solo se había contentado con llamarse Amadís a secas, sino que añadió el nombre de su reino y patria para hacerla famosa y se llamó Amadís de Gaula, quiso, como buen caballero que era, añadir al suyo el nombre de su tierra y decidió llamarse don Quijote de la Mancha. De esta manera, según él, demostraba con claridad su linaje y patria, que honraba al tomarla como sobrenombre.
Limpias, pues, sus armas, convertido el morrión en celada y puesto nombre a su rocín y a sí mismo, consideró que ya no le faltaba otra cosa que no fuese buscar una dama de quien enamorarse, porque el caballero andante sin amores era como un árbol sin hojas y sin frutos o un cuerpo sin alma. Se acordó de que en un lugar cercano al suyo había una moza labradora, llamada Aldonza Lorenzo, de muy buen parecer y de quien él durante un tiempo estuvo enamorado, aunque, según se entiende, ella jamás lo supo ni se percató de ello. A esta mujer le dio el título de señora de sus pensamientos y le buscó un nombre acorde al suyo: Dulcinea del Toboso.
1·2. La primera salida…
Tan pronto como vio que todo estaba tal y como, a su entender, debía estar, decidió que ya era hora de poner en práctica cuanto antes su deseo de deshacer agravios, enderezar entuertos, enmendar sinrazones, resolver abusos y satisfacer deudas; y así, sin avisar a nadie de su intención y sin que nadie le viese, salió al campo por la puerta falsa de un corral durante el amanecer de un caluroso día de julio.
Casi todo aquel día caminó sin que le sucediese nada digno de ser contado. Esto lo desesperaba porque no veía la ocasión para demostrar el valor de su fuerte brazo. Aunque no falten quienes afirmen que la primera aventura que le avino fue la del Puerto Lápice ni quienes digan que fue la de los molinos de viento, puedo asegurar, porque lo he hallado escrito en los Anales de la Mancha, que anduvo todo aquel día solo y, hasta cierto punto, muy aburrido. Solo se entretenía cuando daba libertad a sus pensamientos, que tan pronto caían en el reconocimiento de que había sido una excelente decisión, por necesaria, el hacerse caballero andante, como se deleitaban imaginando la narración de sus victorias en las crónicas históricas o sucumbían a la idea de que su dama, en su palacio, lo rememoraba con el orgullo de saber que un héroe como él la consideraba su dueña.
Entre pensamientos vivificadores y mortales aburrimientos fueron pasando las horas de ese día. Al anochecer, su rocín y él se hallaron muy cansados y hambrientos. Buscaba don Quijote con la mirada la almena de algún castillo que por su ruta hubiese; luego, al no ver nada, se conformó con alguna techumbre que fuese el cabo de donde se llegase al ovillo de una casa o venta; finalmente, con la noche más entrada, se conformó con alguna majada de pastores donde recogerse y remediar el hambre y las no pocas necesidades que en ese momento debía tener.
Pero no encontró otra cosa que el cielo abierto y buscó un discreto lugar donde pasar la noche. Lo halló entre unos árboles menudos que cerca del camino estaban. Sin rendir cuentas al hambre, cumplió con la deuda del sueño. Así terminó el primer día…
La hora del alba sería cuando don Quijote despertó y retomó su incierto camino de las aventuras. Iba con paso lento la montura y desfallecido el jinete, mas, por eso que se dice, quizás, quién sabe, de que el hambre aviva el ingenio, al rato de andar en busca de lo que no llegaba cayó en la cuenta de que, con las prisas por salir a demostrar la valentía de su brazo y la nobleza de sus intenciones, había descuidado el llevar consigo prevenciones tan necesarias como ropa limpia, útiles de escritura y algunos remedios médicos, entre otras necesidades, por lo que decidió que lo mejor era regresar a su casa, acomodarse de todo lo indispensable y, de paso, aprovechar la ocasión para traerse consigo a un escudero, que le serviría como al gran Amadís de Gaula hizo Gandalín.
No pensó en el mozo de campo y plaza que en su casa vivía, sino en un labrador vecino suyo, que era pobre y con hijos, pero muy adecuado, según a sí mismo se decía, para el oficio escuderil de la caballería. Con este pensamiento y otros que fueron surgiendo, guió a Rocinante hacia su aldea. Este, dando la impresión de que sabía cuáles eran las intenciones de su amo, comenzó a trotar algo alegre, con la voluntad más puesta en el refugio que le esperaba que en la satisfacción de los deseos de quien lo había tenido durante todo un día sin descanso y sin comida; en fin, cosas de animales…
1·3. Andrés y Juan Haldudo…
No había cabalgado mucho cuando le pareció oír unos quejidos que salían de un espeso bosque cercano a su camino.
