Mi infracultura

Reconozco que no tengo muy clara la definición de cultura. Sé que puedo ampararme en los dictados de los diccionarios y enciclopedias, unificar las exposiciones correspondientes a la referida entrada en una sola y cubrirla con un suave aroma de retoricismo, pero todo ello no sería más que un disfraz dorado que no impediría resolver el conflicto ni la percepción de que la manzana no ha sido mordida convenientemente.

Sé también que podría olvidarme del término y su retahíla de exposiciones y quedarme en el juanramoniano estante previo en el que debería reclamar a la inteligencia que me diese el nombre exacto de las cosas. Así, cuando surgiese la cosa asociada al vocablo de marras, ya sabría lo que este término significa. Pero ni la cosa ha llegado aún, ni la palabra asoma; ni la inteligencia da muestras de existir o de querer aplacar mi duda.

Por lo tanto, si quisiera aproximarme al conocimiento de lo que es cultura, creo que me he de olvidar de la semántica y de la fenomenología, y echarme a los raíles de todos aquellos sintagmas que lleven adheridos la palabra cultura. Quizás así, partiendo desde el todo puedo acabar en alguna parte. Pero veo a mi alrededor que los adjetivos “culturales” califican a sustantivos que, entre sí, poco parecen tener en común.

Es todo tan variopinto y la sensación de manoseo tan desagradable y confusa que no termino de tener muy claro si las semanas culturales de los centros educativos tienen alguna relación con las instituciones políticas encargadas de gestionar la cultura ciudadana; o si los suplementos culturales de las publicaciones periódicas mantienen alguna vinculación con las actividades culturales de las asociaciones de vecinos.

Todo me resulta extraño e inexplicable. Conforme más me adentro en mis propósitos de buscar, para nuestro caso, la luz entre tanta tinieblas, más me aturden las preguntas. Ahora mismo no sé por qué el arte entra dentro de los parámetros de la cultura ni por qué la música, que es un arte (se supone), confluye en la dinámica mercantilista del espectáculo. ¿Por qué la pintura se subasta, publicitándose el valor de lo que se pagó por ella antes que el valor del lienzo como producto de un complejo sistema de comunicación intemporal, o por qué los best-seller literarios enriquecen a editores que no han necesitado ser críticos ni especialistas en Filología, sino economistas y empresarios? Tampoco logro entender por qué las exposiciones son patrocinadas por empresas que desconocen al patrocinado, mas no la buena publicidad que genera el ser mecenas cultural ni los beneficios fiscales que conlleva esta manipulada generosidad.

También desconozco por qué en el reparto de ocupaciones institucionales la pugna política suele centrarse en aquellas carteras que conllevan por su naturaleza ser una fuente de ingresos para la entidad dejando a un lado las que sólo generan gastos, como sería, por ejemplo, el quehacer cultural. ¿Por qué las señas de identidad de nuestras sociedades se basan en un localismo, en ocasiones atroz, que trata de maquillarse con el beneplácito de una globalización cuya significación ha sido pervertida por el temor al contacto con lo ajeno, por el miedo a ultranza a perder la comodidad que implica una tradición no cuestionada, o por qué se nominaliza la cultura en nombre de un apego identificativo-propagandístico deformado por el interés, la indolencia y la ignorancia, que basa la solidez de su ingenio cultural en el cierre a la posibilidad de que otra cultura identificativa adquiera su carta de naturaleza?

Les confieso que me gustaría saber a ciencia cierta qué es la cultura porque así sabría si debo o no defenderla, si debo hacer lo posible por preservarla, si es necesario seguir esforzándome todos los días en ese ejercicio de sedimentación que trato de infundir a mi alumnado y a mis semejantes, y que pienso a veces que no es más que el resultado de un ejercicio utópico por intentar forjar ese mundo que, a mi juicio, es el mejor de los mundos posibles, aunque no me olvide nunca de que se trata de eso, de mi mundo, de mi visión…

En más ocasiones de las que se pueden imaginar, me pregunto si yo, con mis acciones y ejercicios, estoy haciendo algo por esa cultura que desconozco. Lo más probable es que no, que nada haga en favor de esa sombra que proyecta el término cultura en la sociedad de la que soy partícipe. No hago nada a favor y, supongo, tampoco hago nada en contra porque, en el fondo, mis acciones, quizás por ignorancia, quizás por aburrimiento, no son más que ejercicios filantrópicos y vanidosos que ninguna revolución social han de causar. Por eso nada de lo que hago impongo ni defiendo con vehemencia. Eso es lo más gratificante del anonimato: vivir sin cargo de conciencia.

