[1] Conocí a Teo en el IES Francisco Hernández Monzón, un centro que, con los años, ha ido ganando enteros en mi particular escala de valores (en algún momento tendré que escribir pormenorizadamente sobre esto). Fue en el mismo año en el que se celebraba el cuarto centenario de la publicación de la primera parte del Quijote, en 2005, un acontecimiento cultural bastante significativo para quien escribe esto que ahora lees. Entre las muchas ocupaciones oficiales, por llamarlas de algún modo, que tuve ese año por mor de mi condición de “fraile cervantófilo”, hubo algunos entretenimientos muy vinculados al momento que representaba la efemérides. Uno de ellos fue asociar la personalidad de quienes participaban en mis días vitales y, sobre todo, laborales con la de los personajes de la célebre novela cervantina. De esta manera, pude atisbar a muchos “sanchopanzas”, alguna que otra “dulcinea”, no pocos arrieros y “rocinantes”… (uf, no veas cuántos en la administración educativa); y también amas con forma de docentes intransigentes; y curas, y barberos; y, como no podía ser de otro modo, no pocos fueron los “quijotes” que logré detectar en este apuntado juego.
Estos últimos eran muy variopintos y, lo reconozco, los más interesantes de localizar: había quienes, desde la percepción idealista de un pensamiento, lograban luego desembocar en una suerte de realismo tibio y consolador que favorecía la concordia; y lo contrario: aquellos que, desde un pensamiento aldeano, lograban, con los estímulos adecuados, hacer que se convirtiese en un pensamiento ciudadano. Y encontré a “quijotes” que mantenían a ultranza un pensamiento, por muy desmayados que se presentasen sus argumentos; algunos estaban abiertamente locos, para qué decir lo contrario; y hubo quienes vivían amparados en el cumplimiento de las pautas que marcaba un código no-escrito basado en la justicia. De esta manera, hallé a moderados y soñadores, intransigentes, desquiciados y justicieros…; y también a bondadosos, y sabios, y bondadosos sabios, y sabios bondadosos… En suma, a muchos. A todos los contemplaba y los “quijotizaba”. Lo hacía desde una posición elevada, mirando la planicie humana que frente a mí se representaba como si de una escena teatral se tratase y marcando a cada individuo con el rotulador de las analogías: señalaba, observaba, comparaba y, en el acto final, clasificaba; o sea, lo dicho, “quijotizaba”.
Y aquí entra ahora nuestro común amigo. Teo llegó a mi vida como una transposición del hidalgo manchego. Ese fue el primer impacto. «La energía ni se crea ni se destruye, se transforma», me dijo al poco de conocerle y sin que mediase por medio ninguna conversación sobre ciencias físicas. No pude dejar de ver en él a alguien que configuraba el universo bajo un ideal de la inmortalidad superior al de cualquier religión, pues se asentaba en el espacio intangible que representa lo físico cuando es psíquico, lo psíquico cuando es emocional, lo emocional cuando afecta a lo físico… No pude clasificarlo de entrada: sabía que era “quijote”, pero no de qué tipo porque, en cada encuentro de aquellos primeros días en los que nos tratábamos, su presencia era intangible para alguien como yo, anclado en el extremismo de la “ultraintelectualidad” científica. Teo no estaba y, sin embargo, nunca dejaba de estar; se percibía su presencia, sí, mas no lograba ubicarla en ningún casillero. Y así pasó un mes, otro, otro más, y otro, y…
Siete años, once meses, y veinticuatro días después han pasado para que me diese cuenta de que la respuesta a este enigma la había tenido siempre conmigo, y que no la hallaba porque mi inflexibilidad me incapacitaba para cambiar el sentido de mi punto de vista: mientras yo me limitaba a “quijotizar”, Teo era quien me estaba “quijotizando”, mas no de manera voluntaria ni visible, no, no, no, sino de una manera absolutamente magistral: logró con su manera de ser que el objetivo de mi cámara mental, que se fijaba en el exterior, se volviese para grabar mi interior. Fue algo así como lo ocurrido con el Pale blue dot de Carl Sagan, cuya anécdota, por otro lado, también conocí en el IES Francisco Hernández Monzón de la mano de otra persona muy especial, Manuel Rodríguez Vivar: el Voyager 1, que se disponía a salir del sistema solar, giró 180º y dejó de mirar al exterior —lo que quedaba por recorrer— para volver su cámara hacia el Sol, el interior, y ver de alguna manera lo que había recorrido.
Eso es lo que me había pasado y por eso no encontraba la respuesta, porque buscaba en el lugar equivocado, porque me creía libre de cualquier transposición como la que yo había hecho a mis semejantes. Este aprendizaje latente en forma de respuesta siempre estuvo en mí, solo que ahora se activó, del mismo modo que la naturaleza llama a los frutos y llega la adolescencia tras la niñez. Algo se activa, algo que ha estado dormido en el subconsciente surge para dar un nuevo enfoque a la incógnita de una ecuación inacabada.
