I
Inmensamente humana. Así es la protagonista de El evangelio según María Magdalena de Cristina Fallarás (Ediciones B, 2021). Intensa e inmensamente humana es esa anciana que, ya en la recta final de su vida, se dispone a dejar por escrito sus verdades acerca del nazareno y, por encima de todo, sobre cuanto lo elevó a la categoría de mesías: un conjunto de hechos que, a su juicio, están pervertidos por las versiones que han fijado y difundido los que fueron sus discípulos.
Este viaje al pasado conformará una suerte de autobiografía de la que se desprenderá una primera y sólida conclusión para entender la obra: que ella no “nació” en el instante en el que apareció en su vida el profeta, en la casa de Leví, luego llamado Mateo. Cuando ese encuentro se produjo, ella atesoraba ya una experiencia vital y una fortaleza y capacidad de supervivencia y liderazgo superiores a las de muchos de sus contemporáneos y de los vecinos con los que vivía y trabajaba, incluido el propio Jesús. El mesías es, sin duda, su pasaje existencial más intenso, no lo niega, pero hubo un antes y un después de su presencia en los que no dejó de ser quien era.
La gestión del patrimonio empresarial que heredó de su padre y la participación activa en el desarrollo de los acontecimientos que convirtieron en mito al predicador judío muestran el carácter y la fascinante personalidad de esta María Magdalena que, a pesar de su avanzada edad y de la asunción de que poco es lo que le ha de faltar para que sus días acaben, conserva sin merma, como declara, «la furia que me enfrentó y me enfrenta a la idiotez, a la violencia y al hierro que imponen los hombres sobre los hombres y contra las mujeres» [pág. 9].
“Idiotez” y “violencia” son dos términos muy presentes en su discurso y, en consecuencia, muy representativos para el propósito de su escritura porque sintetizan la visión que la protagonista tiene sobre el mundo al que se encara y del que, sin poderlo evitar, formará parte cuando se sume a la comitiva del nazareno. Los manipuladores dan vía libre a los fanáticos, los alimentan, los justifican, les dan una razón de ser; y estos, a su vez, permiten que adquieran entidad propia los violentos. Es la violencia, en última instancia, el mal absoluto, lo más inhumano que cabe exteriorizar. Valga como prueba de su posición esta certera observación que anota al hilo de las torturas padecidas por el nazareno:
«De la misma manera que he evitado explicar lo que conlleva el hecho de engendrar, no osaré describir la tortura sobre la carne propia. Sí lo que supone contemplarla en un cuerpo al que amas. No soy capaz de comprender qué lleva a un hombre a reventar la carne de otro, y una vez reventada, insistir en el tajo. Sacudir, esperar al morado florecer total del golpe, y volver a sacudir para reventarlo. Esta afirmación mía carece de toda retórica. Un hombre armado se enfrenta a otro desnudo e indefenso. Entonces, procede a golpearlo, rajarlo, fustigarlo mientras contempla cómo el dolor que causa quiebra no solo el cuerpo de su víctima, sino su ser sobre esta tierra convirtiéndolo en grito, súplica, mero organismo descontrolado en heces; y después retoma su azote, ya sobre la sangre y carne abiertas al más salvaje ejercicio de humillación. ¿Qué siente ese verdugo justo antes del instante en el que sabe que la inconsciencia sucederá a lo insoportable? ¿Qué le lleva a hacerlo? ¿Qué le impide parar? ¿Qué le empuja a seguir? Me voy a permitir ir más allá. ¿Qué razón lleva al otro, la víctima que va dejando de ser un hombre, a considerar que tal entrega al mal extremo puede reportar, a él o a cualquier otro, un beneficio?» [209-210].
La novela se convierte en un alegato sobre el valor de la vida señalando cómo nocivos a quienes la atacan causando sufrimiento y muerte desde su maldad, su estupidez y su brutalidad. Por eso, en un primer encuentro con el predicador, le reconoce que no habla de política porque solo ha traído a su vida violencia y dolor [90] y por eso señala de manera airada y contundente a Pedro Simón y a Pablo de Tarso: «Los maldigo por mentirosos, por usar la mentira para construir más mentira de la que sacar provecho y poder. Los maldigo por pervertir toda la construcción de un mensaje de vida, ¿qué vida?, y elegir la muerte para convencer a los incautos» [216].
