ISBN: 978-84-943366-5-2
Después de esto, comprendí que muy avispado no era, pues, a pesar de estar tanto tiempo con el bulero, no había pillado sus trampas; y consideré que con mi ingenio muy poco es lo que iba a medrar en esta vida.
Tras dejar a uno, pronto me asenté con otro, un pintor de panderos. Mi labor consistía en molerle los pigmentos para hacer los colores. Con él sufrí mil males, los cuales, como ocurriera con el mercedario, no vienen al caso contar. Escaso tiempo estuve con él y, en comparación con mis amos anteriores, poco es lo que caló en mi vida; luego, poco es lo que ha de calar él en estas páginas.
Tuve mi séptima ocupación con un capellán de la catedral de Toledo. Por entonces, ya era un buen mozo y me dio mi primer empleo remunerado: vender agua por la ciudad con un asno, cuatro cántaros y un azote para defenderme de los que quisieran asaltarme.
Como era prudente y había aprendido mucho de mis amos en lo tocante a cómo pedir y a quién, prosperé en el negocio. De lunes a viernes, le entregaba siempre tres euros y lo que recaudaba de más me lo quedaba; y todo lo que vendía los sábados también era mío.
Este fue el primer escalón que subí para alcanzar la buena vida que llevo, pues, al cabo de cuatro años de oficio, pude ahorrar lo suficiente como para ir a una ropavejería y vestirme como un hombre de bien.
Fue entonces cuando consideré que ya hora era de buscar otro empleo y me despedí del capellán. Comencé así a buscar la manera de subir al segundo escalón de mi prosperidad.
Este lo hallé con un alguacil; pero muy poco estuve con él porque el suyo me parecía un oficio muy peligroso. En realidad, más que dejar el trabajo, lo que hice fue huir de él.
Una noche perseguíamos a unos tipos que, tras mucho andar tras ellos, lograron acogerse al derecho de asilo y se refugiaron dentro de una iglesia. Bajo tan santo amparo, aprovecharon para lanzarnos sin clemencia piedras y palos.
Mi superior, fiel a su obligación, se mantuvo firme, aunque no poco fue lo que le cayó por ello; mas yo, enseñado por la vida en apedreamientos y apaleamientos, viendo lo que estaba cayendo, opté por dejar al desafortunado donde, sin duda, lo hallarían después hecho gofio.
Por favor, no piense mal de mí. Hágase cargo de que todavía me dolía la cabezada contra el toro de piedra que me dio el ciego y el garrotazo del clérigo que, buscando matar una culebra, poco le faltó para matarme a mí.
Aunque de vez en cuando me decía mi conciencia que podía haber hecho algo más que huir y abandonar al pobre alguacil a su suerte, pronto retomé el hilo de lo que me convenía: pensar en la manera de buscar una estabilidad con la que ir labrando mis días de cara a la vejez, pues no deseaba verme de acá para allá con muchos años a cuestas y lleno de golpes y lamentos por mi mala fortuna.
Y esta vino, ya lo creo que sí, porque Dios quiso alumbrarme y ponerme en el lugar adecuado y el momento preciso en el que habría de encontrarme con quienes me dieron lo que buscaba: un puesto de funcionario en calidad de pregonero.
Supongo que mis demostradas habilidades como vendedor de agua del capellán de la catedral sirvieron para granjearme cierta fama. Entonces voceaba para vender agua, ahora lo hacía para vender los vinos de quien es, señor, su amigo y servidor, el Arcipreste de San Salvador; anunciar lo que se ofrecía en las subastas y dar cuenta en voz alta a los vecinos de los delitos que cometían los que eran azotados públicamente por ser delincuentes.
Y no me ha ido mal, señor, ya que en lo tocante al oficio de pregonar me he ganado un lugar que muy pocos pueden disputarme en esta ciudad.
Viendo el arcipreste mis habilidades en el arte de pregonar sus vinos, procuró tenerme cerca proponiéndome que me casara con una criada suya. Como vi que de tal persona no podía venirme nada malo, acepté la sugerencia.
Me casé y de ello no me arrepiento, señor, porque, además de ser buena esposa y excelente sirvienta, tengo del arcipreste su favor y auxilio. Con generosidad nos da de tanto en tanto una carga de trigo; por las Pascuas, carne; cuando hay de más, panes; y, cuando sobra, ropa. Es más, mucho placer debe darles nuestra compañía porque nos hizo alquilar una casita cerca de la suya, con lo que los domingos y festivos solemos comer bajo su techo; aunque, como es lógico suponer, no con él, pues a tanto no nos llega la cercanía.
Cuando todo parecía ir por los cauces del sosiego y la felicidad, las malas lenguas, que nunca faltaron ni faltarán, se empeñaron en no dejarnos vivir diciendo no sé qué y sí sé qué sobre mi mujer. Con el decir sin decir que ella le deshace al arcipreste lo que le hace, hablando de la cama y de su labor de sirvienta, lograron embadurnar de sospechas mi nombre y, con ello, mi ánimo.
De lo que oía y barruntaba di cuenta al arcipreste con el respeto y la humildad que su figura demanda, y él, con amable trato, me hizo traer a mi mujer. Estando los tres en la misma sala, me dijo:
Arcipreste: Lázaro, quien atiende a las malas lenguas no presta atención a lo que mejora su fortuna. Lógico es que alguno, viéndola entrar y salir de mi casa, piense lo que no debe; pero ilógico es concluir que, con mi posición, me entregue a deshonrarte convirtiendo a tu mujer en mi querida. Quédate tranquilo, pues; y no mires tanto a lo que oigas o pienses que dicen, sino a lo que te conviene.
Sus razones bastaron para no ir a más con el tema; y aunque seguía entrando y saliendo de su casa de noche y de día, lo que me ocasionaba en ocasiones no pocas malas cenas y peores desayunos, por eso de la duda razonable, lo cierto es que aprendí a vivir con esta situación, pues ella era bondadosa conmigo. Y cuando alguno dejaba caer alguna impertinencia sobre el caso, le decía:
Lázaro: Si eres amigo mío, no digas nada que me cause pesar, pues tal no es quien mi mal procura. Debes saber que mi mujer es la cosa del mundo que yo más quiero y la que más bien me hace; y quien ose decir lo contrario o poner en duda cualquiera de las muchas virtudes que tiene, que tenga claro que no me achantaré para batirme en duelo con él.
De esta manera, señor, cerraba sus bezos y apagaba el fuego injurioso de su dañina voluntad.
Esto fue el mesmo año que nuestro victorioso Emperador en esta insigne ciudad de Toledo entro, y tuvo en ella cortes, y se hicieron grandes regocijos y fiestas, como. V.M. habrá oído. Pues en este tiempo estaba en mi prosperidad, y en la cumbre de toda buena fortuna.
Si alguna nueva hubiera sobre el tema que le interesa y que debería preocuparme, le daré cumplida cuenta de esta con la presteza necesaria y la deseada prestancia.
Y con esto, que Dios le dé salud y que de mí no se olvide.
Lázaro de Tormes