ISBN: 978-84-15148-50-0
8·1. Un plan alternativo…
Tras el incidente, lo mejor que podían hacer era subir a sus caballerías y retomar nuevamente el camino hacia la venta. Cabalgaban en fila: al frente, Sancho Panza; detrás, Don Quijote y Dorotea, quienes lograron enganchar una conversación sobre libros de caballería que los entretuvo durante casi todo el trayecto; cerraban la comitiva, el cura y el barbero, los cuales, hablando bajo, dijeron lo que sigue:
Cura: Creo que no bastará con esto, señor Nicolás, pues no sé hasta qué punto vamos a contener el deseo de nuestro vecino por no ejercer la caballería cuando se dé el caso para ello.
Barbero: Señor Pedro, este camino nos lleva a la venta. Si todo sigue como lo dejamos, puede que tenga la solución a sus inquietudes.
Cura: ¿Y se puede saber cuál es?
Barbero: ¿Recuerda el día que dimos con Sancho? ¿Le viene a la memoria que no quiso entrar con nosotros y que fui yo quien sacó algo de comida para él y Rocinante?
Cura: Sí, lo recuerdo. ¿Por qué?
Barbero: No sé si recuerda que tardé en regresar donde estaba esperándome porque me detuve a hablar con un carretero de bueyes cuya cara me resultaba familiar. Era un viejo vecino de nuestra aldea, que tras casarse se mudó a una aldea cercana a la nuestra y dejó la labranza por el ganado. Le pregunté que qué hacía allí y me contó que venía de regreso a su casa tras haber estado en Sevilla, donde él y otro paisano, que en ese momento descansaba en la venta, habían estado al servicio de unos señores castellanos que se trasladaban a América…
Cura: Lo siento, pero no termino de intuir a dónde quiere llegar.
Barbero: Si este vecino sigue allí, podríamos intentar llegar a un acuerdo con él y su acompañante de manera que convirtiese su carro en una jaula de palos enrejados para que pudiese caber en ella de manera holgada don Quijote. Ellos dos y nosotros, con los rostros cubiertos, nos disfrazaríamos de manera que ni don Quijote ni Sancho logren saber quiénes somos en realidad. De esta manera, como si fuésemos encantadores, llevaríamos a nuestro vecino apresado hasta la aldea.
Cura: ¿Y Dorotea? ¿Cómo ha podido olvidarse de mencionarla? ¿Qué será de ella? ¿Por qué está planteando que no va a seguir con el compromiso? ¿Acaso desea dejarla tirada en la venta? Me desconcierta preguntarle todo esto, pues pensé que la miraba con buenos ojos.
Barbero: Y así es, señor cura. Pero veo que no ha sopesado bien el alcance de su presencia; si no, dígame: ¿qué pasará cuando lleguemos a la aldea? ¿Qué será de ella? Pongamos que sana de su locura nuestro vecino, ¿qué ocurrirá cuando vea a Dorotea transitar por nuestra aldea? ¿No nos arriesgamos a que viéndola recuerde la promesa de liberar el falso reino de Micomicón, decida retomar la caballería andante y que todo lo hecho para traerle se venga de nuevo abajo?
Cura: No veo el problema en lo que cuenta, maestro Nicolás, pues para eso se inventó la literatura. Usted plantea un problema irresoluble en lo veraz, pero no debe serlo en lo verosímil. La verdad es que Dorotea no es la princesa Micomicona; lo que hemos de hacer verosímil es que un encantador enemigo de don Quijote, con el propósito de apartarle de la caballería andante para favorecer a otro caballero, se apoderó de la voluntad de la joven y la manejó como si fuera una marioneta, obligándole a decir y hacer aquello de lo que no era consciente. Esto ha de bastar si don Quijote sigue vivo; si quien nos queda en la aldea es el cuerdo Alonso Quijano que hemos conocido, dos situaciones pueden darse: o que no recuerde quién fue tal princesa; o que, recordándola, sea suficiente con explicarle cómo sucedieron los hechos para que ella fuese quien fingió ser.
