Ego teológico

I. La Iglesia de la Vida. Existe, pero no atiende a los estímulos ni está cuando se está, aunque no deje de estar ni de dar sentido a cuanto se hace, pues todo, de una manera u otra, bajo su influencia nace. ¿Qué mayor deidad hay, dime, que supere a la Muerte, la más grande de las consecuencias, el inabarcable sumidero del azar? Ningún camino la elude porque ella es el destino último, el fin absoluto: más allá, nada; más acá, todo. Su nombre se halla en las baldosas del tramo existencial desde el instante mismo en el que el organismo respira, pues inspira y espira para no expirar y así vivirá para aplazar lo que pronto [corta es la vida] será inevitable: la muerte; o sea, la proclamación soberana de que a ella llegado hemos: «tú a mí, tú eres mío, yo soy tú». La diosa lo deja escrito desde el principio. ¿A quién engaña? Existe. Es, aunque no esté. ¿Por qué negarla? ¿Por qué pensar que representa lo malo cuando de su presencia se deriva la más valiosa de las enseñanzas: el amor a la vida? ¿Por qué no edificar la iglesia de la vida asumiendo que sobre el altar de las oraciones la única deidad posible es la Muerte? Sí, Dios es mujer. Siempre ha sido mujer y siempre, aunque resulte paradójico, ha sido la mejor defensora de la vida.


II. ¿Quién hizo a quién? ¿Que quién hizo a quién, preguntas tú, hijo de un padre que, a su vez, lo fue de tu abuelo, quien fue nieto de tu bisabuelo, un bisnieto de tu tatarabuelo, que fue tataranieto de tu trastatarabuelo y así, en un viaje inverso hacia el origen mismo de los ascendientes, que tuvo familiares directos durante la Revolución Francesa, en 1789, y, retrocediendo en el tiempo, en pleno descubrimiento europeo de América, en 1492, donde su sangre, que es la tuya, corría por las venas de quienes supieron de ese magno acontecimiento en el mismo instante en que se producía y que muchos, muchísimos años después, llegarían a ser tus trastarabuelos, tatarabuelos, bisabuelos, abuelos y padres; tantos casi, casi, casi, como muchísimos años antes, hacia el siglo V, en alguna comarca europea o norteafricana, quizás, quienes llevaban su sangre entonces, que es, recuérdalo, la tuya también, hablarían de cómo aquella Roma tan célebre ya no era nada, y seguramente se habrían encomendado a Cristo, para que les protegiese en esa incipiente Edad Media, teniendo en cuenta que sus padres o abuelos, o bisabuelos, o tatarabuelos, o trastarabuelos, o ve más atrás quizás habían encendido lumbres a Júpiter por idénticas razones que ellos, o a otra deidad, sea la que fuere, ahora no tenida en cuenta o considerada simple material de literatura, o al mismo Zeus, algunos siglos antes, si moraban por la Hélade o, por echar la sangre de tu padre, la tuya, no te olvides, a cualquier fuerza de la naturaleza en los tiempos donde se desconocía la escritura porque todavía no vivían en la Historia? Tú, que eres hijo de cientos de generaciones que adoraron a diferentes dioses, ¿me preguntas quién hizo a quién?[1]


III. Maldad relativa. Entre los mejores recuerdos de mis años bachilleres está el más bello de los suspensos que jamás he recibido como estudiante. La asignatura: filosofía; el curso: 1989-1990; el nivel: 3º de BUP; el contenido: silogismos; el docente: ¿Pedro Martínez, quizás?; el instituto: José Arencibia Gil de Telde.

Sigo. De todas las propuestas que debíamos analizar, una me encandiló hasta el punto de olvidarme del resto y dedicar la mayor parte del tiempo de la prueba a memorizarla. Yo, que tan mala retención tengo, que incapaz soy de reproducir poemas, que no me acuerdo de extractos literales de obras que he leído y releído, todavía recuerdo con exactitud las palabras que a continuación te reproduzco:

Si la maldad existe, pero Dios no quiere combatirla, Dios es malvado.

Si la maldad existe, pero Dios no puede combatirla, Dios es impotente.

La maldad existe.

Si Dios existe, no es malvado ni impotente.

Dios no existe.

Este era el texto; un escrito que he visto redactado de otra manera en bastantes fuentes diferentes a lo largo de los muchos años que me separan de la experiencia escolar. Se trata del conocido como problema del mal o paradoja de Epicuro, aunque no llegara a ser el filósofo griego quien la formulase, como afirman no pocos.