A través de capítulos muy breves, que consiguen transmitir la sensación de que estamos ante retazos de esa memoria de emociones y acontecimientos, aprendizajes y claudicaciones, en la que se ha de convertir su escritura, como apunta la protagonista en el primer capítulo, los hechos históricos que se recogen en la novela se fijan bajo dos parámetros que, en apariencia, pueden dar la impresión de ser opuestos, pero que no lo son: por un lado, está el que, desde una posición externa que afecta al ámbito de la autora, marca la preposición “según” que aparece en el título, que fija una distancia entre el testimonio de la protagonista y esas versiones distorsionadas que está denunciando y que vendrían a conformar lo que a la larga sería lo que se reconoce como el Nuevo Testamento. Es la misma actitud distante que cabe ver en el Jesucristo de Saramago. No estamos ante nuevos evangelios, sino frente a lo que podría haberse elaborado como una suerte de exégesis que, por su consistencia conceptual y expresiva, termina adquiriendo una autonomía propia.
Por otro lado, está la perspectiva contraria a esta distancia, la que se compone sobre un yo que, afín a la persona que representa, es tan independiente y firme en sus convicciones que, por coherencia, renuncia a la falsa objetividad propia de quien relata en tercera persona los sucesos de los que afirma haber sido testigo. La individualidad que atesoran los acontecimientos relatados por María Magdalena se sostiene sobre la constante apelación a su modo de ver el mundo y a las circunstancias que la han convertido en la mujer que es: huérfana de madre, fue criada por un extraordinario hombre, como se deduce que fue su padre, un adinerado empresario de conservas de pescado que procuró educarla en la libertad exigiendo para ello que se culturizase, que no se atase a lo que la tradición dicta por ser mujer y que fuera partícipe activa del terrible día a día que vivían, contemplaban y atendían el grupo de doctoras que se había establecido en su casa bajo la protección de su progenitor. «Mi padre, las doctoras, los almacenes, la gran casa, el mundo cerrado y privilegiado en el que crecí y me formé me permitieron tomar la firme decisión de no desposarme ni, por supuesto, engendrar» [34-35]. Tras el asesinato de su padre, fue a Roma, donde estuvo durante muchos años. Allí alimentó su odio multiplicando su trabajo, su fortuna y sus desafíos, como expone en el capítulo nueve. Regresó convertida en «una mujer durísima, poderosa y salvaje» [52], una mujer rica que tuvo que enfrentarse a esa «sensación primitiva de ofensa» [55] con la que era mirada por sus paisanos. Entre ser discreta y limitarse a sus quehaceres en la empresa familiar o rechazar el ocultamiento, escogió no ocultarse y dejar bien claro quién era [125-126]:
«Ellos esperaban la llegada de la hija del comerciante asesinado, la heredera, la griega, la romana, la acaudalada joven caprichosa y decadente a la que señalar, denostar, a la que convertir en símbolo de lo indeseable. Yo era una amenaza, y así me lo recordaban cada vez que me despistaba y abandonaba mi lugar» [72].
Esa es la mujer que, consciente de lo que está oyendo y leyendo, decide tomar la palabra para acusar y mostrar su desprecio, también de una manera constante en su exposición, a Pablo de Tarso, uno de esos que, como denuncia, construyen sobre el recuerdo del mesías mecanismos orales de sometimiento, «artefactos, escritos que transforman en piedra sillar todo aquello que él vino a combatir» [38]. Rechaza cualquiera de sus textos y los de quienes «vierten su propia necesidad de permanecer en escritos de supuesta doctrina. Y, de ese modo, los intoxican» [131]. Su denuncia es reiterativa porque es el leitmotiv que impulsa su escritura: «[…] hago saber que lo narrado por Pablo de Tarso y el resto de supuestos concurrentes, todos los falaces testimonios de los miserables que, sin haber acompañado al Nazareno, se alimentan de él, no son sino patrañas» [200].
