Desde el principio de la pandemia, por parte de los responsables del gobierno y, por extensión, de quienes nos representan, sean del partido que sean y con independencia de la institución a la que pertenezcan, se ha hecho uso de expresiones asociadas al campo léxico de la “guerra” que me parecen absolutamente inadecuadas. Se ha establecido una suerte de analogía entre un conflicto bélico y esta situación sanitaria que me parece improcedente: primero, por su inexactitud, ya que no estamos librando ninguna guerra, sensu stricto, aunque la cuarta acepción de la lexía, según el DRAE, pueda negar mi afirmación; segundo, por su implícita inhumanidad, pues llamar a lo que estamos viviendo una guerra es minimizar el sufrimiento de aquellos que, por desgracia, la están padeciendo en otros lugares del mundo. Pienso en sitios donde no hay el respaldo económico y social que tenemos, y donde escasean los alimentos, el agua, la luz y la seguridad, ya sea física, ya sea jurídica.
La lírica bélica en tiempos de paz está acotada (o debería estarlo) al ámbito propio del entretenimiento: bien a través del deporte, bien a través de juegos. Esta concreción del momento viene aparejada con su duración. Pasamos un rato puntual haciendo una actividad lúdica y damos rienda suelta a expresiones con sentido belicista. Pero la situación que nos ocupa ya se está alargando demasiado y, como sucede en las guerras de verdad, hay demasiadas víctimas.
Las metáforas pueden ser claras y contribuir de manera didáctica a dar una visión de lo que está pasando, pero todas tienen fecha de caducidad. Una metáfora repetida hasta la saciedad termina transmutando los elementos que la componen: el hecho real pasa a ser la imagen; y, la imagen, el hecho real. En otras palabras: lo que no es ni existe (la guerra) se asume como lo que hay. Y esto, lo que hay, termina asentándose en el cúmulo de convicciones de la sociedad, así, en general, que termina aceptando la jerga bélica no como una expresión que busca elevar el ánimo (“venceremos al enemigo con nuestras armas” o “esta batalla la vamos a ganar”), sino como el testimonio de una realidad desconcertante, desasosegante, preocupante y, lo que es peor, temible.
Aunque haya quienes lo están pasando mal en nuestro país y sea una verdad incuestionable que la muerte es igual en todos los lugares, venga de donde venga, e igual es el sufrimiento de quienes pierden a sus seres queridos, lo cierto es que nuestra situación es privilegiada con respecto a la de quienes sufren un conflicto bélico tal y como siempre hemos concebido que es. No hay personas armadas disparándonos porque sí para quitarnos la vida, sino una situación sanitaria grave que ha afectado a un elevado número de compatriotas; ni hay un país que reconstruir, pues nada se ha destruido: las ciudades, las carreteras, los edificios estratégicos, las telecomunicaciones, las leyes, el organigrama del Estado… siguen tal y como estaban desde antes de la pandemia.
No hay ni siquiera que reconstruir la lealtad institucional ni el espíritu de solidaridad y concordia que se deben los políticos entre sí, sean de la formación que sea, por eso del objetivo común que dicen compartir cuando afirman que entregan su vida por el bienestar del pueblo, pues nunca han existido y mucho me temo que seguirán sin existir.
La lírica bélica, en este sentido, busca cohesionar a las víctimas directas e indirectas de la situación con sus representantes; y persigue, entre ellos, entre quienes tienen el deber de representarnos, la creación de un estado dependencia emocional. «Estamos en guerra y yo soy un caudillo que librará a mi pueblo del daño que padece», es lo que parece que piensan mientras utilizan este tipo de lenguaje. Por eso no percibo la aludida cuarta acepción del vocablo que dice el DRAE. Sus palabras recrean una realidad donde es fundamental, para sus intereses ideológicos y estratégicos, que las acepciones válidas del término “guerra” sean las dos primeras. No es una cuestión de denotación, sino de connotación.
Esta pandemia nos ha demostrado, entre otras cosas, cuán vulnerables podemos ser como sociedad ante un fenómeno global como el que padecemos y, por desgracia, qué desamparados estamos cuando miramos a quienes hemos concedido nuestra representación. Si hubiera una guerra, una verdadera guerra, la guerra de la que hablo al principio de este artículo, las de las acepciones una y dos, ¿depositaríamos en las manos de estos representantes nuestras vidas y las vidas de nuestros seres queridos? Yo creo que, voluntariamente, desde luego que no.