Capítulo 21. Hortelano versus legionario
Con el hortelano tuve momentos buenos y momentos que no merecían este calificativo. No me trató mal, la verdad sea dicha. Yo cumplía bien con mi trabajo de llevar las verduras a la ciudad más cercana y él con no pedirme más que esto. Cuando no cargaba, mi único quehacer era disfrutar del descanso.
Mientras hacía buen tiempo, todo se soportaba con la felicidad de quien piensa que con lo que tiene basta para vivir; mas cuando empezaron a llegar los fríos, el asunto se puso algo más desagradable. Como mi amo era pobre -pobrísimo, diría yo-, descubrí que a su lado me esperaban unos inviernos crudos: no teníamos un techo en condiciones, la comida escaseaba para los dos y nos costaba entrar en calor.
Un día regresábamos de mal vender lo poco que teníamos y dimos con un individuo muy corpulento que, por sus modales y posturas, deduje que era un legionario. Se nos cruzó en el camino y, en tono descortés y arrogante, nos preguntó adónde íbamos. Mi amo, montado sobre mi grupa, se puso nervioso y, en vez de responder, no se le ocurrió otra cosa que espolearme con sus talones para que acelerase el paso. El soldado no pudo contener su habitual insolencia (y digo lo de habitual con conocimiento de causa porque todos estos militares de tres al cuarto son iguales) e indignado ante el silencio, que debió interpretar como una afrenta, golpeó a mi amo con una estaca que había por el camino y lo tiró al suelo. Con horror miraba el agredido al agresor, temiendo lo peor:
Legionario. ¿Que a dónde llevas este burro?
Hortelano. A la ciudad vecina, señor.
Legionario. Pues no va a poder ser. Yo lo necesito para que lleve los bártulos de nuestro jefe.
Y sin más, cogió mis riendas y empezó a tirar de mí. El hortelano, secándose la sangre que manaba de su cabeza como consecuencia del estacazo, le dice al legionario:
Hortelano. Este burro no sirve para nada. Apenas vale para acarrear unos puñados de verdura desde el huerto próximo, y aun se arrastra con la lengua fuera. ¿Cómo ha de servir para el transporte de cargas más pesadas?
Pero el soldado siguió con su propósito. Me sujeta bien con su poderosa mano y emprende el camino que le ha de llevar hasta su jefe. Mi amo, herido y enfadado, ve alejarse al legionario. Al principio, debió sentir una enorme impotencia; mas luego, por lo que deduzco, halló alguna solución para desahogarse porque cogió la estaca con la que había sido golpeado, que dejó tirada el legionario; se plantó en un visto y no visto detrás de él y comenzó a darle con ella una y otra vez, sin límite, sin piedad. Cae al suelo el ahora agredido, sorprendido ante la avalancha que lo está machacando. Al principio, lanza amenazas contra el hortelano; pero al instante, viendo la ira que desprenden los palos de mi amo, su incapacidad para frenarlos y las múltiples heridas que tiene, opta por la única solución que le quedaba: hacerse el muerto.
«Ha matado al legionario», pensé. No sabía, la verdad, si venerar a mi amo por su valentía o empezar a temerle por el acceso de locura que terminó con la vida del soldado.
El hortelano cogió la espada del muerto, saltó a mi grupa y nos fuimos a trote camino de la ciudad, a casa de un amigo. Cuando llega, medio agitado y medio asustado, le cuenta lo sucedido y le pide que durante unos días los oculte. Así lo hizo: a mí me subieron hasta una buhardilla del piso superior y a mi amo le facilita un cesto en la tienda de la planta baja para que se esconda ahí cuando vengan preguntando por él.
Como es lógico suponer, yo esto no lo vi, pero intuyo que el legionario, alejado el causante de su estado, debió tratar de ponerse en pie, lo que consiguió, sin duda, con no pocos dolores, mareos y demás problema. Supongo que después, tambaleándose y apoyado en algo, pudo llegar a la ciudad y dar con algunos camaradas, a quienes, a solas, debió contarles lo ocurrido. La paliza de mi amo era algo avergonzante para un legionario, algo que no debía contarse a sus superiores y sí a compañeros cercanos. Estos le recomendarían que se quedara en el cuartel, que se recuperase y, sobre todo, que no se dejase ver mucho: perder la espada, según el juramento militar, conlleva consecuencias disciplinarias graves.
Sus camaradas, bien por lealtad o bien porque sintieron la afrenta del soldado como propia, imagino que se entregaron a fondo en la búsqueda de mi amo y que sus pesquisas no tardaron en dar resultados positivos. Sé que dieron con un vecino traidor que les delató nuestro escondrijo; y sé que acudieron a las autoridades y que formularon una denuncia que, por la cantidad de falsedades que contenía, causaba estupor: que perdieron un muy valioso vaso de plata de su comandante, que este objeto lo encontró un hortelano, que lo localizaron, que le pidieron que se lo devolviese, que se negó el ladrón y, a la vez, comenzó insultar gravemente al jefe, a los soldados y a cuantas autoridades había en la ciudad; que huyó de ellos y que se escondió en la casa de un amigo que ellos saben dónde está. Así fueron los hechos que contaron a las autoridades y estas tomaron cartas en el asunto.
Van a la casa de quien nos refugiaba junto con los legionarios denunciantes y preguntan por el hortelano. «¿Sabe algo del burro que iba con él?», oigo que le preguntan también. A todo dice que no sabe nada de nosotros, y eso que lo llegaron a amenazar con quitarle la vida si mentía. Los soldados insisten en que sí los esconde y sí está mintiendo; el dueño de la casa, en que no los esconde y no está mintiendo; y la autoridad judicial decide que lo mejor es registrar la casa.
Así lo hacen y no dan con nosotros. Los soldados estallan airados y afirman entre gritos que los lictores no han hecho la búsqueda a conciencia; estos vociferan alegando que son muy profesionales y que nadie les va a decir cómo tienen que hacer su trabajo; el dueño de la casa levanta la voz afirmando que queda demostrado que no mentía; los legionarios insisten en que sí; los lictores, que se van, que ya han cumplido… Todo aquel estrépito solo podía traer como consecuencia la violencia física. Empezaron con empujones, siguieron cachetadas y el resto ya se lo pueden imaginar. Yo estaba asustado; pero, aun así, no pude evitar dar rienda suelta a mi natural curiosidad y asomarme de refilón para ver y oír mejor el espectáculo que se estaba llevando a cabo. Cuando se es burro, se es burro. ¡Qué se le va a hacer!
Mi estupidez ocasionó lo no deseado: que uno de los soldados viese la sombra de mi cabeza, que reclamase a los suyos la atención, que estos soltasen un clamor y que algunos tomasen la iniciativa de trepar hasta donde debía estar eso bulto ensombrecido. Dieron conmigo y me bajaron como prisionero. Encontrar a mi amo, tras un registro más diligente, no fue difícil.
Al hortelano y al dueño de la casa se los llevó la autoridad judicial. Imagino que los castigos para cada uno serían diferentes; o no, yo qué sé. Por mi culpa, lo que les esperaba no era agradable (y bien que lo siento, lo digo de corazón). Lo cierto es que supe más de ellos.
Me llevaron a un pesebre. A los pocos días, el soldado que, por su exagerada desfachatez, había recibido la solemne paliza, me sacó de allí sin que nadie protestara; me cargó con varios enseres y, armado a lo militar, emprendimos camino. Sin muchas dificultades, recorrimos una extensa llanura y llegamos a una pequeña ciudad. ¿Nuestro destino? La casa de un decurión.
Asinus de Patricia Franz Santana