Barbero: En cualquier caso, por lo que veo, todo pasa por la capacidad que podamos tener para convencer a un loco y a un ignorante de que es realidad lo que no es más que apariencia.
Cura: En efecto; y para eso, nada mejor que la literatura.
Barbero: (preocupado) Pero sigue sin resolverse una cuestión tan real como nuestra existencia: el futuro de Dorotea. Sabemos que es un personaje pastoril y esta novela no es más que una parodia de los libros de caballería. ¿Se hallará a gusto en unas páginas como las del libro en el que vivimos, tan llenas de sequedad y escasas florituras, donde predominan las ventas y quienes las habitan, y no los gallardos pastores que recitan églogas y que no tienen otra cosa que hacer que lamentarse por el amor no correspondido de su pastora?
Cura: Sabemos que este no es el libro de Dorotea, pero prometimos que la íbamos a cuidar hasta que hallase alguno acorde a ella. No podemos dejarla abandonada. No es cristiano hacer eso con un semejante.
Aceptó el barbero las palabras del cura. Quiso buscar algún argumento para seguir defendiendo su tesis de que Dorotea no debía llegar con ellos a la aldea, pero no dio con ninguna válida, por lo que se encomendó a la Providencia para que le inspirase nuevas razones o, en su defecto, para que solucionase lo que para él era un contratiempo serio.
8·2. Otra vez en la venta…
Al mediodía llegaron a la venta que tan malos recuerdos le traía a Sancho. La ventera, el ventero, su hija y Maritornes, que vieron llegar al grupo, salieron a recibirles con muestras de mucha alegría. Él las recibió con grave continente y aplauso, y les dijo que le preparasen otro lecho mejor que el de la última vez; a lo que le respondió la huéspeda que le daría uno de príncipes si lo pagaba mejor que la otra vez. Don Quijote respondió que así lo haría y que lo mejor que ahora podían hacer era comer algo con sustancia.
Estuvieron todos de acuerdo con el parecer del caballero, por lo que, con el servicio de la ventera, diestra en pucheros contundentes, disfrutaron de una comida pantagruélica; la cual, con el calor estival de las primeras horas de la tarde, fue suficiente para que las hordas de Morfeo asaltasen los fortines de los más despiertos.
Guio Maritornes al amo y a su escudero al mismo desván de la última vez y les señaló sus catres. Tan quebrados estaban por los últimos diez días de malas comidas, peores dormidas, variopintos golpes y cansadas cabalgadas, que se abandonaron al sueño sin mediar palabra. En nada, los llamados a redimir al mundo del mal dormían como benditos, ajenos a todo lo que ocurría a su alrededor.
No quisieron Dorotea y el cura ir al espacio que la hija de la ventera les había arreglado para que descansasen esa noche, pues deseaban sestear en el soportal de la venta. El barbero, mientras tanto, hacía la sobremesa con el carretero de bueyes, su viejo vecino, con quien se reencontró y a quien contaba cuanto le había sucedido en los últimos cuatro días, desde que dejó la venta hasta que regresó a ella. Le estaba narrando entre risas la confusión que Sancho tuvo con la palabra «artilugio» cuando vio que el ventero le hacía gestos con la mano, diciéndole con ellos que se acercase hasta donde estaba. Así lo hizo el barbero:
Ventero: Discúlpeme, ¿es usted el Maestro Nicolás?
Barbero: Sí, yo soy.
Ventero: Debe disculparme, señor, pero acabo de ver bajo el mostrador un sobre para usted.
Barbero: ¿Un sobre para mí? ¿Está seguro?
Ventero: (entregándole el sobre) Sí, señor. No sé cómo ha venido a parar aquí. Juraría que hasta hace un momento no había nada bajo el mostrador, pero se ve que no es así.
Barbero: (cogiendo el sobre) Gracias.
