Capítulo 15. El regreso de Gracia y el mal fario de Lucio
En cuanto llegamos, la ciudad entera se lanzó a la calle a presenciar el regreso de la doncella. En los rostros de cuantos pude ver brillaba la felicidad y de esa alegría colectiva participé con mis rebuznos y el tamborileo de mis cascos sobre el suelo.
Dejaron a la muchacha en su casa y me adosaron a la caballería que presta salía a buscar a los salteadores, con quienes no hubo piedad alguna: muchos fueron arrojados por los despeñaderos; otros, decapitados. Cumplida la venganza de sangre, se hizo lo propio con la de bienes. Así, satisfechos, muy satisfechos, regresamos a la ciudad cargados con los valiosos tesoros que habían robado los bandoleros.
Mis méritos, que pocos no fueron (no creo que alguien me los vaya a negar), se recompensaron con un pesebre repleto de cebada, habas, algarrobas y la mejor hierba, y con un agradable debate familiar sobre cuál debería ser mi futuro entre mis nuevos dueños: si estar con ellos sin hacer nada y disfrutando de una vida regalada; o convertirme en semental, para lo que era necesario que me dejaran libertad para ir por los campos sin tener que llevar cargas ni hacer la vida propia de un asno. ¿Y si en esos paseos tan pastoriles daba con algunas rosas que poder comer? ¿Era descabellado suponer que los regalos que estaban dispuestos a darme como asno me los negaran o no me los multiplicaran como hombre?
Me entregaron con su mejor voluntad a un caballerizo que terminó llevándome a las afueras de la ciudad y lejos, muy lejos, de las maneras en las que debía darse esa libertad deseada, pues tan pronto como me vio su mezquina y pérfida mujer, me enganchó al yugo del molino y, entre varazos, contribuí al pan que todos comían a costa de mi no escaso sufrimiento. Y, por si fuera poco, también me alquilaron para hacer lo propio con otros vecinos; y todo por unas raciones míseras de cebada que malamente contribuían a quitarme el hambre y darme fuerzas.
Pero ahí no debían acabar mis penas, pues ocurrió, al cabo de cierto tiempo, que a un campesino amigo de mis nuevos torturadores, viendo en mí no sé qué fogosas actitudes hacia sus yeguas y estimando el que podía dar más como animal entregado a los ejercicios duros, no se le ocurrió otra cosa que sugerir que me castraran, así ganaba en corpulencia y mansedumbre, y se me apagaban los libertinos deseos.
Campesino. Lo dicho, vecino, que si tú quieres puedo ir hasta donde tengo las herramientas y mañana por la mañana, en un santiamén, despatarro y castro a este burro, que quedará más manso que un borrego.
No puedes imaginar qué mala tarde pasé viéndome ya mutilado y qué mala noche esperé tener si no fuera porque ocurrió lo que a continuación te contaré.
Asinus de Patricia Franz Santana