De la vida XIX

¿Dejaríamos que alguien, bajo los efectos de una droga que es capaz de alterar las nociones espaciales y sociales, llevase a cabo alguna operación quirúrgica o manejase un aparato que requiere de un alto grado de concentración? ¿En qué medida es aceptable permitir que alguien que ha consumido alguna droga realice una actividad que implica a terceras personas y que pudiera quedar condicionada por el que podría llegar a ser un perturbado estado? En una guía didáctica que edita la Dirección General de Tráfico, se lee lo siguiente: «Todos sabemos que la conducción bajo los efectos del alcohol es peligrosa. Sin embargo, muy pocos conductores saben a qué riesgo se exponen exactamente cuando conducen de este modo». Es atroz. Es toda una paliza al sentido común este fragmento. Si se reconoce la peligrosidad de conducir bajos los efectos del alcohol, ¿por qué no se prohíbe? Si el riesgo al que se exponen quienes consumen es tan elevado, ¿por qué no se prohíbe conducir bajo sus efectos?

Que quede claro; claro no, clarísimo: no hablo de prohibir el alcohol ni el consumo de otras drogas. Que cada cual haga con su organismo lo que considere más oportuno. Es suyo. Es dueño absoluto de todas y cada una de las células que componen su cuerpo. Si tras el abono del correspondiente impuesto especial con el que se gravan el alcohol y las bebidas alcohólicas, el sujeto X decide pimplarse varios envases y ver estrellas y constelaciones en las humedades del techo de su casa, perfecto. Nada que objetar. Que disfrute el antes, el durante y el después de su ingesta, y que salga del viaje de la resaca de la mejor manera. Faltaría más. Mientras no salga de su casa, de la casa de, de la tasca de turno o del echadero donde se haya ventilado la agüita que quema, insisto, perfecto. Que se quede quietecito donde está, que ya le vendrá el sueño y mañana es otro día. Me parece un tipo responsable este sujeto X si no coge el coche; en cambio, me parece un individuo sancionable el sujeto Y, que ha parado a echar gasolina, ha comprado una cerveza, se la ha tomado, «ah, qué fresquita, qué bien sienta con este calor», se ha sentado en el coche y está circulando.

No me vale la tasa de alcoholemia. Son cifras arbitrarias. Antes era mayor, ahora menor, mañana podría ser nula o ser nuevamente mayor. No me valen las expresiones “alcohol en sangre” y “alcohol en aire respirado”. Retórica administrativa. No me valen las conclusiones sobre la imposibilidad de vigilar a todos los conductores, sobre que no hay quien le ponga puertas al cielo, sobre lobbies que no quieren que, sobre hosteleros que verían mermados sus ingresos si, que si patatín, que si patatán… Retórica de la impotencia. Si un cirujano nos contase con una cerveza en la mano de qué va la delicada operación que va a realizar a nuestro hijo, ¿solo nos inquietaría la naturaleza de la intervención? ¿En realidad no dedicaríamos un pensamiento, aunque fuera ligero, a esa jodida cerveza que se nos ha quedado grabada en alguna esquina de nuestro cerebro? ¿Despreciamos las atenciones que conlleva conducir porque cualquiera puede obtener un permiso para llevar vehículos y, en cambio, no todos pueden ser cirujanos?