Se retiró el barbero a un lugar apartado y comprobó que, en efecto, era el destinatario de aquel sobre. Lo abrió y vio dos papeles doblados. En la doblez de uno aparecía escrito «1º»; en la del otro, «2º». Abrió el primero y vio una nota escrita con caracteres tipográficos que decía así:
No te asustes. Lee esta nota y, luego, destrúyela. Soy el adaptador del Quijote en el que vives. Estoy de acuerdo con los motivos que has expuesto para que Dorotea no llegue a la aldea. Por eso, he dispuesto que aparezca un personaje nuevo. Es un viejo amigo. Con él se irá la joven. Comienza a poner en práctica tu plan. Debo ir terminando esta adaptación y es necesario que regresen a la aldea enseguida. VSS |
Estupefacto se quedó el barbero al leer la nota, que releyó varias veces. Al cabo de todas, un pensamiento le vino a la mente: «si está de acuerdo conmigo en que Dorotea no debe llegar a la aldea, ¿por qué no me dio los argumentos adecuados para convencer al cura? ¿Quién se cree que es este adaptador de pacotilla para ningunearme de esa manera? ¿Qué pasa, que porque soy barbero soy menos que el cura o que él? Vamos, que si esta es la Providencia esperada, mal andamos y muy mal daremos fin a este relato. Ya lo creo».
Después cogió el segundo papel y, tras desdoblarlo y mirarlo por encima, palideció y comenzó a persignarse. Decía así:
Te estás pasando tres pueblos y medio con tu pensamiento. No sé si finalmente vas a llegar a tu aldea; no sé… Con la misma te pasa «algo» y nos tenemos que despedir del barbero para siempre. Pórtate bien. VSS |
Como alma que lleva el Diablo, el barbero fue hasta donde estaba el cura, a quien despertó de su letargo vespertino y le pidió que le acompañase. Ya me ocuparé de ellos cuando sea el momento; ahora, vamos a centrarnos en Dorotea, quien, entre fatigas por el largo viaje, la opípara comida y el calor estival, sentía que tenía un pie entre los despiertos y el otro entre los dormidos: tan pronto tarareaba alguna cancioncilla como caía en un sopor que rozaba la inconsciencia. Así fueron masticándose las horas de aquella tarde del décimo día.
En un determinado momento, sin saber cómo se había quedado tan dormida, se despertó de repente y se asustó al ver que un hombre la observaba muy de cerca; tanto, que podía sentir su respiración. Intimidada por la presencia, quiso retroceder, pero estaba sentada de tal manera que apenas pudo alejarse.
Hombre: (mostrándole un pañuelo que había recogido del suelo) Esto es suyo, ¿verdad?
Dorotea: (perturbada) Sí, sí…
Hombre: No quise asustarla. Discúlpeme.
Dorotea: No pasa nada (se incorpora y se arregla el peinado).
Ambos se miraban con fascinación: él, como si frente a sí tuviese a la más hermosa obra de arte que jamás se hubiese hecho; y ella, como si hubiese en aquel extraño algo que le resultaba tan familiar y que le reconfortaba: no sabía muy bien qué era, pero tampoco tenía mucho interés en saberlo, pues le bastaba con ese sentimiento de comodidad que se estaba alojando en su ánimo mientras no dejaba de verlo.
Hombre: Me llamo ——– ——– — ——— [1].
Dorotea: (sin apartar su mirada de él) Yo soy Dorotea. ¿Nos conocemos? No sé por qué, pero siento en lo más hondo que le conozco de algo, aunque no logro averiguar de qué.
Hombre: (con media sonrisa) Míreme bien y trate de hacer memoria…
Y ella entregó todos sus sentidos para volverlo a mirar con detenimiento y hallar, en algún resquicio de sus recuerdos, la identificación de quien ante ella se mostraba, que era de «rostro aguileño, cabello castaño, frente lisa y desembarazada, de ojos alegres y de nariz corva, aunque bien proporcionada; las barbas de oro, señal de su juventud; los bigotes grandes, la boca pequeña, los dientes ni menudos ni crecidos, porque no tenía sino seis, y esos mal acondicionados y peor puestos, porque no tienen correspondencia los unos con los otros; el cuerpo entre dos extremos, ni grande, ni pequeño; la color viva, antes blanca que morena; algo cargado de espaldas y no muy ligero de pies».
