En el jardín de Roco ocurrió…

I

Aunque pueda parecer un exceso, no creo estar desacertado si sostengo que hoy por hoy es Alexis Ravelo uno de los novelistas más destacados del actual panorama literario nacional. Su nombre ya forma parte de lo mejor de las letras canarias y, por extensión, de lo más apreciado que se publica en lengua castellana hoy en día, con independencia del espacio desde el que se contemple su fecunda producción. Avalan mi afirmación el conocimiento que se tiene de quién es y a qué debe su notoriedad, la extraordinaria acogida con la que recibe la crítica especializada sus obras y el considerable volumen de lectores que se suma a cada una de sus novedades literarias: muchos lo hacen por primera vez y otros (un servidor, por ejemplo) portando consigo una abultada valija de lecturas que testimonian la afortunada evolución que ha tenido como autor, ya sea gestionando los destinos del más célebre de sus personajes, Eladio Monroy, y por extensión de todo lo que gira alrededor del género que lo ha convertido en una celebridad; ya desplegando su inmenso talento en los títulos que publica en Ediciones Siruela, que para mí constituyen un impresionante legado merecedor del más efusivo reconocimiento por parte de cuantos se consideren protectores, difusores y amantes de la lengua y literatura españolas, a saber: un relato corto que, con aroma canario en su expresión y ambientación, vio la luz en 2017, en un recopilatorio llamado Tiempos negros (2017), bajo el título “El centro del olvido”; y cinco impresionantes novelas: La otra vida de Ned Blackbird (2016), Los milagros prohibidos (2017), La ceguera del cangrejo (2018), Un tío con una bolsa en la cabeza (2020); y la que nos convoca, la recién publicada Los nombres prestados (2021).

La obra que ahora nos reúne es el último premio del certamen de Novela Café Gijón. Sobre esta circunstancia, dos detalles significativos: el onetiano seudónimo con el que participa, Larsen (así se llama el protagonista de El astillero); y las tres características que el jurado recoge en el acta acerca de la obra, que reconoce como thriller psicológico: su buena estructura, la condición omnisciente del narrador y la variedad de temas que aborda (identidad, perdón, redención, evolución y verdad). Salvo en lo tocante a la disposición de la materia, el resto de apuntes anotados no son argumentativos, sino expositivos; además, en mi modesta opinión, no son determinantes de cara a un reconocimiento literario. En este sentido, confieso que, dada la enorme valía de los juzgadores, me apena no conocer las particulares observaciones que han debido realizar con el fin de dar forma entre todos a un veredicto. Me gustaría saber si, a la hora de justificar las excelencias de la novela, coinciden o no sus apreciaciones con las mías. Concluyo este apunte sobre el jurado con una convicción firme: aunque desconozco el resto de títulos que se han presentado al concurso, no me cabe la menor duda de los enormes méritos que posee la propuesta de Ravelo para obtener el galardón. En esto, tanto los jueces como el humilde lector que te escribe coincidimos de manera plena.

II

La materia novelesca se distribuye en seis bloques (bl.) más una suerte de adenda que lleva por título “Vida de Roco”. En ella se cuenta la sucinta historia de un perro que antes se llamaba Sultán. La suya, al igual que la de Abel/Ángel, es una trayectoria vital limpia, clara, sin necesidad de verse inmersa en esas existencias artificiales que se esconden detrás de cada nombre falso. A pesar de ser una pieza externa a la trama, hay que agradecer su inclusión porque es un prodigioso texto que, por contenido y continente, demuestra la enorme aptitud que atesora su autor en el complejísimo cometido de abordar una historia breve en el que, de un modo fascinante, concede al informador la insólita capacidad de ser un “narrador perruno”; de ahí, por ejemplo, la manera con la que hace alusión a los diferentes tipos de “jardín” al que accede el protagonista canino o su entrañable don para exponer los pensamientos del animal. Sin duda alguna, una vez leída la pieza final se vuelve inaceptable la idea de su eliminación si se llegara a plantear.

