Nada más abrumador que el infinito y la eternidad, el espacio que no termina y el tiempo que no se acaba. Nada más sujeto a la noción de imposibilidad que la mera idea de que se pueden asir estos conceptos, aprehenderlos y disponerlos con precisión donde lo demande el intelecto. Nada más emocionante y, a la vez, frustrante que el acceso a una belleza que muestra su intangibilidad sobre la peana de lo inconmensurable. Lo inconmensurable, repito. No hay otra manera de simplificar los primeros sedimentos visibles en el fondo de la gratificante experiencia lectora que para mí ha supuesto viajar a través de las páginas de El Hierro, la isla al principio, libro compuesto al alimón por Alexis W. y Víctor Álamo de la Rosa (Ediciones Remotas, 2021).
Todo en este volumen es inconmensurable. Detrás de cada imagen y pensamiento lingüístico, solo es posible columbrar las marcas que informan de esa eternidad y ese infinito que únicamente la proyección creativa es capaz de esbozar. La física de la realidad, la de las formas humanas fotografiadas, las de los paisajes y las descripciones, se termina transformando en un pretexto para que sea posible la composición de un relato mítico, una suerte de cantar de gesta sobre la inmanencia y pervivencia del ser herreño. Observo el bello tomo. En trescientos noventa y nueve centímetros cúbicos se concentran teóricamente los 268 km2 de la isla que, en la práctica, vienen a ser los 510 millones de la Tierra. El desvarío de medidas es inevitable. No es lo que nos convoca un libro de antropología, geología, biología, geografía, botánica, historia, turismo…, aunque su contenido sea válido para estas ramas del conocimiento. El Hierro, la isla al principio, por la carga simbólica con la que resulta imposible no adentrarse en su lectura y contemplación, tiene mucho de obra mitológica y laudatoria.
Frente a nosotros se muestra la intemporal exposición de una isla percibida como la medida del mundo («Mundo isla», para Álamo de la Rosa) compuesta fundamentalmente por rostros repletos de surcos ligeros, sin hondonadas vitales y llamados a florear en las primaveras del futuro; y caras con tantas historias recogidas en sus expresiones como latidos sus corazones. Es este un homenaje a la vida, así, en general. Lo es a El Hierro y a los herreños, sí, pero el hecho de que yo me vea representado en la proyección connotativa de cada imagen desmonta el círculo estrecho que supone pensar solo en la Isla del Meridiano. Y como yo, tú; y como tú, ellos… Este es un libro para la metáfora, para la traslación, para la dispersión de la atención, para el ver y dejar que la mente muestre y verbalice lo que quiera.
Las faces conforman un paisanaje que se imbrica en el paisaje, en los múltiples espacios que Alexis W. ha inmortalizado y dispuesto de manera que sea inevitable concluir que el tomo, en el fondo, no es un catálogo de bellezas individuales, sino que se trata de una sola multiplicada en las variadas formas que puede adquirir dentro de esta geografía intensa, como nos la define Víctor Álamo: lajiales, campos, animales, montañas, costas, vegetación y humanos; muchos humanos, poco más de dos centenares de vidas que vuelcan en las páginas de este libro de las emociones la noción de términos como “familia”, “solidaridad”, “vínculo”, “lealtad”, etc. Hay muchos pares que, por un lado, en numerosas muestras, conforman grupos donde los descendientes apoyan su cabeza en el hombro de los ascendientes, dando la impresión de que el presente se asienta en el pasado y dicta la instrucción instintiva para que el futuro haga lo propio. Por otro lado, también se ven a muchos familiares, hermanos, por ejemplo, que se apoyan mutuamente asentando de esta forma los emblemas de la permanencia, esa eternidad ya aludida. Entre tanta uniformidad, de vez en cuando, aparece una chispa singular que nos cautiva de un modo especial: un beso…
Muchos rostros se ofrecen con los ojos cerrados. Parecen evocar, acudir al intelecto en su propósito de no ser engañados por los sentidos. El pensamiento fluye diferente tan pronto como las imágenes no arrebatan nuestras atenciones.
«Mirar para mirarte, mirar para que te miren, mirar para dejar de ver lo inmediato y ver detrás, atrás de atrás, lo que verdaderamente importa: toda la narración de hombres y mujeres modelados por el paisaje de la mano escultora de la isla».
Mirar, en suma, digo yo, para querer trascender su pertenencia a un lugar donde la palabra configura el mundo más allá de la realidad. Los colores de la Montaña de Tacorón y de los volcanes del Faro de Orchilla se asemejan a los del suelo marciano. El rojo de la tierra da el nombre a la isla y se produce aquí de algún modo la primera incursión en la ficción: los aborígenes canarios desconocían el metal. La posesión de los conquistadores y colonizadores externos se formalizó bajo una denominación que no se sujetaba a ningún fenómeno que pudieran presenciar. Hicieron de la comparación y la metáfora el fundamento de un bautizo.
«El Hierro está hecho de lenguaje. La isla escribe su propia literatura y dibuja su propio mapa mítico siempre retando a los poetas. La isla es poema».
Junto a los ojos cerrados, los abiertos. Las instantáneas individuales que miran a la cámara muestran una suerte de fortaleza particular frente a las adversidades. El todo no es monolítico. Se articula en torno al término “comunidad”; una voz que, en este caso, alude a un colectivo que, por su historia, lleva en su naturaleza intrínseca la semilla de los grupos humanos que existen en nuestro planeta; y, por su convivencia, la razón de unos vínculos que van más allá de los márgenes que fija el contrato social. Un ejemplo de lo señalado, la Bajada de la Virgen de los Reyes, el trayecto cuatrienal que une la Ermita de los Reyes hasta la iglesia de Valverde y que la isla entera vive con una intensidad que va más allá de la fe, como nos apunta Álamo de la Rosa: «La excusa es religiosa, pero el culto es puramente emocional».