8·3. Con el autor canario…
Pronto desistió Dorotea de seguir buscando el lugar en su memoria donde debía estar quien ahora la ubicaba en su corazón. Lo importante para el caso que nos ocupa es que el hombre había logrado atraer a la joven hasta donde nadie lo había conseguido.
Le preguntó la hermosa por su procedencia y las razones de su estancia en aquella venta. Él respondió que era natural de Canarias, que estudiaba en Salamanca y que se dirigía hacia Alcalá de Henares, donde un tal Juan Gracián, impresor del lugar según le habían dicho, estaba dispuesto a imprimir su primera obra, cuya calidad era tal que estaba llamada a ser la mejor de cuantas novelas pastoriles se habían compuesto en lengua española, por encima incluso de las hechas por Montemayor, Gil Polo y Cervantes, que las estimaba y que eran estimables, mas no tanto como la suya.
Tan pronto como la doncella oyó hablar de novelas pastoriles y de los célebres autores, creyó ver abiertos los cielos, y no dudó en contar de qué ribera literaria procedía y cómo había tomado la determinación de salirse del libro en el que hasta hace poco vivía con el único propósito de llegar a la esperada Segunda parte de La Galatea.
El autor conocía el título de procedencia y las expectativas de que saliese la segunda parte; y se ofreció para acompañar a la doncella hasta Alcalá de Henares, donde se hallaba el mencionado impresor, en cuyo taller había salido la primera Galatea y estaba previsto que saliese su obra.
Autor: Véngase conmigo, pues hallará, sin duda, un lugar acorde a su condición. Esperemos juntos a su segunda Galatea o a cualquiera de las reediciones pastoriles que puedan llegar; o, lo que sería para mí la dicha más absoluta, véngase a las riberas del Henares, donde sabré concederle lo que ese Manco no supo, aunque todo sea anacrónico. Sea mi Roselia y tenga por seguro que será el alma del enamorado Florino…
La doncella aceptó emocionada y, con ojos lagrimosos, el acompañamiento y el nuevo rumbo que se le ofrecía a su existencia; y con ellos, también las prisas del autor por ponerse en camino esa misma noche, pues deseaba estar en la ciudad alcalaína cuanto antes. Los pesares del trayecto, concluyó el canario, podían despejarse con lo mucho que se tenían que contar y lo no poco que debía escuchar el uno del otro.
Cuando Dorotea fue a comunicar su decisión al cura y al barbero, estos ya se habían puesto al corriente de los sucesos maravillosos que habían vivido cada uno por su cuenta: uno habló del Quijote que guardaba en las alforjas y que se iba reescribiendo para desdoro del adaptador de esta edición en la que viven; el otro, cómo el zafio destructor de la joya cervantina le había escrito para informarle de que Dorotea no llegaría a la aldea y que, por lo tanto, debía poner en práctica el plan que implicaba al boyero y su acompañante.
Dorotea llegó después de que el barbero hubiese cerrado un acuerdo con el vecino carretero, y que el cura acabase de negociar con los dueños de la venta la adquisición de ropas y telas con las que disfrazar a la que iba a ser comitiva espectral.
En los Anales de la Mancha, en este punto, hay una anotación algo extensa y a modo de diálogo, que el autor original no menciona por respeto y que el adaptador no ha querido explicitar por incapacidad, en la que el ventero y su mujer hablan del manifiesto interés del cura por los disfraces, lo que podía ser un claro manifiesto de la falta de fundamento de sus intenciones o inclinaciones, señalaba el ventero; mas la ventera, práctica y poco dada a los chismes, sostenía que sus vaivenes no eran un problema que ellos tuviesen que atender ni del que preocuparse, que bastaba con que pagase lo que se llevaba y consumía, que ya Dios lo juzgaría si tenía motivos para hacerlo.