La imagen del profeta que promueven está distorsionada, ajustada al propósito que buscan y que, al parecer, siempre según la protagonista, van consiguiendo poco a poco. Ese nazareno taciturno, ensimismado y de una serenidad enervantes que se difunde es contrario al que ella conoció: alegre y proclive a la conversación, la música, la danza… [88]; los sucesos del monte de los Olivos que se extienden no son ciertos, pues ella estuvo ahí y comprobó in situ qué hicieron sus seguidores y su círculo más próximo, lo que le permite afirmar que:
«El camino de ese hombre desde la cena hasta recogerse en el monte fue el de un alma sola que había suplicado sostén a sus compañeros, su familia, y no lo había recibido. Después y hasta su prendimiento, durante un tiempo insoportable ya encarnaba un interrogante de piedra. Pude, pudimos contemplar cómo iba enrocándosele el cuerpo sin respuestas» [197].
Ella señala a los mentirosos consciente de que frente a la manipulación de los hechos se halla la certeza de lo que se conoce y el reconocimiento de lo que es ignoto. La protagonista habla de lo que sabe y esta actitud de honestidad intelectual queda resaltada en numerosos pasajes de la novela, como cuando declara, por ejemplo, que «después de contemplar tanta bestialidad, tanto cuerpo roto, sigo sin saber qué siente una madre ante el cuerpo de su hijo en agonía. Tampoco ante la dicha. Yo no he gestado» [15]; o cuando reconoce que desconoce la magnitud del daño que sufrió el nazareno en la casa de Poncio Pilato porque nunca ha experimentado nada parecido [209], que ella solo puede hablar de lo que sí sabe: el sufrimiento que da contemplar el dolor en el cuerpo de alguien que amas. Mostrar lo que se ignora contribuye a afianzar la consistencia de lo que se defiende con seguridad.
La suya es una escritura que busca contrarrestar la influencia que están teniendo los textos de Simón Pedro y de Pablo de Tarso: «me pesa la certeza de que sus escritos permanecerán por encima de la verdad, su invención por encima de lo que sucedió» [231]. No es odio lo que siente cuando se dirige a estos discípulos, quizás porque considera que este sentimiento «es un tesoro demasiado valioso como para entregarlo a las cabras» [50], sino una «furia íntima, abrigada, contra la idiotez», un coraje que se alimenta de una experiencia vital que queda cuestionada por las interpretaciones de los apóstoles que, sumidas en la nostalgia de lo que no se conoció, pudieron «infectarse de melancolía o tornarse subversión» [18]. Parece decirnos María Magdalena que los evangelistas, a partir de sus ficciones, pudieron volverse poetas, pero se convirtieron en revolucionarios. Con el fin de aligerarse en lo posible, como señala en el quinto capítulo, opta «por lanzar un relato al futuro de la misma forma que otros lanzan una estirpe» [200]. Es su última contribución a la causa que le llevó a entregarse al nazareno sin perder la noción de sus convicciones.
II
Aunque la materia literaria se distribuye en cincuenta breves capítulos dispuestos en igualdad de condiciones, detecto que, por su contenido, cabe agruparlos en cinco bloques. El primero va de los capítulos 1 al 9 y se ocupa, por un lado, de justificar la razón que mueve a la protagonista a componer sus selectivas memorias; y, por el otro, exponer quién es y cómo era su vida antes de la llegada del nazareno. María Magdalena muestra la influencia que sobre su personalidad y cosmovisión han ejercicio algunos acontecimientos de su juventud, sobre todo en la asunción de ese pragmático sentido común que, a la larga, será muy útil para el maestro, pues hará de contrapeso frente al modo de ser de sus discípulos. Sus “peros” aportan, suman y son consecuentes. Ella actúa de acuerdo con lo que cree y su lealtad es tan firme como transparente. Los hombres que siguen al mesías son cobardes. No cuestionan nada. Aceptan sin más.
