Capítulo 17. Rabiosos comedores
Esto contó el joven entre suspiros y lágrimas que todos, de una manera u otra, secundamos. Le invitaron a quedarse, pero él no quiso porque tenía intención de ir hasta una aldea donde vivían familiares de la pobre Gracia para darles cuenta de la mala nueva. El viaje era largo, él estaba descansado y, si no se demoraba mucho, unas cuantas horas después, hacia el anochecer, ya podría estar allí.
La tristeza del relato y lo avanzada de la madrugada, que en breve daría paso al día, hizo que cuantos tenían previsto entregarme a mi capador se olvidasen de mí. Se entregaron, ellos sí, al sueño y yo, que sabía lo que me jugaba si prestaba antes atención a Morfeo que a lo que me convenía, busqué la manera de burlar la vigilancia y salir de aquel lugar. Amanecía cuando conseguí alcanzar al joven. Mi actitud dócil y amigable me hizo ganar su aceptación. Dejé que se subiese a mis lomos y lo conduje, entre las sombras, las primeras luces del día, el mediodía y la tarde lo más lejos posible de aquellos que mal uso querían hacer conmigo de sus cuchillos.
Después de una larguísima jornada, que a mí me pareció eterna, llegamos a nuestro destino. Dondequiera que parásemos, todos hablaban de lo mismo, de un suceso que, por lo que ahora contaré, tiene su punto de macabro. Veamos: un esclavo fue infiel a su mujer, otra esclava. Esta, dolida por el desliz conyugal, destruyó con fuego muchos bienes del amo que ambos tenían y que estaban al cuidado de su marido; mas no quedó aquí su venganza: fue hasta un pozo profundo que había en una de las fincas de su señor, ató una soga a su cuello y al del hijo pequeño que ambos tenían y se arrojó al vacío. El amo se entera del porqué de la tragedia y decide castigar al esclavo. Lo unta con miel por todo el cuerpo y lo amarra a una higuera que está cerca de un hormiguero. Al poco, oleadas de insectos enloquecidos por el olor del dulce se cebaron con el esclavo. Innumerables e ininterrumpidos mordiscos lo torturaron hasta que murió. En poco tiempo, muy poco tiempo, donde había un cuerpo de hombre adulto, grande y fornido había un limpio, puro y blanquísimo esqueleto.
Pasamos como pudimos la noche, y al día siguiente fuimos hasta la casa de los familiares de Gracia. El joven me ata cerca de la entrada de tal manera que puedo ver con bastante nitidez lo que pasa en la cocina de la casa del vecino. Allí fui testigo de una situación imprevista que pudo costarme la vida. Te cuento: al parecer, un amigo del dueño de la casa vecina, cazador avezado por lo que se ve, le había regalado una enorme pata de ciervo que, por lo que deduje, era el plato principal de un festín organizado para muchos comensales distinguidos. Alguien, no sé quién, la debió colgar en la puerta de la cocina a tan poca altura que la terminó cogiendo un perro de caza, que se escapó con ella. Al rato, el cocinero la echa de menos, la busca, la rebusca, se desespera, maldice su mala suerte… porque sabe que en breve tendrá que llevarla cocinada al comedor. Tanto temía el cocinero la furia de su señor que se despidió de su hijo y de su mujer porque pensaba ahorcarse y evitar la furia de su señor, que debía ser demoníaca dada la desesperada solución que se dio el afligido padre y esposo. La mujer, que algo debía quererlo y que no estaba dispuesta a ser viuda todavía, impidió tan funesta decisión diciéndole:
Mujer. Piensa, no te ofusques. ¿No ves que hay frente a ti una solución? Fíjate en la ventana de la cocina. ¿No ves un asno atado frente a la casa del vecino? Cógelo, llévatelo a un sitio apartado, mátalo y quítale una de sus patas. Por lo que veo, buenas ancas tiene. Haz picadillo con su carne, prepara un sabroso guiso, de esos que tan bien sabes hacer, y ofrece como ciervo lo que sabemos que no es tal. ¿Tan exquisito crees que es el paladar de nuestro señor como para que distinga burro de ciervo?
¡Cómo cambió el rostro del cocinero! Ahora todo eran sonrisas, besos y elogios a la inteligencia de su mujer. De las alabanzas pasó a poner en práctica la idea. Comienza a afilar los cuchillos para la matanza que habían convenido como necesaria. ¿No sabemos hacer otra cosa los humanos que echar mano a los cuchillos para todo? El caso es cortar, separar, destrozar. Ay, cómo recordé mi espada y cómo no supe decir a cuantas bestias, por una razón u otra, yo había seccionado el cuello o desgarrado sus órganos con mis punzadas. ¿Había debajo de esas formas de animales algún Lucio encantado?