Como te contaba, __________, Dorotea se acercó al cura y al barbero cuando estos ya tenían cerrado el plan alternativo al de la princesa Micomicona. Venía acompañada por el autor, a quien presentó y de quien habló señalando su procedencia y su condición estudiantil; destacó, sobre todo, el hecho de que tenía una novela pastoril que en breve, de manera anacrónica, vería la luz y que se amoldaba a ella más que esta en la que se hallaba. Anunció que debía dejarles esa misma noche y se disculpó por el contratiempo que podía suponer su no continuidad con la farsa de la princesa Micomicona. Finalmente, pidió al cura, como buena cristiana que era, que le diese su bendición, pues enseguida debían marcharse de la venta, ya que el fin del décimo día se estaba aproximando.
La bendijo el cura; de sus disculpas la exculpó el maestro Nicolás y todos dieron por muy buenas las razones de la que siempre sería recordada, para regocijo de contertulios, como la heredera del reino de Micomicón. Cogieron los viajeros sus escasas pertenencias; y, después de desearse mutuamente todo tipo de suertes y beneficios, vieron unos cómo los otros se marchaban y los otros cómos estos se quedaban en la venta.
Nada te cuento todavía sobre don Quijote y Sancho porque los dos siguen dormidos. Ya sé que puedes afirmar que no es verosímil que duerman tanto y que estén tanto tiempo entre bambalinas; también me imagino que estás pensando «menuda siesta más larga» o «cómo van a dormir por la noche si han dormido tanto por la tarde», etc., pero yo, dime, ¿qué crees que puedo hacer? El cura, el barbero y Dorotea ocupan mis atenciones en esa décima tarde tras la segunda salida del hidalgo porque son los que están despiertos y moviendo el relato. Yo no tengo culpa de que el amo y el escudero estén hechos gofio y empaten la tarde con la noche, y esta, si los dejamos sin los acontecimientos que en breve sucederán, con la mañana del undécimo día.
Ahora, por favor, céntrate en el barbero. Te lo dejo buscando infructuosamente los dos papeles que le había dejado escrito el adaptador de esta edición. Se desesperaba por dar con ellos, pues quería destruirlos, como le había pedido quien esto te cuenta, pero no había manera de dar con ellos. El cura, atento a esta angustia, le dijo:
Cura: No te preocupes ahora por eso. Él sabe que has cumplido con lo que te ha pedido y es conocedor de dónde están los papeles que buscas. Si quisiera, los tendrías ahora en cualquiera de tus bolsillos. Por lo tanto, vamos a terminar de una vez por todas con la misión que nos ha sacado de la aldea porque empiezo ya a estar harto de esta adaptación.
Estas palabras aliviaron al barbero, quien estaba de acuerdo en que ya era hora de ir concluyendo su participación en este relato que, a su juicio, se había ido descabezando a medida que se desarrollaba la trama.
Sugirió el cura que se retirasen a descansar enseguida, pues antes del amanecer debían poner en marcha su industria. No le pareció mal la propuesta al barbero. Se avisó al carretero y a su acompañante de la hora del apresamiento, y se contó con la complicidad del ventero, quien no puso objeciones a lo que deseaban hacer si el pago de la cama y lo consumido se satisfacía como era debido y a tiempo.
Antes de la medianoche del décimo día, la venta era un remanso de paz. Nada parecía presagiar lo que en pocas horas iba a ocurrir.