Los referidos seis apartados poseen una cantidad desigual de capítulos (cap.): 74 distribuidos en 277 páginas de relato, lo que supone una media de tres por episodio. Esta disposición facilita la percepción de la obra como un conjunto de instantes que, para lograr el bien supremo de la coherencia, deben engarzarse de un modo preciso; de lo contrario, se corre el riesgo de que puedan quedar sueltas las numerosas cuentas de este particular rosario sostenido, a mi juicio, sobre seis potentes vocablos (“venganza”, “purgación”, “hado”, “resignación”, “esperanza” e “identidad” —como apunta el jurado—) que transitan en la conciencia del receptor a través de un texto muy ágil, adictivo y sin sobrantes que prolonguen de un modo innecesario las introspecciones y las acciones. Hay que reconocer la innegable maestría de Ravelo para sujetar al lector con una invención ante la que no se puede adoptar una actitud pasiva ni distante. Sabe cómo llegar y cómo quedarse, y cómo remover nuestras conciencias sin dejar de hacernos ver que todo aquello de lo que se ocupa, en el fondo, no es más que literatura, o sea, una composición atenta fundamentalmente a las posibilidades y no a las certezas, a cómo podrían haber sido los hechos y no sobre cómo han sido. En Los nombres prestados, representa el ámbito de lo probable, el pretexto que da pie a la retórica, la persecución de una reconocida terrorista por dos motivos diferentes: una parte esgrime el cumplimiento con una vendetta de sus excamaradas, miembros todos de una banda venida a menos; la otra, llevada a cabo por parte de quien fuera el azote de la organización, busca al principio culminar una labor policial, aunque luego sucumbirá a la necesidad de modificar sus intenciones para que sea posible acceder a una suerte de expiación redentora personal. Los sucesos que se exponen no son reales, pero pudieron llegar a serlo a tenor de la existencia en nuestra historia nacional reciente de extensos y trágicos pasajes sobre las intervenciones realizadas por grupos armados contrarios a la ley.

Alexis Ravelo es un autor de obras de ficción. No debemos olvidar esto. Basta echar una somera vista a lo que ha compuesto hasta ahora para no dudar de lo afirmado. La creatividad le concede la libertad necesaria para articular el discurso que desea fijar y luego compartir. Conviene no descuidar la importancia de lo apuntado porque nuestro autor, como indeleble marca de estilo, tiende a poner en boca de sus narradores determinados detalles de naturaleza ideológica que permiten configurar, con mayor o menor precisión, por dónde surcan sus filias y sus fobias particulares en lo tocante a temas políticos, históricos, sociológicos… La sombra de lo que piensa Ravelo sobre asuntos como los señalados está presente en las voces de sus novelas y, de un modo u otro, eso es lo que ha terminado por convertirlo en un autor comprometido, en alguien de firmes convicciones que tiene claro que la literatura, además de entretener, ha de asomarse a la realidad (quizás sea mejor hablar de “lo real”) sin maniqueísmo y sin voluntad dogmatizadora. (Asumo la contestación de algunos que me echarán en cara el no haber escrito: “una realidad”. Acháquese a la afinidad, no más) Para mí, no es posible acercarme a su obra desde el parámetro de la inocencia y la despreocupación, ni desde la perspectiva de que se está ante un ejercicio de naturaleza hedonista que busca en el mero entretenimiento su razón de ser. La suya es, si se me permite el oxímoron, una ficción real, una recreación “sucia” del mundo —tomo prestado el adjetivo del gran Carlos Álvarez y me inspiro en su “realismo sucio”— que convierte al autor en un militante activo en el proceso de concienciación acerca del presente ofreciendo, como ha hecho en Los milagros, “El centro…” y Los nombres, por ejemplo, una necesaria vuelta al pasado.