Quijote: Gracias doy al cielo por la merced que me hace, pues tan pronto me da la ocasión para que demuestre mi profesión. Estas voces son, sin duda, de algún menesteroso o menesterosa que necesita de mi ayuda.
Y volviendo las riendas, encaminó a Rocinante hacia donde le pareció que las voces salían. A pocos pasos de la entrada en el bosque, vio atada a una encina una yegua junto a una lanza y, en otra encina, a un zagalote de unos quince años con el torso desnudo. Él era quien se quejaba porque un labrador de buen aspecto le estaba azotando con una correa.
Muchacho: No lo haré otra vez, señor mío; por la pasión de Dios, que no lo haré otra vez. Yo prometo tener más cuidado con el ganado.
Viendo don Quijote lo que pasaba, apuntó su lanza al rostro del labrador y con voz airada le dijo:
Quijote: Descortés caballero, no me parece bien que ataque a quien no se puede defender. Suba usted sobre su caballo y tome su lanza, que yo le demostraré que es de cobardes lo que está haciendo.
Labrador: (asustado) Señor caballero, este muchacho al que estoy castigando es un criado mío que se ocupa de guardar una manada de ovejas que tengo en estos contornos. Como es tan descuidado, cada día me falta una; y aunque le castigo por su descuido o bellaquería, él dice que lo hago porque soy un tacaño y me niego a pagarle el sueldo que le debo, lo que es mentira.
Quijote: ¿Mentira? Usted es quién miente, ruin villano. Por el sol que nos alumbra que estoy por atravesarle de parte a parte con mi lanza. Páguele enseguida y sin más réplicas; si no, por el Dios que nos rige, que sus horas presto acabaré. Venga, desate al muchacho ya, dele lo suyo y con lo suyo, váyase.
El labrador bajó la cabeza y, algo confundido con tanto «suyo», desató a su criado sin decir nada. Don Quijote le preguntó por la deuda de su amo y el muchacho respondió que le debía 63 reales, unos doscientos catorce euros de nuestros días, salvando las distancias, claro. Luego, dirigiéndose al labrador, le exigió que se los abonase si no quería morir. Este contestó que a tanto no ascendía la deuda porque se debían descontar tres pares de zapatos que le había dado al muchacho en todo el tiempo que lleva con él y el coste de dos sangrías que pagó cuando estuvo enfermo.
Quijote: Bien vamos, pues reconoce al menos que deuda hay. Razonable es lo que dice sobre los descuentos, pero los zapatos y las sangrías ya se han pagado con los azotes que sin culpa le ha dado: que si él rompió el cuero de los zapatos que usted pagó, usted le ha roto el de su cuerpo; y si le sacó el médico sangre estando enfermo, usted, estando el chico sano, se la ha sacado con los golpes. Así que nada le debe y sí usted a él.
Labrador: El problema, señor caballero, es que no tengo aquí dinero para pagarle. Que se venga Andrés a mi casa y le pagaré cuanto le debo.
Andrés: ¿Irme yo con él? No, señor, ni loco, porque tan pronto como se vea solo conmigo me desollará como a un San Bartolomé.
Quijote: No hará eso. Basta con que yo se lo mande para que respete mi orden. Además, si me lo jura por la ley de caballería que ha recibido, le dejaré libre y te aseguraré la paga.
Andrés: ¿De qué ley de caballería habla, señor? Fíjese bien en lo que dice porque ni mi amo es caballero ni ha recibido orden de caballería alguna. Él es Juan Haldudo el Rico, el vecino de Quintanar.
Quijote: Eso importa poco, que entre los Haldudos puede haber caballeros. Además, cada uno es hijo de sus obras y…
Andrés: (interrumpiendo) Es cierto, señor; pero mi amo, ¿de qué obras es hijo, puesto que me niega mi soldada, mi sudor y mi trabajo?
Labrador: (con tono conciliador) No los niego, hermano Andrés. Ven conmigo que yo juro por todas las órdenes de caballería que hay en el mundo que te pagaré un real sobre otro.
Quijote: Así espero que lo haga; si no, sobre el mismo juramento que ha hecho, juro volver a buscarle para castigarle, aunque se esconda más que un perenquén. ¿Me ha entendido? Y si quiere saber quién le manda esto, para que se sienta con la obligación de cumplir lo jurado, sepa que yo soy el valeroso don Quijote de la Mancha, deshacedor de agravios y sinrazones.