En el segundo bloque, que se sitúa entre los capítulos 10 y 16, se inicia el conflicto. La protagonista ve peligrar su estabilidad económica y consecuente independencia cuando dejan la pesca quienes le suministraban el producto para su industria de salazones. Este abandono obedece a la llegada del profeta. Oye hablar de él y percibe que su presencia es vista por los pobres como el camino por donde transitar para mejorar su situación.
El tercer bloque ocupa los capítulos 17 al 27. En estas páginas nos aproximamos al mesías cotidiano. El encuentro entre ella y Jesús se ha producido. Él ha dejado de ser un desconocido de quien se hablaba para ser alguien muy presente en su vida. Hacia el final de este apartado se produce un hecho revelador para la protagonista: una hemorroísa es sanada por las doctoras y el mesías le dice que no cuente la verdad de lo ocurrido [134]. En ese instante, María Magdalena descubre que será importante, para acabar con el poder que los subyuga, el uso de armas como la manipulación.
El cuarto bloque agrupa los capítulos 28 al 48. En ellos se hace inevitable el final que tuvo el profeta. El Sanedrín y el sumo Caifás se impacientan con la presencia del que ya se oye llamar como Rey de los Judíos. Su modo de romper con lo establecido les mueve a exigir responsabilidades. Abarcan estos capítulos todo el proceso final de la vida de Jesús, desde que acepta ir a “provocar” a Jerusalén en plena Pascua y su entrada en la ciudad sobre un asno (cap.34) hasta la crucifixión en el monte Calvario y el entierro en el sepulcro de José de Arimatea, pasando por el falso milagro de los panes y los peces [165], que acabó convirtiéndose en un acto caritativo encabezado por la protagonista; por el descubrimiento de que el propósito de Jesús desde el principio había sido inmolarse: «Si entras en un lugar sagrado para un pueblo entero, históricamente sagrado, si decides hacerlo en el momento de su mayor celebración, si una vez dentro y seguido de miles de incondicionales eliges la mayor afrenta posible y la llevas a cabo, si haces todo eso, solo un cretino puede creer que tal acto responde a un arrebato» (182); y por los desconcertantes momentos vividos, por una parte, en la conocida como última cena, en la que no intervinieron las mujeres («Entendí que se trataba de no obligarnos a participar de lo que iba a suceder: una vergüenza, el retrato putrefacto de aquellos que se hacían llamar sus discípulos, algo que muy poco después sería manifiesto» [191]), y en el monte de los Olivos [195-197] por la otra.
El quinto y último bloque abarca los dos capítulos finales de la novela, que se han planteado como una serie de reflexiones en torno a tres voces indispensables de cara a la justificación de la obra: la ignorancia, la maldad y la violencia.
Conviene destacar del conjunto, de esa totalidad intitulada El evangelio según María Magdalena, que estamos ante un texto de ficción. Solo eso. Punto. No perdamos la perspectiva ni el tiempo buscando aviesas intenciones. Es un texto de ficción que se articula sobre una serie de pensamientos expuestos a partir de una envolvente prosa, en ocasiones sumamente lírica, que a nadie daña ni ofende. Es más, estoy absolutamente convencido de que si aquellos que ideológicamente se sitúan en el lugar opuesto al de la escritora se tomaran la grata molestia de leer estas páginas y lo hicieran sin reservas mentales, sin duda alguna serían capaces de encontrar una María Magdalena que puede encajar a la perfección con el mundo que aceptan por válido y necesario. Todo en el personaje es humano, intensamente humano.
Hay un tratamiento muy respetuoso de la autora con las figuras de la mitología cristiana, empezando por la del mesías y siguiendo con la de sus primos y familiares. En ningún momento se trazan expresiones que deban conducir a una movilización airada de los defensores del cristianismo y de las sagradas escrituras. A Fallarás no le ha hecho falta acudir a la caricatura para destacar la fortaleza moral de su personaje a la hora de marcar su posición ante los acontecimientos que narra. No hay quejas infames ni grotescas pinceladas, no hay señalamientos ofensores ni propósitos dogmáticos. Al contrario: hay un exquisito ejercicio literario, muy lírico en sus formas, que consigue envolver con singular humanidad a un controvertido personaje del cristianismo.