La obra divide sus 128 páginas bilingües (español e inglés) en seis bloques textuales en torno a los que se distribuyen las imágenes de manera que pueda concebirse la voluntad de sus autores por componer una suerte de relato cohesionado sobre ese principio del principio que, en palabras de Álamo de la Rosa, representa la isla. Nada conduce más y mejor a este propósito que fijar el comienzo de la historia de los herreños en dos niñas pequeñas, con los ojos cerrados, que parecen recibir del sol su calor y su luz, como demuestra la blancura que impera en la imagen; y el final, en la contracubierta, en la figura de una mujer mayor que funde su rostro en la negrura que la envuelve. Es inevitable pensar en la vida y en el sentido connotativo de los colores. Entre estos cabos, paisanajes y paisajes que mueven a la recreación y a la imaginación.
En el primer bloque textual, “El aire del aire del origen”, se da cuenta de la procedencia del nombre de la isla y de cómo se fijó en ella, en 1634, a instancias del cardenal Richelieu, el punto que separaba el Viejo Mundo del Nuevo. En el segundo, “Escriben las piedras que habla”, Álamo de la Rosa traza una magistral metáfora que vincula los textos con las piedras, la palabra, el mensaje; y la vegetación, que actúa como signos de puntuación en un paisaje donde lo único exacto, nos dice el poeta, es la sed. Vuelve la paradoja, la literatura. La isla de esencia marina, sedienta. La calma marítima no sacia. El agua es una invocación que los siglos consolidan en el símbolo del árbol Garoé. Sobre esto se debió dejar constancia, nos cuenta nuestro narrador, en los petroglifos de El Julán; sobre esto y, sin duda, apostillo, sobre la convicción de que más allá de Orchilla, nada, la nada; más acá, todo. Inmensidad. Volvemos a lo inconmensurable.
Contiene este segundo apartado dos referencias que considero relevantes: la primera, la mención al silbo, a ese asombroso y efectivo sistema de comunicación que acorta los espacios y que se mezcla con el viento, esa especie de dios Mercurio que trae y lleva mensajes de otras latitudes. Todo se entremezcla entre barrancos dando forma a una sinfonía de palabras que configuran el gran poema de la humanidad. Eso veo en cada imagen e intuyo detrás de cada párrafo; el viento en las fotografías y sus caricias en las oraciones.
La segunda, el guiño al pasado de connotación remota en las fotos de los años 30 de El Pinar, que consigue trazar un vínculo humano con un ayer imposible de romper. Los rostros presentes de este libro son deudores de todos los Anastasio y Juana que hace casi un siglo vieron la misma tierra ferruginosa, el mismo ganado, la misma mar de los pescadores que hoy W. recoge en imágenes y Álamo de la Rosa en palabras. Y son, a la vez, una botella lanzada al mar del tiempo y dirigida a los Alexis y Víctor de dentro de cien años que quieran rescatar lo que hubo para consolidar la percepción de lo que hay.
El tercer bloque se intitula “La cartografía humana: alma antes del alma”. En él se habla de mestizaje, de ese mapa de nuestros semejantes representado en los rostros e idiosincrasia de quienes han llegado de fuera para fusionarse con el espacio, adherirse a su esencia, ser asimilados por ese todo que, como nos apunta el escritor, no te deja ser otra cosa que herreño: el paisaje «te absorbe, te puede, te domina. El paisaje te modela y entonces el paisanaje se convierte en la manera de conocer el lugar y ver los secretos».
En “Las islas aladas” se da cuenta de esa particular comunión que mantiene El Hierro con las tierras vecinas (La Palma, La Gomera y Tenerife) que, entre claroscuros, ha forjado uno de los mayores mitos de Canarias: el de la Isla de San Borondón, la itinerante; «la isla que siempre llevamos dentro», como nos dice el poeta. La que está y no está, del mismo modo que “no están” y “estarán” esas que han de llegar. La Palma, la hermosa hermana, nos está enseñando estos días de donde venimos y qué es lo que los alisios y el Atlántico han de contemplar que sucederá en este singular punto del océano que llamamos hogar.
En el penúltimo bloque, “Conocerse las profundidades”, nos adentramos en la visión del paisaje como espacio donde hallar, en feliz y habitual expresión del escritor, los fantasmas de nuestros sótanos. Hay lugares en la isla en los que uno solo puede encontrarse a sí mismo. «Mirar para mirarte». Uno husmea en sus entrañas, en esos huecos ocultos que, descubiertos, desentrañados, desbrozados, nos vuelven vulnerables, frágiles, temerosos de nuestra condición.
Nada más abrumador que el infinito y la eternidad, el espacio que no termina y el tiempo que no se acaba. Así he comenzado y así he de acabar; así, deslizándome por el sexto y último apartado, intitulado “Guiado a la isla lenguaje”. Posando en el tiempo mi conciencia, con los ojos cerrados y la cabeza apoyada en el tomo. Los relojes son inútiles, nos dice Álamo de la Rosa. Aquí el tiempo es otro. «Un tiempo distinto. El tiempo nuevo de la isla que siempre está al principio», proclama. Y he de creerlo, tengo que creerlo. Es imperativo que lo haga porque así ha sido mientras leía la obra y depositaba la mirada en las imágenes de Alexis W. El tiempo es otro porque no fluye sobre un espacio convencional, sino sobre las sensaciones, los sentimientos, las impresiones, las emociones… que surcan el ánimo y el intelecto a medida que avanzamos en este apasionante viaje lector y espectador hacia lo inconmensurable.