En el mundo del deporte lo tienen claro: desde una buena base se llega a una buena altura. Por eso se protege, se cuida, se mima la cantera. En la educación debería suceder lo mismo: lo primero, la cantera. ¿Que cuál es la cantera? De entrada, la Educación Infantil. Por cada moneda que se invierta en los estudios superiores, deberían aportarse cuatro o cinco más para esta etapa.
Más centros, más profesionales, más atenciones, mejor organización. Cada detalle inherente a todos y cada uno de los discentes deberá vigilarse, supervisarse, atenderse con el esmero y la delicadeza exigibles dada la enorme importancia que representa para los humanos el periodo que abarcan los seis primeros años de vida.
La sociedad, en general, y los responsables que gestionan la trayectoria de esta sociedad, en particular, deben volcarse en esta protección: más atenciones y más control a las familias, mejoras en la gestión del día a día de los infantes tanto dentro como fuera del marco escolar…
No es negociable. No puede serlo. El hecho de que adquirir la condición de progenitores no presuponga el conocimiento de cómo han de atenderse a los vástagos[1] conduce a plantear que en la crianza conviene que intervengan otros actores ajenos al círculo que representan las familias.
Esta intervención, personalizada, convenientemente tasada, bien trazada para evitar conflictos, altamente profesional, altamente deudora del propósito de atender hasta en el más mínimo de los detalles que puedan darse durante esta etapa, no puede regirse bajo las circunstancias de la eventualidad, del ejercicio puntual, atenta más al «cada X tiempo, a ver lo que hay», sino que ha de ser constante.
Hablamos de una carretera de dos carriles: el destino, el mismo; un carril, la familia; el otro carril, la sociedad. Dos carriles que forman una unidad de intervención. Es un quehacer largo, arduo y complejo, pero necesario.
La inversión generosa, eficaz y bien gestionada de recursos humanos, materiales, legales, sociales, administrativos… durante seis años, los seis primeros años de existencia de nuestros infantes, debería conducir a una suerte de desinversión extra a posteriori.
¿Cuánto de lo que se invierte “excepcionalmente” en primaria o secundaria (y no hablo solo de dinero) se podría evitar? Lo tengo claro: por cada moneda que se invierta en los estudios superiores, deberían aportarse cuatro o cinco más, no, más: seis, siete… diez monedas más para esta etapa, para la Educación Infantil, la cantera del sistema educativo.
[1]. Que de mis palabras no quepa presuponer que esta carencia implica desafección o desatención a los descendientes, ni muchísimo menos.