Los únicos señalados de manera negativa en estas páginas son los que han contribuido a deformar el mensaje del nazareno y, sobre todo, los fanáticos y los violentos que justifican como argumento para sus tesis y proclamas el uso del dolor físico y de la muerte. El universo que contempla María Magdalena, en el fondo, es el que ha acompañado a la humanidad desde sus orígenes, un mundo donde las diferencias quedan establecidas entre los que son verdugos y los que son víctimas, entre los que dañan y los que son dañados.
Lo expuesto me lleva a considerar desacertada la promoción de la novela a partir de mensajes como los que se puede leer en la faja del tomo, en algunas páginas de internet, etc., pues inducen todos a unas conclusiones sobre la novela que, a mi juicio, son erróneas. Creo que es incorrecto vender el producto aludiendo a posibles afirmaciones hechas por seguidores de Jesucristo ofendidos o por contrarios al cristianismo felices por disponer con una nueva “arma” argumentativa para defender sus posturas. No me gusta. Es posible que desde el punto de vista de la mercadotecnia tenga su validez, imagino que cuantificada en razón de las ventas y de lo que se pueda hablar de la obra en tertulias polemistas; pero desde lo que corresponde al marco de la literatura, el de las palabras con fondo y con forma, esta manera de mostrar al posible lector el título es contraproducente. La novela tiene mucha calidad y se merece un enfoque que ayude al enriquecedor debate que propone sobre las versiones que tiene la verdad y las distorsiones que provoca el fanatismo.
No conviene desviar la atención con voladores cuando estamos ante un texto que, como el ya citado de Saramago, posee un valor singular. A partir del marco lingüístico, documental y antropológico desde el que se plantea el discurso se puede aceptar que la versión de los hechos novelescos de María Magdalena posee el mismo rasgo de veracidad que atesoran los textos bíblicos. Los acontecimientos del pasado se alteran, la memoria se mueve por impresiones y la escritura no es más que el sedimento de lo que se conserva cuando el olvido y la retórica se fusionan. Lo que cuestionamos a la protagonista es lo mismo que debe objetarse a los evangelistas.
Pienso ahora en el capítulo 46. Me sitúo al principio, donde se cuenta cómo hay una muchedumbre contemplando al que será crucificado en breve. Magdalena desmitifica la escena, la vuelve vulgar, cotidiana, lejana de la importancia que tiene. Quienes ven a Jesús no ven al mesías, sino a un condenado más. La escena carece de relevancia para los que la ven. Es un mero entretenimiento. Ninguna turba humana impidió la crucifixión, nadie hizo frente a quienes terminaron poniendo en una cruz al Hijo de Dios, al que se dice que reconocían como Rey de los Judías, al mesías deseado, al profeta de la esperanza… Nada. Contemplaron la escena con mayor o menor agrado, disgusto, piedad, curiosidad. Nada. Los evangelistas no hablan de ningún levantamiento; María Magdalena, tampoco. ¿Cómo es posible? Hacía bien poco que una multitud lo recibió cuando iba sobre un asno entrando en Jerusalén. ¿Dónde estaban todos aquellos que hablaban convencidos de los milagros? ¿Quiénes no hubiesen dado su vida por quien, como se decía y se anunciaba, iba a salvarlos a todo? Al fin y al cabo, «quienes nada tienen más que impuestos y un futuro de parir o bregar, nada pierden construyendo una esperanza» [82].
María parece tenerlo claro: «Todo aquel que había seguido al Nazareno, cada cual con sus fantasías, se esfumó ante la condena y la crucifixión» [222]. No hubo ese levantamiento que le anunció a Herodes que se podía producir con la muerte del predicador [212]. La posterior enconada sangrienta solo fue el resultado de una frustración, la de los zelotes por no haber conseguido liberar su tierra del yugo romano. Esta verdad, esta certeza, esta evidencia debe testimoniarse, no puede desaparecer con ella, de ahí la necesidad de la escritura; en buena medida porque, aunque sabe que «no pueden matar las palabras», como le llegó a decir el predicador, las palabras mutan y llegan a prostituirse, y no es posible calcular hasta qué punto pueden ser sometidas o transformadas en silencio [108].