La interpretación del mundo de nuestro amigo era complicada para mí, pero no su forma de expresarla: con cariño, con intensidad, con bondad, con el calor de los que entienden el sentido del amor humano. Muchas veces llegué a pensar en los personajes contemporáneos a don Quijote, que no entendían de caballerías andantes ni de buena parte de lo que el hidalgo proclamaba (lo que les llevaba a concluir que estaba loco), mas en otras, lo que veía era que, entre las tinieblas de una incomprensión, había una luz que debía iluminar sus conciencias: «Llamémosle loco porque no hace lo mismo que nosotros y porque desconocemos en realidad qué hace, pero en el fondo es don Quijote un hombre justo, generoso, busca el bien y está dispuesto a entregar su vida por defender lo que considera adecuado, que no es otra cosa que el orden frente al caos, el equilibrio frente a las turbulencias…». Y pensaba, mi dilecto lector, nuevamente en Teo y en la trascendencia del concepto amor por la humanidad, que es la base de todas las religiones. Un movimiento tan importante para la cultura occidental como el cristianismo, por ejemplo, funda su razón de ser en el sacrificio de un hombre (Cristo) por amor a los hombres; y lo mismo ocurre con los grandes referentes que ha tenido la humanidad (Gandhi, Mandela…), quienes edificaron sus acciones sobre el convencimiento de que pagarían el precio que fuera —su aliento, en última instancia— por lograr aquello que acercaba a sus semejantes hacia la felicidad universal, aquella que todos los humanos, seamos de la condición que seamos, sentimos como propia. El mito que se sostiene sobre la idea de mi vida por las vidas de ustedes representa, ante todo, un acto de generosidad dentro de la escala de valores que sitúa a la vida como la principal posesión que un ser vivo puede tener.
Teo participa de esta visión universal de amor por la humanidad. A su lado, aprendí a configurar los parámetros que, a mi juicio, me permitían entender, de alguna manera, esta cosmovisión. Los meses de convivencia con él (breves, pero intensos) fueron para mí los de un aprendizaje que siempre llevaré grabado en mi corazón; entre otras razones, porque no se rigió por ninguna clase de dogmatismo. Teo nunca me enseñó nada de manera consciente, voluntaria, medida…, como hacemos los docentes en el aula, nunca adoptó ninguna posición doctrinal conmigo, nunca me dijo: «esto es así, hazlo de esta manera». No, ese no era su estilo: Teo se limitaba a vivir, a ser como es: vital, apasionado, intenso…; pura energía; profundamente bondadoso, intensamente cordial; afable y brutalmente leal. Y yo, que había mamado durante años la ortodoxia de la ciencia, las pautas arquitectónicas que determinan las jerarquías y que trasladaba con el cerebro lo que contenía en el corazón, no pude dejar de encontrar en él al gran inspirador para que pudiese diluir cualquier resistencia al contacto con el mundo real, aquel que es vivido y que no llega a reflejarse en las páginas de los libros.
Y algo más que para mí es esencial: me enseñó a ver la literatura sin necesidad de leerla. Para alguien entregado a las huestes de las letras, este aprendizaje ha sido clave para mis textos posteriores a su conocimiento. Y este, mi apreciado lector, es un gran secreto que, en el fondo, siempre supe y que nunca canalicé en ninguna escritura hasta ahora.
Luego ocurrió lo que ocurre en la vida: las distancias, las rutas que no convergen, las causalidades que desvían… Hasta este año, en el que el azar, en forma de funesto acontecimiento, ajustó las coordenadas espacio-temporales para que el reencuentro fuera posible. ¿Que cómo fue volver a verle? Pues como no podía ser de otro modo: como si el tiempo no hubiese pasado, como si todos estos años hubiesen quedado reducidos a un simple “ayer” resuelto al día siguiente. Todo se había quedado intacto, perfecto, igual que la última vez. Nada se creó porque ya estaba creado y nada se había destruido porque nunca se rompió. Nuestros ejes vitales se habían transformado hace siete años y, en una nueva mutación, vinimos a volvernos a encontrar. «La energía ni se crea ni se destruye, se transforma». En siete años, nadie llamo a nadie, nadie supo nada de nadie, pero allí estábamos nuevamente, en aquel pasillo y reconociéndonos como dos viajeros premiados por la fortuna con un regreso del que sabíamos perfectamente que no era traducible por ninguna segunda oportunidad, que surge cuando algo se pierde en la primera, sino como un regalo extra que la vida nos había dado…
Al poco, me habló de sus alumnos. Lo hizo con el brillo que sus ojos desprenden cuando habla de algo que solo puede calificarse de mágico. Me contó que había terminado de dar forma a una concepción educativa que hasta ese momento solo había podido espolvorear en muchos centros y a lo largo de casi dos décadas; pero que este curso algo había cambiado («se transforma») y lo que estaba disperso en su actividad docente había cogido cuerpo, se había consolidado en unas sesiones lectivas que terminaron por ser joyas que merecen ser custodiadas en los cofres de la memoria.