Con 16 años yo tenía claro que Dios no existía. ¿Claro? No, clarísimo. Dios formaba parte de un enorme saco cultural lleno de figuras que pertenecían a una suerte de panteón mitológico occidental que, desde el primer instante de luz que pudo atravesar mi intelecto, califiqué de falsos y, en consecuencia, estúpidos para el desempeño de los fines que justificaban su existencia en el imaginario colectivo. En esa valija, de manera simple, sin establecer categorías o gradaciones, estaba Dios junto con el Ratoncito Pérez, por ejemplo; si bien reconozco que, con el tiempo, aprendí a valorar la importancia de la divinidad como fuente de inspiración artística y cultural, cualidad esta que, confieso, me cuesta mucho atribuir a este personaje infantil de aficiones odontológicas.

Por tanto, concluir que la presencia de Dios es imposible no fue la gran contribución a mi vida del silogismo, sino la noción de mal; o sea, el moldeado en el torno de mi cosmovisión de un vocablo como “maldad”. El afirmar que existe presupone el que también esté su contrario, llamémoslo “bondad”. Ambos términos hacen alusión a cualidades que vienen prefijadas por la cultura, así, en general; una voz que cabría percibir en este contexto, grosso modo, como aquello que es consustancial al ser humano en tanto que ente pensante que adapta su presente a las circunstancias que vive y al conocimiento que le ha sido entregado del pasado. Mas como las coyunturas, por vaya uno a saber qué razones, son tan variadas entre los diferentes colectivos de semejantes nuestros y tan dispares las herencias recibidas, cabe inferir que no hay una sola cultura, sino muchas, lo que implica suponer que, igualmente, habrá una elevada cantidad de percepciones de lo que es la maldad y la bondad; tantas, que es muy posible que lo benigno para unos sea para otros lo maligno.

El silogismo me permitió deducir que es el ser humano el que existe; que la respuesta a «¿Quién hizo a quién?» no ofrecía duda alguna; y que Dios, como personaje literario, no pasaba de ser un comodín, un simple pretexto para buscar una solución a lo que realmente no la tiene: decidir científicamente qué es propio de la bondad y qué de la maldad.


IV. Sobre el inicio, un consenso disentido. Pongamos que el principio se articula de cualquier modo azaroso, difícil de prever. Aceptémoslo. Que no nos parezca mal para poder reconocer al menos que el final debería ser lo más calculado y preciso. Derecho a ello hemos de tener. Miremos al final desde el final. Así será más fácil volver la vista y verlo todo, desde el principio, desde el principio del principio, desde lo que dio sentido supuestamente a cuanto contemplamos. Fijémonos en el punto de arranque, el teórico, el que intuimos que se halla, aunque no lo podamos palpar; el cautivador de esperanzas al que unos denominan, con felicidad, Dios y otros, de manera más razonable y justa, incógnita: se sabe que está, pero no cómo es. Planteemos la existencia de ese comienzo, se llame como se llame; situémoslo donde consideremos mejor, pues carecemos de coordenadas ajustadas para establecer con precisión dónde cabe ubicar la palabra “origen”. Necesitamos que sea real ese columbrado sitio porque todo camino es necesariamente un segmento. Su razón de ser es dibujar el espacio entre dos puntos, donde uno inicia y el otro concluye. Un trayecto sin estas prerrogativas no es tal, se vuelve incertidumbre, vapor denso, tiniebla, infinitud que se desconoce dónde contener y sobre qué pedestal asentar para que sea humanamente tridimensional. Acepto tu Dios. Es bueno para ti. Me quedo con la incógnita. Es buena para la ciencia. Y para mí.


V. El mérito no hace la adhesión. No niego la influencia del cristianismo en la configuración de la cultura occidental, aquella con la que me identifico y sobre la que asiento mi cosmovisión.[2] El cristianismo, en general, y el catolicismo, de manera más concreta (y, algo más tangencial, el protestantismo y el anglicanismo) han contribuido a conformar esa poesía y retórica, esa música y ese arte que acepto como referentes estéticos y a los que me entrego, en consecuencia, con sincera devoción.[3] Mis admirados y queridos clásicos literarios del medioevo, renacimiento y barroco hispánicos, por ejemplo, no serían comprensibles lejos de la órbita marcada por los adoradores de Cristo; ni disfrutable y enriquecedor el tesoro de la Antigüedad que esos próceres, por sean cuales fueren las razones, preservaron con sus copias en las abadías y monasterios. Cómo no dar las gracias a estos cristianos. Cómo no agradecerles el trabajo hecho. Y lo mismo con pintores y músicos a lo largo de siglos. Cuánto debe Occidente a este movimiento religioso y, por extensión, a cuantos con su fe como estandarte de su inspiración han elaborado ambrosías que nuestro intelecto y nuestra sensibilidad han asimilado como nutrientes para nuestra visión de la vida. Pues bien, tras lo dicho, ¿se infiere que me postulo como cristiano? Sigo. Por el hecho de admitir un aspecto favorable del cristianismo, ¿debo ser considerado un seguidor de Cristo? ¿Valorar positivamente una parte implica reconocer la valía del lote completo?