Dicho esto, picó a Rocinante y se alejó de ellos. Cuando el labrador comprobó que don Quijote estaba lejos, se volvió a su criado y le dijo:
Labrador: Ven acá, hijo mío, que te quiero pagar lo que te debo, como aquel deshacedor de agravios me dejó mandado.
Andrés: Eso espero; y recuerde que si no cumple el mandamiento, aquel buen caballero, que mil años viva, volverá y le castigará.
Labrador: Lo recuerdo, pero, por lo mucho que te quiero, deseo acrecentar la deuda para poder acrecentar la paga.
Y, asiéndole de nuevo del brazo, lo volvió a atar a la encina y le dio tantos azotes que casi lo mata.
Labrador: Llama ahora, señor Andrés, al deshacedor de agravios y verás que no podrá deshacer este que, según lo estoy pensando, no se debería haber terminado aún, pues me están entrando ganas de desollarte vivo, como temías.
Al final, lo desató y, entre risas y burlas, le dio permiso para que buscara a su juez, que él estaría esperándolo para que ejecutase la sentencia. Andrés se alejó del lugar mohíno y jurando que encontraría a don Quijote de la Mancha, a quien contaría todo lo que había pasado para que castigase a su amo.
Mientras esto sucedía, don Quijote cabalgaba hacia su aldea.
Quijote: (ufano) Bien te puedes llamar dichosa sobre cuantas damas hoy viven en la Tierra, pues la suerte ha hecho que tengas rendido a tu voluntad a un valiente y renombrado caballero como es y será don Quijote de la Mancha; el cual, como todo el mundo sabe, ayer comenzó sus andanzas y hoy ha deshecho el mayor agravio que ha hecho la injusticia y cometido la crueldad: hoy quitó el látigo a aquel despiadado enemigo que sin motivos vapuleaba a aquel delicado niño.
1·4. Los mercaderes toledanos…
Decía esto mientras se acercaba a una encrucijada de caminos. Recordando lo que hacían los principales personajes de sus lecturas, dejó que fuese Rocinante el que decidiese la ruta que debían seguir. Este, fiel a su instinto de supervivencia, cogió la ruta que llevaba a la aldea. No le pareció mal a don Quijote la decisión del equino, pues veía en todo ello la mano de un hado favorecedor a quien le debía parecer conveniente el regreso para hacer la referida provisión de medios y de un escudero.
Caminaron unos tres kilómetros, más o menos, hasta que divisó don Quijote a lo lejos a unos mercaderes toledanos que iban a comprar seda a Murcia. Con ellos iban cuatro criados a caballo y, a pie, tres mozos de mula. Don Quijote se afirmó bien los estribos, apretó la lanza, acercó la adarga al pecho y se situó en mitad del camino para esperar a que el grupo llegase hasta donde estaba.
Quijote: (con arrogancia) Que todo el mundo asuma las consecuencias si no confiesa que no hay en el mundo doncella más hermosa que la Emperatriz de la Mancha, la sin par Dulcinea del Toboso.
Los mercaderes se pararon y dedujeron, por la figura del caballero y sus palabras, que les detenía alguien que no tenía muy sano el juicio. Ante la incertidumbre de la situación, optaron por la prudencia y uno de ellos, que era algo burlón, aunque muy discreto, le dijo:
Mercader 1: Señor caballero, nosotros no conocemos a esa buena señora que nombra. Muéstrenosla y tenga la seguridad de que, si es tan hermosa como dice, de buena gana y sin rodeos se lo confesaremos.
Quijote: Si la muestro, ¿qué harán ustedes por confesar una verdad tan evidente? La importancia está en que sin verla lo han de creer, confesar, afirmar, jurar y defender. Si no lo hacen, deberán enfrentarse a mí, gente descomunal y soberbia.
Levantó don Quijote la lanza y se reafirmó la adarga.
Quijote: Y sepan que me da lo mismo que vengan de uno en uno, como pide la caballería, o todos juntos, como es costumbre en los tipos como ustedes. Aquí les aguardo y espero, con la confianza de saber que tengo la razón de mi parte.
Mercader 2: Señor caballero, para no confesar algo sin ton ni son, le suplico que tenga a bien mostrarnos algún retrato de esa señora, aunque sea del tamaño de un grano de trigo. De esta manera, nos quedaremos seguros de lo que decimos y usted se quedará contento y pagado. Es más, dada la situación, aunque su retrato nos muestre que es tuerta de un ojo y que del otro le mana azufre, por complacerle, diremos lo que usted quiera oír.