En nuestra obra, el tiempo y el espacio están muy bien delimitados, sin saltos que conlleven multiplicar la información que se da a los lectores sobre las referidas coordenadas. Gracias a la conversación telefónica que sostienen Laguna y Ortega (cap. 4, bl. II), donde se dan cuenta de algunos temas y nombres de actualidad (Ibárruri, Carrillo…), es posible fijar los acontecimientos históricos de la novela en torno a abril de 1985, mes arriba, mes abajo. La secuencia completa de los hechos que se narran no es tampoco larga. Y la misma parquedad cabe señalar sobre los sitios donde se desarrolla el relato: dos, inventados y «situados en un país que sí existe», como declara el autor; y que, ante apuntes del tipo «había elegido la costa, el Atlántico, el sur», podemos intuir moldeados sobre la imagen de una Canarias que, por otro lado, solo se nombra en un momento de la novela (cap. 7, bl. II). Uno de ellos es Nidocuervo, que no he visto recogido en otros títulos suyos; el otro, San Expósito, que aparece en La noche de piedra (2007), en Los perros de agosto (2009) como una simple referencia y con absoluta entidad, como lugar permanente dentro de su geografía imaginaria, en La otra vida de Ned Blackbird y Un tío con una bolsa en la cabeza. Estas coordenadas se ven complementadas con una serie de detalles que son deudores de la Historia nacional más reciente sin que deba concluirse que el autor ha contraído una suerte de deuda con ellos de cara al propósito que se ha trazado a la hora de componer el producto; es más, me atrevería a afirmar que, sin dejar a un lado esa inclinación hacia la realidad tangible y que empuja a un posicionamiento, en esta novela ha sido muy neutral, si se me permite la expresión, equilibrando de algún modo las nociones que arrastran los dos binomios ante los que se sitúa la perspectiva histórica de la obra: el primero, «policía y terrorista»; el segundo, «combatiente y torturador» (cap. 5, bl. V).

En mi caso, las iniciales concreciones sobre quiénes se escondían detrás de las figuras de Marta Ferrer y Tomás Laguna permitieron que afloraran en mi lectura vínculos con personajes y situaciones de un pasado que, sin ser próximo, todavía considero activo en mi memoria y en la imagen que ella me proyecta acerca de lo vivido. Fue así cómo, de manera inevitable, me acordé de María Dolores González Catarain, alias Yoyes, la primera mujer dirigente de ETA, asesinada por los miembros de su banda en 1986 acusada de traición; y fue así también cómo, en mi evocación, hicieron acto de presencia el Batallón Vasco Español y los Grupos Antiterroristas de Liberación, y, con ellos, la muerte en 1980 de una adolescente, María José Bravo, por estar con su novio en el lugar equivocado, y el secuestro de Segundo Marey en 1983, a quien confundieron con el etarra Mikel Lujua. ¿Destellos de la memoria? Sí, supongo; al fin y al cabo, en la novela no aparecen menciones explícitas a los asesinos de un lado (BVE y GAL) y solo se nombra una vez y de un modo circunstancial a los del otro lado (ETA y GRAPO) —dejando al margen las puntuales referencias al norte cuando se quiere hacer alguna indicación sin mucha profundidad de los etarras—.  Aunque no se vean estas alusiones en la novela, no es menos cierto que cabe suponer cuáles son los puntos de inspiración para crear la Federación Revolucionaria Antifascista Diez de Agosto (FRADA) y la Brigada Político-Social.

III

Nuestra obra, compuesta durante el periodo comprendido entre junio de 2013 y septiembre 2020, no se ciñe a una trama con sus correspondientes subtramas. Acepto que una lectura así es factible, incluso demostrable; pero no es la que me acaba de convencer. Me encaja mejor concebir el producto como la suma de varias historias paralelas que apenas confluyen a lo largo de la novela, solo al final, y que empiezan y terminan bajo el aura que desprenden los dos seres más especiales de la obra: Ángel/Abel y Roco. Ambos no forman parte de esos relatos —de ese pretexto que da pie a la retórica antes señalado— y, sin embargo, están presentes en todo momento, son necesarios a pesar de su condición de secundarios y de que, desde su marginalidad, no son determinantes para que el curso de los acontecimientos sea el que es. Y pongo un ejemplo: el episodio del pajarito muerto (cap. 4, bl. I) y el sorprendente hallazgo de Abel/Ángel (cap. 4, bl. III). Ambos episodios, entrelazados de algún modo, y contados con una abrumadora ternura y una admirable capacidad del narrador para situarse en el pensamiento del joven, no son realmente imprescindibles de cara al desarrollo de los diferentes cauces de la novela; es más, se pueden eliminar y la evolución del relato no se vería afectada porque la consecuencia del descubrimiento que hace el muchacho se limita a un breve desconcierto por parte de uno de los protagonistas, una extrañeza que no condicionará los pasos que realizará después. Pero llegan tan adentro los dos episodios que no puedo concebir la novela sin los dos gratos impactos que me produjeron su lectura.