8·4. Don Quijote apresado…
Poco faltaba para la llegada luminosa del undécimo día cuando, con grandísimo silencio, entraron disfrazados el cura, el barbero, el carretero y su acompañante donde nuestro protagonista y su escudero dormían de una sola vez todas las malas dormidas que habían tenido en los últimos diez días. Se acercaron al catre de don Quijote y, en un visto y no visto, lo agarraron fuertemente y le ataron bien las manos y los pies. La manera de ser arrebatado del sueño, la contundencia con la que fue inmovilizado y las sombras que se reflejaban en las paredes y los techos de quienes así lo trataban, gracias a las tenues luces de los candiles, le llenaron de confusión y admiración. Atento a su desvariada imaginación, dio en creerse que todas aquellas figuras eran fantasmas de aquel encantado castillo, que a sus moradores hechizaba y de sus huéspedes no se olvidaba.
Sancho, que se despertó sobresaltado por el ruido, se asustó al ver aquellos espectros en la habitación y pensó que cuando acabasen con la vida de su amo, irían a por la suya. Afligido por el terrible destino que le esperaba, cerró los ojos y trató de rezar la mayor cantidad posible de oraciones que recordaba. Las aderezó todas con peticiones de perdón por sus pecados y con ruegos para que el tránsito fuese breve e indoloro, si no quedaba más remedio y tenía que ocurrir lo que su espantado corazón y descorazonada conciencia le mostraban como inevitable.
Al rato, sintió que un cloquido le era familiar. Puso todos sus sentidos en identificarlo y enseguida se dio cuenta de quiénes eran dos de las cuatro contrahechas figuras que atacaban a su amo. Pero su instinto le dictaba no abrir la boca ni hacer nada hasta ver en qué paraba aquel asalto y prisión de su amo, el cual tampoco hablaba palabra alguna, atendiendo a ver el paradero de su desgracia.
El boyero y su acompañante, que eran hombres robustos, bajaron al maniatado caballero hasta el establo de la venta y lo encerraron dentro de una jaula que habían acomodado esa tarde en el carro de los bueyes; luego, clavaron con tanta firmeza unos fornidos maderos que era imposible que alguien como don Quijote, viejo y sin vigor, fuera capaz de romperlos.
Desconcertado se hallaba nuestro hidalgo, circunspecto su escudero y no poco satisfechos el cura y el barbero por ver cómo de momento todo salía según lo previsto.
Barbero: (con voz tenebrosa y disfrazado de espectro) ¡Oh, valeroso don Quijote de la Mancha! Que no te dé pena la prisión en que vas porque así conviene que vayas para acabar más presto la aventura en que tu gran esfuerzo te puso. La cual se acabará cuando el furibundo león y la blanca paloma tobosina yazgan, de cuyo inaudito consorcio saldrán a la luz del orbe los bravos cachorros, que imitarán las rampantes garras del valeroso padre. Y tú, ¡oh, el más noble y obediente escudero que tuvo espada en cinta, barbas en rostro y olfato en las narices!, que no te desmaye ni descontente ver llevar así, delante de tus mismos ojos, a la flor de la caballería andante; que presto, si al plasmador del mundo le place, te verás tan elevado que no te conozcas, y no saldrán defraudadas las promesas que te ha hecho tu buen señor. Yo te aseguro, de parte de la sabia Mentironiana, que tu salario te será pagado si las pisadas del valeroso y encantado caballero sigues ahora, pues conviene que vayas donde paren entrambos. Y porque no me es lícito decir otra cosa, quédense con Dios, que yo me vuelvo a donde yo me sé.
Quedó don Quijote consolado con la escuchada profecía, porque dedujo por ella que acabaría casado con Dulcinea y que tendría con ella varios hijos.
Quijote: (alzando la voz tras un gran suspiro) ¡Oh, tú, quienquiera que seas, que tanto bien me has pronosticado! Te ruego que pidas de mi parte al sabio encantador que mis cosas tiene a su cargo o a Urganda, que no me es ajena, que no me deje perecer en esta prisión donde ahora me llevan hasta ver cumplidas tan alegres e incomparables promesas como son las que aquí se me han hecho; que si todo acaba así, tendré por gloria las penas de mi cárcel y por alivio estas cadenas que me ciñen, y no por duro campo de batalla este lecho en el que me acuestan, sino por cama blanda y tálamo dichoso. Y en lo que toca a la consolación de Sancho Panza, mi escudero, yo confío en su bondad y buen proceder, y sé que no me dejará ni en buena ni en mala suerte; porque si no pudiera darle yo la ínsula que le tengo prometida, por lo menos su salario no perderá, pues en mi testamento, que dejé hecho, dejo declarado lo que se le ha de dar, y no conforme a sus muchos y buenos servicios, sino a mis posibilidades, que son las que son.
