De gilipollas para arriba ha calificado un buen número de usuarios de Twitter al ministro Alberto Garzón por afirmar en la red social, el 10 de diciembre, lo siguiente: «Si decimos que las muñecas y las cocinitas son para las niñas, lo que estamos diciendo es que esperamos que de mayores sean ellas quienes se ocupen de los cuidados. Esto consolida la desigualdad de género y debemos corregirlo».
Se puede estar de acuerdo o no con lo que ha dicho. Aunque tengo una posición sobre el tema, considero que es irrelevante de cara a la cuestión que me entretiene ahora. Además, carezco de la adecuada cualificación que me permita declarar el mayor o menor grado de acierto del ministro con lo que ha apuntado. No juzgo sus palabras. Lo que me interesa en este momento es la reacción de los destinatarios o, para ser más preciso, de quienes se consideran los receptores de su mensaje y sienten la necesidad de intervenir respondiendo al tweet.
Me fijo en la naturaleza de las respuestas, y concluyo que algo no va bien. Utilizo intencionadamente la indefinición que traslada una voz como “algo” porque desconozco qué es en realidad lo que me provoca esta sensación. Supongo que se asienta mi extrañeza en el convencimiento que tengo de que no hace falta acudir a la injuria para afirmar que lo señalado por el Sr. Garzón no es cierto, o que presenta un notable desajuste con la experiencia, o que carece del necesario respaldo científico…, no sé, cualquier discrepancia constructiva que permita a los que están de acuerdo con él albergar razonables dudas sobre sus palabras. Dudar, un hermoso término que abre la puerta al conocimiento.
Pero las respuestas de muchos a lo señalado por el emisor no ha sido otra que insultarlo y descalificarlo. Solo eso. ¿Por qué? ¿Por rechazo al mensajero, a su labor y a lo que representa? Es aceptable sostener que su ministerio es innecesario y que la tarea del Sr. Garzón al frente de la cartera que le ha tenido ocupado en los últimos meses ha sido deficiente. Claro que se puede decir, con el debido respeto; y apelar, como pruebas, a las gestiones que ha realizado y a los éxitos logrados. Hay personas cualificadas, sean o no de la cuerda del ministro, para establecer comparaciones, analizar datos y obtener conclusiones más o menos irrebatibles al respecto. Se llama ciencia y a ella le debemos el progreso de la humanidad. El que se pueda asumir que sobra la oficina y el oficinista principal en nada ha de afectar a la consideración de acertado o no que se merece el breve texto que ha publicado el ministro. Hay una locución proverbial que viene muy al caso: “No hay que mezclar churras con merinas”.
Cuando una intervención a un tweet con el que se puede o no estar de acuerdo es un simple «gilipollas», por poner un ejemplo, el debate constructivo se ha perdido y, lamentablemente, la cantidad de buenas ideas que podía tener el insultador quedan situadas en la nada. Si la única respuesta de un ser pensante a un contenido que genera polémica es un agravio, escaso margen deja para darle valor al calificativo “pensante”. En términos zoológicos, equivale su reacción al gruñido de un animal frustrado por no haber podido capturar una pieza alimenticia.
Estoy absolutamente convencido de que hay individuos con suficiente formación que pueden elaborar una sólida contraargumentación a lo afirmado por el señor Garzón. Es una pena que estas luminosas y necesarias exposiciones queden enterradas bajo una montaña de improperios que, aun viniendo de afines, consigue que prevalezca el atropello sobre la razón. Quienes saben y tienen la capacidad de hablar como humanos y como personas de bien no deben permitir con su silencio y aquiescencia que se impongan los bufidos de los que desconocen cómo desarmar una opinión contraria, por muy cercanos que puedan llegar a ser en lo ideológico o muy parejas estén las valoraciones hacia el ministro como representante público y como político.
Se pone en boca de Jean-Jacques Rousseau la siguiente cita: «Las injurias son los argumentos de los que no tienen razón». Lo de menos para mí es si es o no suya la afirmación. Me basta con estar de acuerdo con ella y con añadirle un complemento que, dentro del ámbito escolar, era una norma en las discusiones que aprendí desde muy chico: «Quien insulta, pierde».