No obligo cuando puedo porque creo (en mi presunción del término) que la cultura, para que sea tangible y conceda a los individuos los beneficios presupuestados, no debe imponerse, sino aprehenderse; adherirse al sujeto para que luego él pueda adosarse al engranaje social del que forma parte. Quizás por eso no sé muy bien qué es la cultura, porque casi todo el bagaje que se me puede intuir ha sido impuesto por ese concilio político en materia socio-educativa que lo ha ubicado en una parte de mi conciencia y lo ha cerrado con los candados de una tradición y un hábito no cuestionados por la colectividad.

Al principio, estos pertrechos actuaban en mi ánimo con la certeza de que eran convenientes porque me contextualizaban con el entorno. Cuando percibí que esa construcción venía lastrada por la aluminosis de la comodidad, la publicidad y el boato de aquellos que logré identificar un día como los “culturitas” fue cuando me di cuenta de que todo aquello no era más que un enorme bloque de piedra que debía ser cincelado con el buril de la curiosidad, el juicio crítico y, sobre todo, la humildad, el gran déficit de los que dicen hacer cosas por la cultura.

En este ejercicio complejo y desconcertante me hallo. Todos los días trato de golpear la enorme roca y hacerlo desde el convencimiento de que nada podrá ser cambiado, de qué nada dejará de ser como está porque vivimos en un sistema complejo que no admite las rebeliones vanguardistas salvo cuando estas, por el paso del tiempo, terminan siendo subsumidas por la colectividad una vez que han sido metamorfoseadas en la retaguardia.

No sé lo que es la cultura, así, en general, porque percibo la falta de la necesaria libertad para buscarla y me siento vigilado, juzgable, estúpidamente incomprendido; quizás, también, porque me sobra la mediocridad para ir más allá de los límites que controlo, lo que me lleva al amparo de un amaneramiento sin conflictos visibles; probablemente, porque me he quedado en el estadio de una bondad sin daños colaterales y me consuela la recreación hedonista de una cultura que, para el beneplácito de mi ego, me retroalimenta en mis ratos de ocio.

Pero esto no es lo preocupante, este no ha de ser el problema de la cultura, así, en general, porque, al fin y al cabo, soy un ente insustancial que ha de desaparecer con el tiempo, una nimiedad dentro de la complejísima estructura que me circunda, un simple número de deneí. Lo alarmante es que la falta de libertad, el miedo al juicio sumario del cuatrienio, la incomprensión que da el vértigo de las atalayas, la mediocridad de los ensalzados, la afectación  impuesta y ese altruismo investido de la mercadotecnia y lo políticamente correcto, se hayan asentado en las instituciones públicas y privadas, sean de la envergadura que sean, en aras de un beneficio colectivo impuesto y no cuestionado. Es preocupante que se cercene con la desidia el patrimonio anónimo y floreciente de aquellos que tienen algo que decir, algo que expresar, algo que debe ser interpretado como el complemento a una realidad que siempre ha de servir de escalón ascendente para la conformación de esa sociedad plural, multidisciplinar y polifacética que tanto nos gusta pregonar como idílica.

La cultura, su percepción de existencia, la conciencia de su razón de ser, sólo puede ser colectiva cuando ha logrado gestarse desde la individualidad y sin ataduras. Toda imposición esclavista de la colectividad al individuo no es más que una muesca, una marca hecha con hierros incandescentes, y ya se sabe que al ganado muy poco interés le merece la cultura.

En suma, el miedo a la evolución es una muestra de la inseguridad del presente; la inseguridad del presente es una muestra de la deformación del pasado. Así es imposible que no se derrumben las convicciones. Es duro comprobar cómo las margaritas se han transformado en margarinas. Quizás por eso, después de tanto tiempo, sigo sin tener muy clara la definición de cultura y, en consecuencia, tampoco sé muy bien lo que no es cultura. Es descorazonador… No, confesémoslo ya: es simplemente horrible.

Moiras Chacaritas