Puedo entender, captar, hacerme una idea —aunque no sea muy diáfana ni precisa—, de lo que quizás sientan los que son atacados en una guerra, los que ven morir a seres queridos y a vecinos, los que toman decisiones traumáticas como abandonar el lugar que habían llamado hogar para adentrarse en la incertidumbre de una emigración cuya única justificación es la de la supervivencia. Puedo sentir el dolor, la rabia, las imprecaciones…, aunque no sea capaz de ajustar su intensidad ni de precisar el punto exacto donde la razón se turba y la explosión de la impotencia agita el sufrido organismo; y sucumbir al impulso empático que conduce a la solidaridad y al deseo de que la adversidad que aqueja a mis semejantes se torne cuanto antes en la fortuna de la paz y el remanso de una esperanza que permita, aun con las imborrables cicatrices de la experiencia visibles para siempre, el atisbo de un regreso a una cierta normalidad vital en la que sea posible ver amanecer y atardecer sin miedo.
Mas la comprensión sentimental, la adhesión emocional, la cordial alineación que hallo para los atacados no consigo detectarla hacia los atacantes, aunque entre ellos se encuentren a tipos que, seguramente, no querrían estar donde están ni hacer lo que hacen. No niego la honda curiosidad de naturaleza antropológica y psicológica que me produce el saber con qué ánimos, por ejemplo, van a cenar los responsables de que ese día hayan muerto inocentes o, dado el incuestionable valor de la vida, una indeterminada cantidad de seres humanos, así, sin más.
Aquellos que apretaron el botón que activó la bomba, el gatillo de la metralleta, el… no sé qué que pusiera en marcha el objeto mortífero, ¿cómo se acuestan? ¿Acaso con la sensación del deber cumplido? Los que contemplan la destrucción que han ocasionado a hospitales, escuelas, edificios de viviendas, centros culturales, vías de comunicación, etc., supongo que sentirán la satisfacción que produce el atender de un modo adecuado la orden de hacer imposible la vida de los que no merecen el calificativo de enemigos. (¿Qué animadversión puede haber entre quienes ni tan siquiera se conocen? Los adversarios, para ser tales, además de estar bien identificados, han de tener motivos que justifiquen la hostilidad.)
Pero cuando en ese perturbado cumplimiento de la obligación se arrasa con seres humanos, ¿cabe alguna satisfacción? ¿El soldado W, después de haber participado —con mayor o menor implicación— en el fin de unas vidas que no contaban como extinguibles para la biología, cenará a gusto con sus compañeros? Un caldito de entrada al que le seguirá un buen filete, algún postre, todo regado con una bebida graduada, sobremesa de cháchara; y luego nada, a dormir, que mañana hay mucho que hacer. ¿Ya está? ¿Así, sin más? ¿«El muerto al hoyo y el vivo al bollo»? ¿Acaso lo hecho permite concluir, en la cama, instantes previos a que el sueño derrote a la vigilia, que la de hoy ha sido una jornada productiva? Repito: ¿Productiva?
En este desvarío de sensaciones, pienso en el concepto que representa la voz “kamikaze”; en el estrecho vínculo que mantiene con el ámbito militar y, de algún modo, con lo que tiene que ver con la moral; y también en la desconcertante noción de compensación que encierra. Imagino que si cada soldado pagase con su vida las que arrebata, alguna extraña percepción de equilibrio podría llegar a tomar asiento en el ánimo y, con ella, la conclusión de que la conciencia se impuso al deber, que el peso del arrepentimiento hizo sucumbir la estabilidad del que, probablemente, no sea justo señalar como criminal porque no padecía ningún desequilibrio mental que le llevase a ver en el homicidio una solución o un placer. ¿Su mal? Es posible que una desnortada voluntad por atender a los amorales requerimientos de sus superiores en un corazón de naturaleza pusilánime; un infernal miedo al castigo que conlleva la deserción o, ya puestos, la sublevación, etc.
Entonces sí podría llegar a entender (o estaría próximo a ello) su sufrimiento, su sensación de callejón sin salida, su atroz determinación por que una existencia arrastrando cadáveres como eslabones de cadenas no es una vida —sobre todo cuando entre las víctimas hay quienes no tuvieron oportunidad de defenderse ni de huir—; y que, para eso, lo mejor es… pues eso. ¿De este probable entendimiento surgiría la solidaridad? Quizás. No lo sé. No soy capaz de asimilar en su totalidad si cabe hablar de resarcimiento en esta suerte de «quid pro quo».