Sobre el alcance de los mensajes y su interpretación, deja caer la protagonista una observación que merece tenerse en cuenta porque está relacionada con el uso desmedido y turbio de los símbolos y las metáforas en el lenguaje religioso: «Hablaba con sentencias confusas, pequeñas historias para alimento de ignorantes que resultaran lo suficientemente nubladas para cubrirlo con un manto de transcendencia, algo que a veces refulgía y otras resultaba oscuro» [138]. Los discípulos del mesías transmitirán sus enseñanzas siguiendo como principio rector de su escritura esta manera de utilizar el código literario. La ignorancia y la necesidad de los receptores serán las que den validez de verdad universal al mensaje ininteligible de estos revolucionarios que declinaron ser poetas y terminaron beneficiando a los poderosos, sobre todo a los más peligrosos: los que carecen de cinismo, que son analizados de manera encomiable al principio del capítulo 32.
En este lance de dudas y contradicciones, el texto de Fallarás adquiere un carácter revelador. Magdalena no niega nada de lo que tuvo con el nazareno. Es más, hasta reconoce que, de algún modo, lo amó (emociona su encuentro con el amado tras ser bajado de la cruz [226]) y que su mensaje caló en ella quizás mejor que nadie, como cuando recuerda de la última cena un detalle significativo que sus discípulos parecen haber olvidado: cuando «dijo “comed y bebed”» y «ninguno de ellos cayó en la cuenta de que su invitación habitual era “comamos y bebamos”» [191]. Lo amó a pesar de la consideración tan poco positiva que le merecen los profetas cuando los define como simples seres humanos con tiempo y sin obligaciones: «¿Qué mujer tendría tiempo entre parto y teta para intentar elucubraciones, elucubraciones que para mayor gravedad no suponen alimento alguno para la prole? Las criaturas no comen palabras. La luz de los iluminados no alimenta» [102]; o de llegar a cuestionarle su rechazo al dinero: «Te permites decir eso, detestar las riquezas, porque duermes en mi casa y comes en mi mesa» [130], como le dijo en una ocasión.
Lo amó, aunque le irritara la vida regalada que parecía propugnar con sus discípulos: «El alimento procedía siempre de algún lugar al que ellos no creían pertenecer. Aquellos hombres predicaban el amor, como el propio Nazareno, y me pregunto qué pensaban que significa el amor. ¿De qué se trataba amar, según ellos, si no se alimenta, se cría y se teje, si no se cuida de la higiene y la enfermedad?» [162]; o dieran pie sus palabras a las infantiles pretensiones de los seguidores:
«Qué fácil pensar que, sin moverse del sitio, el alimento caerá del cielo, que su Dios les dará de comer, amparo y techo, que les vestirá como hace con las flores del campo, ese tipo de bobadas que han pasado de padres a hijos por generaciones como si se tratara de sabiduría. Santones, religiosos, profetas, sabios, políticos, revolucionarios, sí, pero ¿quién ordeña cabras y ovejas? ¿Quién amasa el pan? ¿Quién maneja el horno? ¿Quién teje? ¿Quién se ocupa de la higiene en los lugares del descanso y donde los alimentos se consumen? ¿Quién espanta a las alimañas?» [117].
Lo amó incluso cuando, apoyando los labios en la cabeza del profeta, tras escuchar las sandeces de sus ebrios discípulos en la última cena y sus declaraciones de fidelidad, que respondían a la afirmación del maestro de que lo iban a matar, le dijo un impactante: «Yo no financio sacrificios» [193].