Quijote: (embriscado) No le mana eso, canalla infame; no le mana eso que dice, sino ámbar y algalia entre algodones. Y no es tuerta… Pagarás la blasfemia dicha contra la belleza de mi señora.
Y diciendo esto, arremetió con la lanza baja contra el desafortunado mercader. Quiso la suerte que este no sufriese la furia y el enojo de don Quijote, pues, en mitad del camino, se tropezó Rocinante y cayó; y con él, su amo, quien, tras rodar un trecho, se quedó tendido de espaldas e imposibilitado de levantarse por el peso de su armadura y por las magulladuras que le produjo la caída.
Uno de los mozos de mulas que venía con el grupo se acercó hasta nuestro caballero. Lo miró con rabia y, tras hacer pedazos la lanza, comenzó a apalear al caído sin piedad. Algunos le decían que no le diese tanto; otros, que lo dejase. Pero el mozo estaba desatado y siguió golpeando al hidalgo, quien, a pesar de la tempestad de palos que estaba recibiendo, encontraba la ocasión, entre golpe y golpe, para amenazar al cielo, a la tierra y a los malvados que ahora se ensañaban con él.
Se cansó el mozo de dar golpes y los mercaderes de perder tiempo en aquel sitio cuando mejores negocios les estaban esperando. Prosiguieron, pues, su camino dejando a sus espaldas y tirado al desdichado don Quijote.
Este, cuando se percató de que ya estaba solo, probó a levantarse. Lo intentó varias veces hasta que terminó por desistir: si no había podido incorporarse nada más caer del caballo, cómo iba ahora siquiera a moverse después de que a la primera caída se le sumase la descomunal manta recibida.
Y así se quedó, tendido en el camino y entregado a la ocupación de evocar pasajes de sus lecturas caballerescas para ver cuál encajaba con su actual situación.
1·5. Regreso a la aldea…
Media tarde era cuando pasó por allí un vecino suyo que llevaba una carga de trigo al molino. Cuando vio a nuestro protagonista en el suelo, se acercó hasta él y le preguntó quién era y por qué estaba así; al ver su contrahecha figura, preguntó por sus quejas. Don Quijote, trastornado, le respondió con el recitado de unos versos del romance de Valdovinos y el marqués de Mantua que desconcertaron al labrador.
Tras comprobar este que a cada pregunta le seguía como respuesta un recitado, decidió retirar la destrozada visera que tapaba parte de la cabeza del malherido y limpiar su rostro polvoriento. La sorpresa que se llevó fue mayúscula…
Vecino: Señor Quijano, ¿quién le ha puesto a usted así?
Como el caído seguía con su romance a cuanto le preguntaba, optó el vecino por llevárselo a su pueblo después de comprobar, quitado el peto y el espaldar, que no tenía herida alguna. Como pudo, lo subió a su jumento y, liadas con una soga, colocó las armas sobre Rocinante. Caía poco a poco la tarde.
Llegaron a su destino al anochecer. El labrador, para no llamar la atención, decidió esperar a que se hiciese de noche para entrar en el pueblo. Cuando llegó la hora que consideró oportuna, se dirigió a la casa de don Quijote. Allí, además del ama y la sobrina, estaban dos grandes amigos del hidalgo: el cura del lugar, llamado Pedro Pérez, hombre docto y graduado en Sigüenza; y el maestro Nicolás, el barbero del pueblo. Todos salieron a recibir al herido tan pronto como le oyeron decir en voz alta:
Quijote: Aquí estoy. Vengo malherido por culpa de mi caballo. Llévenme a mi lecho y llamen, si fuera posible, a la sabia Urganda para que me cure de mis heridas.
Ama: ¡Miren como yo sabía de qué pie cojeaba mi señor! Estoy segura de que esos malditos libros de caballería que tiene y que suele leer tanto le han cambiado el juicio. ¡Ay, Dios! Y cómo recuerdo ahora haberle oído decir muchas veces que quería hacerse caballero andante e ir a buscar aventuras por esos mundos; y una sin hacer caso a esas boberías. Venga, bájese, señor, que nosotros le sabremos curar sin necesidad de que venga esa hurgada.
Entre todos lo llevaron a la cama. Vieron que no tenía heridas, solo el cuerpo molido por la caída de Rocinante y por el feroz combate que mantuvo contra diez desaforados gigantes, a quienes venció su fuerte brazo. Mil preguntas le hicieron que sin respuesta quedaron. Pidió que le diesen de comer y le dejasen dormir. Así lo hicieron y así, con el final de la primera salida, concluyó el segundo día…