Y fue ahí cuando surgió el espíritu de editor que uno lleva consigo. Bastaron su rostro feliz, su acrisolada profesionalidad, los límites esbozados de la magia vivida con sus discentes y el sintagma “cofres de la memoria” para que el concepto de estas páginas naciese y, con él, adquiriese forma una idea de lo que debería ser el verdadero aprendizaje. En estas páginas se habla de aquello que el hormigón académico-institucional suele pasar por alto: de la experiencia de vivir; de la canalización de los sentimientos para acceder, a través de las únicas posesiónes que tienes —tu cuerpo, tu mente—, al camino que conduce a la felicidad.
Los conocimientos académico-institucionales forman parte de una estructura social en la que los docentes nos hemos convertido en gestores administrativos de contenidos. Nos faltan horas para estar con los alumnos, hablar, sentirlos, entender cómo pulsan las cuerdas de sus vidas… Sobre nuestras conciencias pende una suerte de balanza que, en ocasiones, entre firmas, actas y formularios, termina inclinándose hacia el lado más frío del sistema, el que nos convierte en jueces cuyas sentencias se simplifican en un “pasa” o un “no pasa”; vamos, como los emperadores romanos de las películas, que con el pulgar hacia arriba salvaban la vida del gladiador vencido o determinaban el fin de esta con el pulgar hacia abajo.
Por eso, cuando Teo me habló de lo que había sido esta experiencia, no pude dejar de sentirme atraído por lo que representaba para mí la imagen de una balanza inclinada hacia el lado opuesto, el lado cálido, el construido para perdurar en el recuerdo de los que han participado en la experiencia educativa tan singular que se cuenta en este libro.
En tus manos tienes un objeto inerte. Sabes cómo se llama, cuál es su constitución (muchas hojas blancas repletas de caracteres e imágenes impresos que se unen por un lado) y para qué sirve. Esta información también la obtienes en otros objetos inertes: una tostadora, un pantalón, una escoba… Pero, ¡alto!, a este objeto inerte que tienes en tus manos no le das el mismo valor que a los enumerados, ¿verdad? ¿Por qué? Quizás porque percibas que tiene algo que los otros no tienen. Ese algo debe ser la información, el mensaje. Mas no cualquier mensaje: el catálogo de muebles de una gran superficie también es un objeto inerte como el que sostienes, pero nos informa de algo que…, no sé…, quizás que no sea tan… especial. Sí, es eso: este objeto inerte que nos convoca tiene un mensaje especial. Por eso es una cosa que no podemos comparar con una tostadora o un catálogo de muebles. Pero ahí no acaba el asunto. La tostadora dejará de funcionar algún día (quizás por eso de la obsolescencia tecnológica) y el catálogo será “descatalogado” (ya ven, existe la palabra que manda a las chacaritas al librito de los muebles), pero este objeto con un mensaje especial que lees no dejará de ser útil, siempre funcionará, siempre estará vigente. Siempre, siempre… siempre… Sí, ahí tienes otra virtud del objeto inerte: es intemporal; o sea, eterno. Por eso lo llamamos libro, porque sabemos que contiene una información única, singular, irrepetible, y porque somos conscientes de que perdurará más allá de nuestra vida física.
En tus manos, pues, tienes un libro, tu libro; el acta notarial que testimonia un momento exacto del tiempo y el espacio en el que nuestras coordenadas vitales confluyeron en un punto; el documento escrito que nos permitirá surcar el resto de nuestro camino sin necesidad de esperar una segunda oportunidad para el reencuentro. Este es un pasaporte al pasado que firmamos en el presente y que empezará a tener validez mañana, cuando el cofre de la memoria de ustedes se abra desde estas páginas y recuerden cómo hubo un tiempo en el que fueron “quijotizados” y aprendieron a encauzar las pulsiones de la vida en forma de confraternidad física y psíquica con el universo por medio de las artes milenarias, la ciencia y el amor humano.
En el sistema de Teo hemos girado cual astros sus alumnos, los verdaderos autores de este verdadero aprendizaje; Rosa Felipe Martínez y sus hermosas ilustraciones, bello arte para palabras bellas; y un servidor, que, a modo de colofón, solo puede reconocer aquello que no podrá negar y que dejará impreso para la posteridad en este objeto no-inerte: «Conocí a Teo en aquel bendito año de 2005 donde se celebraba el cuatrocientos aniversario que ahora me causa cierta indiferencia gracias a otra celebración mayor y mejor: haber conocido a Teo y, con ello, haberme re-conocido…».
[1] Prólogo a El verdadero aprendizaje de Teodoro M. Fernández Perdomo. El libro se presentó el 23 de junio de 2014 en el IES El Doctoral de Santa Lucía de Tirajana.