Las prisas del joven por verse con la familia de Gracias y la idea de que yo debía ser manso y no poco tontorrón me salvaron, pues con mucha facilidad me deshice de la atadura y salí corriendo para evitar el fin que me esperaba con aquel cocinero. Corría y corría mientras pensaba en él y su cuchillo, y recordaba su cara de desespero cuando no vio la pata de ciervo; y luego la cara de esperanzado cuando vio en mi muerte su salvación. Y ahora me lo imaginaba nuevamente desesperado con mi huida y llevándose el cuchillo que estaba para mí a su cuello y sajando lo que la soga, cuando quiso ahorcarse, iba a apretar hasta que la vida se le fuese.
Corría y corría, miraba atrás, a los lados, adelante, corría y, sin darme cuenta, porque no supe girar a la derecha o a la izquierda, porque no vi una puerta o lo que fuera aquello, me veo dentro de una casa; y como no podía frenar, ahí que entré en el comedor como un huracán y sin percatarme que, al parecer, se celebraba una comida importante, a tenor de la abundancia de alimentos y comensales. En mi arrebato, malbarato, cuando no hago añicos, buena parte de los enseres dispuestos para la comida, incluso las mesas y hasta las antorchas. Mas no me detengo. Sigo corriendo hacia ningún sitio y hacia todos, a la vez, imaginando que el cuchillo del cocinero crece a medida que se prolonga mi huída. Los que se han visto asaltados con mi llegada no consiguen frenarme. Me lanzan de todo y, cuando pueden, me golpean. Pero yo estoy enloquecido. Veo cuchillos en sus manos, hachas, mazos… y, horrorizado y sin control, continúo corriendo buscando una salida.
Debo decir que en esto algo de ayuda de la Fortuna tuve. Al parecer (lo vine a saber más tarde), todos los comensales estaban sugestionados por una noticia que les había dado un joven esclavo un rato antes de mi irrupción en la escena y mi presencia terminó de convencerles del problema. Se decía por ahí que un perro rabioso, que andaba suelto por la calle, había mordido y transmitido su enfermedad a otros animales; de ahí que muchos estuviesen excitados y con ansias de atacarme. Claro, imagínate la escena: entro yo, echo por tierra cuanto encuentro, voy desbocado… pues “he ahí un asno rabioso”, debieron pensar.
El caso es que huyendo y huyendo vine a parar a la habitación que ocupaban los dueños de la casa. En cuanto me vieron dentro, cerraron y trancaron la puerta, sitiaron la posición y se dispusieron a esperar hasta que, sin ningún peligro para los vigilantes, los estragos mortales de aquella rabia hubiesen agotado mis fuerzas y causado mi muerte. Gracias a estas circunstancias, gozaba por fin de cierta tranquilidad. Aprovechando la suerte de verme solo, me dejé caer sobre una cama bien preparada y así, sin preverlo y después de tanto, tanto, tanto tiempo, volví a dormir y descansar como un ser humano.
Al día siguiente, ya repuesta de mi cansancio, me levanté del blando lecho y me acerqué a la puerta para oír qué decían los guardianes que, supuse, habían estado en vela. Al parecer, discutían sobre mi destino. Como no sabían cuáles eran las consecuencias de mi supuesta enfermedad después de tantas horas, deciden verme a través de una rendija y comprueban que estoy tranquilo y sin el menor síntoma de enfermedad o anomalía. Luego, se atreven a abrir la puerta poco a poco y constatan que me he vuelto manso. A uno de ellos se le ocurre la felicísima idea de comprobar mi salud siguiendo este procedimiento: me ofrecerían un cubo lleno de agua fresca para que bebiera; si la bebía sin titubear, con ganas y con normalidad, sabrían a ciencia cierta que yo estaba sano y completamente libre de rabia; y al contrario, si la vista del agua y su contacto me hacían retroceder horrorizado, quedaba demostrado con ello que seguía padeciendo una rabia funesta y pertinaz, y lo que tocaba era acabar conmigo como fuera.
Enseguida trajeron agua en un gran cubo y, con todas las precauciones posibles, lo ponen frente a mí. Yo, que estaba sediento, me acerqué y, sin la menor vacilación, alargué el cuello y sumergí toda la cabeza en aquellas aguas realmente saludables y no dejé ni gota en el balde. Entonces me dan palmadas, me acarician las orejas, me dan golpecitos en el lomo y consiguen llevarme hasta la entrada de la casa. “Podría huir”, pienso: “La puerta está abierta y quienes están a mi alrededor no me están prestando mucha atención”.
Pero no me voy. Allí me quedo, cerca de un grupo que cuenta una historia que a continuación voy a referirte y que recibe el nombre de “La historia del amante escondido”.
Asinus de Patricia Franz Santana