8·5. Sobre encantamientos…
Sancho Panza se acercó a su señor y se inclinó con mucho comedimiento para besarle la mano, pero como estaban atadas, acabó besándole las dos. Agradeció su amo esta muestra de respeto y le dijo en voz baja:
Quijote: Muchas y muy graves historias he leído de caballeros andantes, pero jamás ninguna en la que a los caballeros encantados los lleven de esta manera y tan despacio, porque nada rápido puede esperarse de estos perezosos y tardíos animales. Siempre los suelen llevar por los aires, con extraña ligereza, encerrados en alguna parda y oscura nube, o sobre algún hipogrifo u otra bestia semejante…
Sancho P.: O en un artilugio, señor.
Quijote: Pues sí, mi buen Sancho, o en algún artilugio mágico; pero que me lleven a mí ahora sobre un carro de bueyes… La verdad es que no entiendo nada. ¿Quién sabe si la caballería y los encantamientos de nuestros tiempos deben de seguir por un camino diferente al que siguieron los antiguos? No sé, no sé… ¿Qué opinas de esto, Sancho, hijo?
Sancho P.: ¿Qué puedo decir, señor? No soy tan leído como usted en las escrituras andantes; aunque, en realidad, no lo soy en ninguna lectura. Pero tonto no soy y me atrevería a afirmar y jurar que estos espectros que por aquí andan no son del todo católicos.
Quijote: ¿Católicos? ¡Mi padre! ¿Cómo han de ser católicos si todos son demonios que han tomado cuerpos fantásticos para venir a ponerme en este estado? Y si no me crees, haz esto: acércate a uno, tócalo y verás que dentro de su ropaje solo hay aire.
Sancho P.: Ahí está el problema, que yo ya los he tocado y aquel diablo que anda tan solícito por allí, por ejemplo, es rollizo de carnes y huele a ámbar, lo que no puede ser porque yo he oído decir que todos los demonios huelen a azufre o a otros malos olores.
Decía esto Sancho por el cura, que era rechoncho y olía a perfume.
Quijote: No te asombres por eso, amigo Sancho. Te hago saber que los diablos saben mucho y si a ti te parece que ese demonio que dices huele a ámbar, una de dos: o tú te engañas o él quiere engañarte con hacer que no le tengas por demonio.
Ya había amanecido el undécimo día y no quiso el cura prolongar más la estancia en la venta. Lejos de la vista de don Quijote y Sancho, pagó los gastos de la estancia y dio un adelanto al boyero; se subió a su caballo y, tras comprobar que todo estaba como debía estar (disfrazados los apresadores, enjaulado don Quijote y Sancho sin hacer comentarios inoportunos), dio la orden para que se pusiese a caminar la comitiva.
Según los Anales de la Mancha, así marchaban: iba primero el carro, guiado por su dueño, el conocido del barbero; a un lado, a caballo, el acompañante del carretero, quien portaba una escopeta; seguía luego Sancho Panza sobre su asno, llevando de la rienda a Rocinante; y, al final, iban el cura y el barbero. Todos andaban con grave y reposado continente, no caminando más de lo que permitía el paso tardo de los bueyes.
Don Quijote iba sentado en la jaula, las manos atadas, tendidos los pies y arrimado a las verjas, con tanto silencio y tanta paciencia como si no fuera hombre de carne, sino estatua de piedra. Así caminaron hasta el mediodía, cuando llegaron a un valle idóneo para reposar y dar pasto a los bueyes. A todos les pareció un buen lugar para descansar, comer algo y echar las horas de la siesta.