VI. La puerta. Tras la puerta, todo, el cosmos entero menos, por lógica, la puerta misma: los millones de pensamientos, las obras y las omisiones…[4] Lo que se encuentra una vez atravesada contiene el espacio imaginario que es absolutamente inconmensurable pero finito: es el universo al completo, pero sin la abertura que permite acceder a él. Para unos, la puerta es Dios; para otros, con una media sonrisa, un delicioso ejercicio retórico. ¿Que por qué? Porque anida en la convicción la íntima satisfacción de saber que, en el trasunto de la afirmación, el error da la medida de la exactitud. La puerta no existe.


VII. It’s happiness, stupid! Entre los católicos, hay quienes hablan de la alegría del bautismo y la comunión, incluso de la confirmación. Nunca entendí esta felicidad a pesar de haberme criado en una familia cristiana y que mi experiencia religiosa se vertebre sobre esta circunstancia. Tampoco es que entienda los alborozos de otros credos amparados en la fe; pero como no forman parte de mi entorno cultural ni de mi pasado, poco interés tienen para el asunto que me mueve a escribirte. Sigo. No me enteré del bautismo y, lo reconozco, fui un inmenso farsante en mi comunión: no comulgué porque deseara pactar con Cristo, el mito, una suerte de orden moral para mi vida, sino porque quería recibir obsequios. No buscaba ni el cariño ajeno ni la celebración, solo regalos, objetos, bienes materiales…. Obviamente, a esa edad no supe descifrar los confusos sentimientos que me invadían: no creía en nada de lo que decía creer y no nada decía sobre aquello que no me causaba duda alguna. ¿No es este un motivo irrebatible para que algún hipotético Tribunal de la Rota Bautismal declare nulo el contrato que supuestamente firmé en su momento con mi participación en la primera eucaristía? Ante el incumplimiento, lo ético es darse de baja de la “asociación” y lo moralmente correcto es que te expulsen. Sigo. No hice la confirmación. ¿Para qué? No tenía que confirmar mi adhesión, sino mi despegue, mi alejamiento.

Vuelvo sobre el principio: jamás comprendí hasta qué punto era posible sentirse bien formando parte de una comunidad regida por la creencia a una divinidad. Cuando formalicé mi condición de apóstata y el responsable de atender estas peticiones en el obispado tuvo a bien dar su visto bueno para su tramitación,[5] lo entendí; por fin comprendí que unos son felices porque están dentro y que otros lo somos porque hemos salido y nos encanta estar fuera. ¿Lo mejor? Que sabemos lo que es la felicidad, al menos en este reducido aspecto de nuestra condición humana.


VIII. Lector de similitudes mitológicas. En las acepciones 2, 3 y 4 de la palabra “mito”, el DRAE recoge las siguientes definiciones: ‘Historia ficticia o personaje literario o artístico que encarna algún aspecto universal de la condición humana’, ‘Persona o cosa rodeada de extraordinaria admiración y estima’ y ‘Persona o cosa a la que se atribuyen cualidades o excelencias que no tiene’, respetivamente. En este mismo diccionario, la voz “mitología”, en su segunda acepción, recoge el siguiente significado: ‘Estudio de los mitos’. Dicho esto, pregunto: ¿Por qué me afean que reconozca como mitológico cuanto se expone en el Nuevo Evangelio y que mi actitud ante mis lecturas bíblicas no sea diferente a la que mantengo frente a cualquier texto de ficción? ¿Jesucristo? Un mito sin duda alguna. Como así lo concibo, lógico es suponer que, donde rige mi intelecto, su naturaleza no difiera de otros personajes presentes en los credos de otras civilizaciones. ¿En qué medida son inválidas las creencias de romanos, griegos, mesopotámicos o egipcios de la Antigüedad cuando se contrastan con las de los actuales cristianos, musulmanes, judíos o zoroástricos? No soy creyente, soy lector; un lector que percibe que los emisores son similares y los mensajes no muy diferentes.