Aun así, repito, amó al nazareno hasta el punto de formar parte voluntariamente de su círculo privado más íntimo a pesar de su declarada independencia y de su manera de ver el mundo, o de que muchos de sus mensajes le parecieran un ejercicio enfadoso de banalidad (p.ej.: «Quien crea en mí vivirá para siempre», [160]). ¿Las razones de este seguimiento? Múltiples. Porque deseaba de alguna manera volver a comenzar, dejar atrás un pasado y un presente que, tras los avatares, se sintetizaban en las vidas de la única familia que le quedaba: Ana, las doctoras y el Gigante [84]. Porque quería ir más allá de esa totalidad que en sus días representaba esa curación de cuerpos salvajemente heridos que atendían Ana y las doctoras, y que Leví simplificó, en su propósito de animarla a participar de la corriente que representaba el profeta, «en la posibilidad de vivir en paz o, al menos, sin amenazas» [95]; y esto la llevaba a la idea de la vida, del valor supremo que atesora y que fuerza a no «detenerte en el mal ni mirarlo a la cara» porque «el mal te absorbe, tira de ti hacia el lugar donde ya no eres humano y anula toda capacidad de respuesta. El mal fascina» [223]. Porque veía en él la posibilidad de desmontar unas tradiciones que, como afirmaba el nazareno, no existían porque sí [55] y constataba la coherencia de sus palabras con el modo de actuar tanto de él como de los suyos: «no ayunaban ni respetaban el sábado, y además sentaba a su mesa a gentiles y mujeres» [105]. Porque atisbaba la posibilidad que fuera él quien, quizás, pudiera dar luz sobre las invisibles, las que eran despreciadas por haber decidido no gestar [63] y también, cómo no, sobre las que tenían un nombre propio que iba más allá de la genérica denominación de “mujer” [106] o del hiriente “prostituta” [229].
Lo amó, sí, y lo reconoce: «Al final fue también la ternura lo que me empujó a acompañarle, a él y a lo que le sucediera, hasta hoy, hasta el resto de mis días» [132]; a pesar de asumir gracias al paso del tiempo que esos caminos vitales confluyentes, aparentemente sincronizados, en el fondo divergían más de lo imaginable porque, en el fondo, muy poco es lo que se puede hacer cuando se está ante un individuo de una excepcional singularidad:
«Cuando te enfrentas a un ser humano cuyo brillo, y dicho brillo emana de algún tipo de inteligencia, desnuda el orden establecido, al seguirle no puedes esperar que construya un orden mejor. He tardado varias vidas, he tardado hasta ahora mismo en enunciar lo que acabo de escribir. Aquel que cuestiona un orden, que lo desnuda utilizando su propia existencia, no construye otro. No puede. Porque no hay orden en él» [184]
La declaración más intensa de este reconocimiento de la disparidad en esta autobiografía quizás esté en estas palabras:
«A él, el Nazareno, y a mí, María la Magdalena, nos juntó nuestra deformidad. Éramos una excepción, una excrecencia en nuestro tiempo. Ambos soberbios, ambos convencidos de que cualquier sacrificio da sus frutos. Ambos deformes. La diferencia entre él y yo residía en aquello que habíamos decidido sacrificar y para qué. Yo había resuelto pagar con una parte de mi vida la posibilidad de volver a ser, ser yo, o sea, la arrogancia no solo de conocerme, sino de vencer al otro, da igual quién fuera el otro, incluso si se trataba de una tradición milenaria e indestructible como la judía. Él había decidido pagar con su vida la posibilidad de ser eterno, convertirse en un texto, difundirse. Era un iluminado que se alimentaba de sí mismo. La construcción de su propia figura, el éxito de sus ideas, el fervor de sus seguidores, resultaban suficientes para saciar su apetito. ¿Apetito de qué? ¿Solo transgresor? ¿Un apetito revolucionario contra lo injusto? Puede, pero cuánto hay de soberbia en esas luchas. ¿Acaban, deben acabar, indefectiblemente en la muerte?» [131-132].
Por mor de una lectura detenida de la novela y de una adhesión inevitable hacia la protagonista, cuyo mensaje ha calado hondamente en el huerto de mis convicciones, siento que aquello que se marcó hace ya unos cuantos párrafos como una señal de distancia (la preposición “según” del título) debe suprimirse, pues la presencia de una enorme, intensa, inmensa y admirablemente humana María Magdalena bien la hace merecedora de tener un evangelio propio. Un evangelio de vida («Quien maneja las palabras construye la vida» [231]) donde quede testimoniado, como señala al final de la novela, que fue ella la única «que estuvo allí desde el principio y hasta el momento en el que el Nazareno dejó de serlo» [236].