Aunque comparta el mensaje y considere que es un absoluto desastre —un inmenso estropicio a nuestra calidad de vida y al futuro del planeta que nos acoge— el paulatino deterioro del medioambiente por culpa del daño al clima que ocasionan los combustibles fósiles —entre otras acciones destructivas del ser humano—, no puedo aceptar que el procedimiento para generar conciencia en la ciudadanía acerca de esta catástrofe pase por atacar obras de arte con el único propósito de atraer la atención de los medios.
No lo entiendo. No logro captar el beneficio que trae consigo arrojar un producto a un lienzo con el fin de que los espectadores (tanto los testigos como los millones que lo verán en los canales de comunicación) adquieran la debida conciencia sobre el calentamiento global y las incuestionables consecuencias perjudiciales para la vida que está ocasionando el cambio climático.
A mi juicio, no tiene sentido este tipo de protesta porque no consigue el propósito que persigue: ante el ataque a una obra que ha de ser imperecedera, no pienso en el pernicioso uso del gas y del petróleo, sino en el serio riesgo de perder una singular creación de nuestra cultura universal. A esta sinrazón se le suma la inquietud: no se puede normalizar este tipo de agresiones, esta manera de protestar, porque algún chiflado habrá más pronto que tarde que quiera ir más allá: además de utilizar medios alternativos más agresivos, es posible que se incline por otros objetos igual de valiosos (esculturas, murales, piezas arqueológicas, documentos custodiados en museos, etc.).
Al desatino y la desazón se le une la irritación, el malestar, el enfado. Cada acto provoca tal grado de disgusto en quienes lo presenciamos que, sin duda, genera una reacción contraria a los supuestos intereses de los agresores: cuantos estamos concienciados con el mensaje no podemos aplaudir lo hecho ni sentirnos identificados con esa manera de proteger lo que tenemos claro que merece ser defendido (el planeta); y los que pasan del tema negándolo suman un motivo más en sus argumentarios particulares sobre la ida de olla que, a su entender, caracteriza a los que hablan del cambio climático y demás asuntos análogos.
Creo que los colectivos ecologistas deberían ser conscientes del daño que estas acciones provocan en la opinión pública y, con ello, en la defensa de cuanto de un modo admirable salvaguardan con generosa entrega. La noble labor que realizan no puede verse empañada por estas arremetidas contra el arte (con independencia de que las consecuencias sobre el objeto atacado sean más o menos relevantes). No es justo que los desinformados y los adversarios pongan a los ecologistas en el mismo saco y concluyan que todos son iguales, porque no es cierto. No es razonable que el enorme y admirable esfuerzo que hacen, por ejemplo, quienes se están entregando a proteger el Puertito de Adeje —con serio riesgo para su integridad física, económica y legal— se equipare a lo hecho por aquellos que han arrojado sopa de tomate a “Los girasoles” de Van Gogh o puré de papas a uno de los cuadros de la serie “Los Almiares” de Monet. Aunque las pinturas, por fortuna, no hayan sufrido daños graves, la sola acción de atacarlas ya es de por sí reprobable.
Creo que los colectivos ecologistas, que sobreviven en buena medida gracias a las aportaciones de muchos anónimos, deberían marcar una distancia clara frente a estos agresores de obras de arte; fundamentalmente porque, con el rechazo que sus acciones generan y, en consecuencia, el perjuicio que esta desaprobación trae consigo para la causa ecologista, más parecen estar en sintonía con las empresas contaminantes que con los propósitos de quienes se esfuerzan por cuidar y proteger un planeta que, desde el comienzo de la era industrial, no ha hecho más que deteriorarse desde el punto de vista medioambiental.