Miserables

Sueña el rico con ganarse el cielo que no existe a través de la dádiva preñada. Sueña el santo que no es con ser reconocido por su filantropía llena de indigencia y podredumbre moral. Sueña el mesías decadente con la aclamación popular por su intercesión falsa y arbitraria en la multiplicación de los panes y los peces envenenados. Sueña el maldadoso curandero con aliviar los dolores del estrés entregando aquello que él y los suyos repudiarían. Sueñan todos, en suma, con una bondad que construyen, conscientes o no, sobre el detritus de su particular utopía.

Mas nada hacen el rico, el santo, el mesías, el curandero o todos en uno por acercarse a sus deidades (aquellas que les pagan el circo tetranual con el que nos venden los elixires de una prosperidad que sólo será cierta para los de su ralea) para pedirles, suplicarles, implorarles, demandarles… que aflojen el nudo, que desatasquen la arteria de la burocracia, que suelten un tanto el cinto de la administración, que alivien la opresión, y que dejen que el aire corra para que la mente se despeje, se sosiegue el ánimo y sea posible la construcción de la esperanza.

Que el rico, el santo, el mesías, el curandero o todos en uno cojan de una vez por todas el teléfono y hagan algo útil: que llamen a las puertas de su cielo particular y digan a esos a quienes idolatran, a esos a quienes tanto deben, que tomen conciencia de los problemas de subsistencia de miles de familias, de la angustia que chorrea en las paredes de miles de casas por culpa de unas necesidades que ya no pueden cubrir por culpa de una desconfianza monetaria que ellos no generaron; que aplaquen la agria gula de sus iluminadas carteras para que las hambrientas de los necesitados no terminen sucumbiendo definitivamente en las sombras; que, desde sus palacios, miren a los ojos de la precariedad para que acepten el noble reto de que a nadie le falte un pan con el que alimentar a sus seres queridos, ni una lumbre con la que verlos, ni un poco de agua con la que bendecir los rostros mugrientos de desolación, ni un techo bajo el que cobijar el patrimonio de un hogar astillado por la incertidumbre.

Que el rico, el santo, el mesías, el curandero o todos en uno, por lo que más quieran, llamen ya a estos ídolos y les digan que la generosidad demandada no les ocasionará pérdidas ni menoscabo alguno a la magnificencia de sus palacios, ya que ellos se comprometerán a pagarles todo lo que todavía les deben por la interesada “financiación desinteresada” del espectáculos de las sonrisas congeladas.

Moiras Chacaritas