IX. Para sobrevivir al azar. Siendo, como es, más lo iniciado que lo acabado, por ser condición humana la curiosidad y por no ser muy extendida la capacidad para dar fin a lo empezado, es necesario contemplar que es más lo inacabado que lo que se muestra en su totalidad. Y siendo la existencia humana tan breve, convendrá concluir que son más los desvaríos, en forma de preguntas sin respuestas o acciones sin causas, que las enhebradas. Entre estas, entre las que llegaron a buen puerto, no hay ni una que pueda atribuirse a la influencia directa de ninguna deidad, sino a la voluntad de quienes las emprendieron. Voluntad. Repito: voluntad. Qué palabra tan intrínsecamente humana, tan honda y profundamente humana porque conduce a deshacer la volátil y caprichosa voz “destino”. Si no hay destino, no hay ruta predeterminada por ninguna divinidad en tercera persona del singular a la que tengamos que dirigirnos. Voluntad, insisto. Sobre ella se edifica el fin último del ser humano: sobrevivir al azar.


X. Confuso celibato. Yo ahí lo dejo, mas líbreme quien tenga capacidad para ello de querer meterme a ordenar la casa que no me corresponde. Que cada uno remueva su olla como mejor le parezca, que sirva lo que considere oportuno y se guarde aquello que prefiere degustar a solas. Que claro esto quede, pues nada oscuro hay en ello. Planteada la excusatio non petita, asumo que nos queda la accusatio manifesta, por lo que aprovecho a disculparme de antemano. Y todo este barullo porque una solitaria pregunta tengo que formular y mucho me dolería que se pudriese donde está, pues ningún mal hay en ella ya que humilde hija de la curiosidad es. No más. Compruébalo tú mismo: ¿Por qué el catolicismo, cuando aboga por el celibato de sus representantes, ya sean hombres, ya mujeres, renuncia a expandirse y a consolidar su mensaje? ¿Por qué impedir la natalidad y la formación de familias a sacerdotes o monjas que, a mi juicio, son los que mejor cualificados están para enseñar a sus potencialmente numerosos hijos las virtudes de la palabra sagrada de su dios? ¿Qué gana una religión reprimiendo la posibilidad de que no solo se multipliquen sus fieles, sino de que estos posean un nivel superior de adhesión a la creencia por mor del entorno familiar donde se han desarrollado? ¿Es una buena estrategia supeditar la expansión y la consolidación aludidas a la exposición puntual de mensajes que, vistos con perspectiva, por su brevedad, circunstancia y descontextualización, corren el riesgo de diluirse en el trajín de la cotidianeidad? Y que conste que no tengo ningún interés particular por que los representantes del catolicismo abandonen su celibato. En realidad, poco me importa que lo dejen o que lo mantengan. Pregunto simplemente por sana curiosidad, como ya indiqué; y desconociendo si la cuestión que planteo, a la larga, puede que no sea tan baladí.


CODA. Divina moción de censura. Si este mundo, entregado por los humanos a diferentes dioses, se muestra tan lleno de sombras y tinieblas como muchos afirman amparados en sus credos, pregunto: ¿no va siendo hora de desalojar del gobierno de las conciencias a las deidades para que la humanidad, sin más ataduras, emprenda de una vez por todas el camino que le lleve a la esperada luz? ¿Qué tal una moción de censura a las jefaturas de los Estados celestiales?


[1]. Una variante más extensa y documentada de este texto se publicó en mi Cuestiones Objetivables Vislumbradas Inquietamente Después (del) 19 (Mercurio Editorial, 2020) bajo el título: «Del tiempo, abcisa. De diestra a siniestra: tramo de la carga».

[2]. Por eso hablo del cristianismo y no de otras religiones que no han formado parte de mi vida. Mensaje dirigido a los que van por ahí diciendo que se ataca al cristianismo y, en concreto, al catolicismo porque no hay valentía suficiente para hacerlo con el islamismo, por ejemplo. El islam no ha formado parte de mi vida; el cristianismo, sí. Los ritos religiosos en los que he participado a lo largo de mi vida (bautismos, comuniones, confirmaciones, matrimonios, funerales, entierros…) han estado vinculados siempre con el cristianismo. Por eso, repito, hablo del cristianismo y, para ser más específico, del catolicismo.

[3]. «Sincera», repito, pues no todas las devociones lo son…

[4]. Como la célebre foto de Collins donde aparece el Eagle con sus dos compañeros saliendo de la Luna y, al fondo, el planeta Tierra. Todos los humanos habidos y por haber están en esa foto, menos quien la hizo.

[5]. Véase el tercer acto del segundo bloque de mi Los cuartos y los finales (Mercurio Editorial, 2019), intitulado “Yo, apóstata”.