Las metamorfosis aka El asno de oro – Capítulo 27

Capítulo 27. Por fin, veinte dedos

Una fuerza imposible de describir me sacó de la oscuridad. Venía de mi interior. Era como si al mismo tiempo me hubiera convertido en un terremoto y en un volcán en erupción. Con un miedo inmenso comprobé cómo el pelambre se me fue cayendo y la piel empezaba a suavizarse, el abdomen se aplanaba y mis pezuñas pasaban a ser dedos con uñas, mis patas delanteras se convertían en manos, mi largo cuello volvía a su tamaño al tiempo que mi cabeza se reducía y redondeaba, mis enormes orejas y mis prominentes dientes tornaban a ser los de antaño; y la cola, la dichosa cola, desaparecía… 

Tengo en mente la imagen de que mientras me convulsionaba durante mi transformación había un silencio sepulcral en aquel lugar que hasta hacía un rato era fiestero y bullicioso. Junto a este recuerdo, otro que jamás olvidaré: cuando volví a mi anterior aspecto, una explosión de felicidad llevada hasta el paroxismo inundó aquel lugar. Las alabanzas a la diosa se multiplicaron mientras yo, estupefacto, atónito, sin decir palabra e inmóvil, no podía con la alegría tan repentina y tan completa que empezaba a llenarme el corazón a borbotones. 

Quería gritar y decir tantas cosas, pero era incapaz. ¿Qué podía decir en un momento como ese? ¿Cómo empezar? ¿De dónde hilvanar dos o tres ideas que me presentaran como un hombre con entendimiento y no como el asno que había sido hasta hacía nada? ¿Cómo se le dan las gracias a la diosa por el inmenso favor concedido? ¿Qué se dice cuando no se han inventado aún las palabras que informen de lo que uno desea y necesita expresar y compartir?

El sacerdote, enterado por la diosa, de mis desgracias y lleno de gozo tras mi vuelta a la condición humana, hizo gestos a un hombre que estaba a su lado para que me taparan, pues desnudo estaba ante cientos de miradas estaba. Rápidamente, uno de los suyos se quitó la enorme capa que llevaba y me la echó encima; luego, me ayudó a levantarme. El sacerdote se acercó a mí y, tras un largo abrazo, pidió un poco de silencio y habló a todos los presentes:

SACERDOTE. Después de tantas y tan variadas pruebas, después de los duros asaltos de la Fortuna y de las más terribles tormentas, por fin, Lucio, has llegado al puerto deseado. Atrás ha de quedar el camino recorrido. De poco te ha de valer en el nuevo que has de andar entregado al culto de la única a quien has de adorar por encima de todo: Isis.

Fue decir el nombre de la diosa y la multitud lo repitió tres veces y se sumergió en un éxtasis de alabanzas y vítores que costó acallar. Cuando lo  consideró oportuno, continuó hablando el sacerdote.

SACERDOTE. Lucio, ¿de qué te han servido tus méritos o tu sabiduría si has sido incapaz de frenar tu ardor dejando que la pasión y la curiosidad te dominaran? ¿Qué valor tiene lo hecho frente a lo que puedes hacer a partir de ahora?  Alégrate y únete a nosotros, los afortunados, los bendecidos por la dulce luz de la gran Isis.

Y de nuevo la multitud repitió tres veces el nombre de la diosa y lo acompañó de toda clase de alabanzas a cual más ruidosa y extravagante. Contemplaba la escena con cierto temor o, más bien, preocupación por si tenía que decir algo como respuesta a las palabras del religioso; pero no hizo falta, pues frente a mí encontré a cientos (¿miles, quizás?) de personas dando gracias a gritos, pidiendo amparo con sonrisas beatíficas y golpeándose el pecho y la cabeza como expresión de arrobamiento.

Nada dije. Me limité a seguir al cortejo principal hasta un templo próximo al puerto. Atravesábamos un amplio pasillo flanqueado por cientos (¿miles, quizás?) de personas que hacían por tocarme mientras decían: «he aquí al bendito por la diosa», «este es el renacido», «¡afortunado entre los afortunados!»…, y otras muchas expresiones por el estilo. A todas respondía con una sonrisa y un «gracias, muchas gracias» que, de tanto repetirlo, acabó por convertirse en una especie de gruñido ininteligible. Era absurdo, lo sé, pero llegué a pensar: «¿Y si vuelvo a rebuznar?». 

Al llegar a nuestro destino, me ofrecieron la posibilidad de asearme y descansar antes del generoso almuerzo con el que tenían previsto agasajarme. Acepté y fui con el sacerdote y dos de sus más cercanos lugartenientes a unos baños cercanos para relajarme. Cuando regresamos, habían pasado un par de horas y teníamos apetito. Nos acomodamos en nuestros triclinios. Mientras me ofrecían suculentas viandas, me rogaron que les hablase un poco de mis andanzas como asno. Cuando quise empezar a contar mi desventura, no pudo. No es que no me apeteciera hacerlo o que me sintiera particularmente traumatizado como para hablar de lo vivido, simplemente me sentía embotado, atascado, incapaz de hilvanar ninguna idea. No sabía cómo empezar ni por dónde. El sacerdote, viendo la enorme confusión que mostraba y mi rostro de preocupación, me dijo:

SACERDOTE: Desanda el camino. Convierte el final en el principio y llegarás a tu destino. Los tramos que se han caminado no se pueden alcanzar corriendo ni saltando. Retrocede lentamente, pues así avanzaste hasta este día.  

Todos estaban en silencio. Me incorporé. Dejé la manzana que tenía en mi mano sobre una mesa cercana y miré al sacerdote. Quise hablar, no sabía cómo. «¿De qué manera se desanda un camino?», pensé. El religioso me devolvió la mirada y no sé por qué dos palabras, una expresión, me llegaron a la mente al instante: «eterno retorno».

SACERDOTE. Cierra los ojos.

Los cerré.

SACERDOTE. Respira lenta y profundamente tres veces seguidas.

Lo hice.

SACERDOTE. Abre los ojos.

Los abrí y vi que no había absolutamente nadie ni nada a mi alrededor: ni el sacerdote, ni los lugartenientes, ni la comida, ni el sonido lejano de la muchedumbre que, a pesar de los muros gruesos donde estábamos, no había dejado de oírse. Nada. Pensé en las palabras del sacerdote: «Desanda el camino». Decidí hacerlo: cerré nuevamente los ojos; después, respiré lenta y profundamente tres veces.

Patricia Franz Santana - Asinus

Asinus de Patricia Franz Santana