Bajo las sombras de unos árboles aparcaron el carro donde iba don Quijote. Sancho Panza, que no se despegaba del vehículo, se quedó junto a su amo y miraba, mientras su cabeza no paraba de rumiar, al lado opuesto a donde estaban. Allí, en un extremo, se había tendido el acompañante, quien enseguida se durmió y deleitó a la audiencia con toda una suerte de ronquidos y ruidos guturales que, sin duda alguna, espantaban a las horrorizadas alimañas del lugar; en el otro flanco, los fantasmas restantes hablaban sobre cómo estaba yendo la misión y cuánto les faltaba para llegar a la aldea.
El boyero les dijo que, con suerte, antes de la medianoche estaban ya en su destino. Al barbero le pareció que sus cálculos eran erróneos, pues el cura y él habían tardado dos días en llegar a la venta; a lo que respondió el conductor que ellos habían seguido la pista de don Quijote, que no fue precisamente la más corta; él, en cambio, cogería un atajo que conocía muy bien gracias a su profesión y que les permitiría acortar el trayecto de regreso. Le recordó el barbero al cura que el boyero vivía en una aldea muy cercana a la de ellos; pero no las tenía todas consigo el religioso.
Cura: ¿Realmente cree usted que estos dos magníficos bueyes pueden cubrir el trayecto en tan poco tiempo? Además, usted conoce el atajo para llegar a su aldea, pero es en la nuestra donde finaliza el viaje y no creo que la fortaleza y hermosura de sus bueyes sea proporcional a la rapidez de sus patas.
El dueño de los animales seguía defendiendo que antes de la medianoche estarían en su destino y el cura le porfiaba que eso era imposible. Insistía en el sí el boyero y el cura en el no; gritaba uno que sabía de lo que hablaba y el otro que tenía juicio y que dicha distancia no se despachaba con dos bueyes en pocas horas; se azotaban con porqués mientras el barbero no sabía de qué lado ponerse, lo que no le libraba de que cada contendiente quisiese llevárselo a su banda. La discusión iba en aumento y empezaron el boyero y el cura a ponerse faltones. Poco faltaba para que sustituyesen la lingüística por el boxeo cuando el acompañante, que se despertó con la trivial disputa, soltó un «¡So!» que detuvo el movimiento de rotación de la Tierra: las aves que en ese momento volaban empezaron a caerse como el granizo; a buena parte de los árboles del contorno les llegó el otoño de repente y quedaron desnudos; y el viento, que sintió la presencia de aquel huracán sonoro, decidió cobardemente dar un rodeo para no tener que hacerle frente.
Acompañante: (mirando al grupo) ¿Se puede saber qué pasa aquí? (Mirando al barbero y al cura) ¿Ustedes son simplones o qué? ¿A qué viene tanta discusión y tanta bobería? Miren pa’rriba, ¿qué ven? (El grupo no sabía dónde mirar) Sobre nuestras cabezas (señaló con el brazo derecho en alto y apuntando con el índice), ¿lo ven? Aquel tipo que están viendo está loco por terminar esta adaptación. Le ha costado media vida hacerla y tiene ganas de acabarla cuanto antes. Si ha puesto en boca de mi compadre que antes de medianoche estamos en la aldea es porque antes de medianoche vamos a estar en la aldea… Y punto. ¿Entendido?
Enseguida se disolvió la disputa: volvió el acompañante a su sitio y se quedó de nuevo dormido; hicieron las paces el cura y el boyero; y respiró aliviado el barbero porque las aguas volvían a su cauce.
Aunque muy poco debía durarles la tranquilidad. Sancho Panza, que había contemplado en silencio junto a su amo la disputa y la escena que había rematado aquel Polifemo, intervino…
[1]. Lo siento, __________. Tienes que entenderlo: no puedo desvelarte su nombre para no romper la sorpresa que persigo con este cameo. En el siguiente subcapítulo te doy algunas pistas sobre quién es este individuo.