Entre las apuntadas historias lineales, la de una cariñosa y responsable Marta Ferrer, traductora, que vive con el citado Ángel/Abel, un chico diferente —como nos lo describe el narrador—, y que está muy contenta con que su nombre signifique tranquilidad; la de la, al parecer, implacable camarada Marcela, quien abandonó la organización terrorista a la que había pertenecido y se fugó con un dinero fundamental para la supervivencia de la banda; la de la gaditana Gini, hermana de Ana, hijas ambas de una familia gallega que olía a cera, anís y naftalina; y la del corredor de seguros jubilado Tomás Laguna; la de Sarabia, «el perro más viejo y más fiero de todos» los que integraban la Brigada Político-Social; y la de Sebastián Ortega, harto de que los nuevos tiempos le impidan hacer su trabajo como antaño: «Demasiada ley de por medio, demasiado garantismo. Para poner una escucha tienes que llevarle al juez de guardia hasta la partida de nacimiento de tu abuela»; y la de un Diego Cruz, que al principio era un joven blandengue al que bastaba con tener treinta minutos esposado al radiador de la comisaría para que acabara desembuchando lo que sabía; la de Atanasio el Cojo, megamalherido en su amor propio; y la del canoso Paco Bermejo; la del Abuelo, que a pesar del nombre no necesitaba renovar el carné de identidad en el Museo Arqueológico —como la mujer de Sebas, según su marido—, que estaba acostumbrado a usar guantes de napa cuando utilizaba un arma y que se llevó un disgusto de mucho cuidado al darse cuenta de que, como si fuera un pardillo, le habían hecho una vulgar «llave 13-14»; y la de un tal José Ramón Guzmán Rodríguez, turista conquense alojado en el hostal Maresía; la del camarada Fede, que a la primera de cambio se descuelga de la trama; y la de una tal Ana —nombre doloroso—, hermana de Gini, que vio truncada sus expectativas vitales de ser docente y mujer libre por culpa de un patinazo; la de una aventurera María Eugenia Abarca Miranda, como decía el DNI, alojada para su desgracia en una pensión coruñesa…

Esta es una obra con muchas historias que acaban superponiéndose tras los nombres reales y falsos que, en el fondo, vienen a representar las llaves que abren puertas desde las que iniciar caminos diferentes. Detrás de cada uno, ya sea original, ya prestado, hay una realidad condicionada. La identidad determina el alcance de las esperanzas, los anhelos, las renuncias y el sentido de lo que se hace y de lo que se dice que se hace. Al final de la novela, el poso que queda se adhiere a preguntas que aspiran a saber cuánto pesan las denominaciones que sostienen historias complejas, vergonzantes, terribles, deshumanizadas; o cuánto es capaz de tapar un nombre, como una manta, el cuerpo de unos actores que modifican los pasos según el escenario donde actúan, adecuándolos a sus inciertos intereses y a lo que la fortuna dispone. La noción de lo que representa una palabra como “encubrimiento” es constante. Se percibe con nitidez en las identificaciones y todo lo que ellas conllevan; y en detalles que el narrador va diseminando en su discurso y que, reunidos, permiten consolidar esta percepción: pienso, por ejemplo, en los eufemismos, que arrastran consigo la idea de ocultación de lo real; y no dejo de tener presente la contundente imagen del cotidiano acto de mezclar el arroz y la salsa, que forman, como nos señala el narrador, una especie de pasta de un color terroso donde el rojo ya no es rojo ni el blanco es blanco, ni volverán a serlo jamás.

En esta irrupción de caminos, el azar lo condiciona todo: Marta no podía intuir que Tomás fuera quien luego supo que era ni este pudo evitar su sorpresa al encontrarse con Marcela; un reportero gráfico, con una fotografía sobre las consecuencias de un suceso natural, desencadenó una inesperada secuencia de hechos; Fede no esperaba dar con la traidora de una manera tan imprevista ni tropezar con Sarabia, como no podía prever el Abuelo que Satanás apareciera en el bosque en el momento más inoportuno ni Atanasio que el deseado reencuentro con la Colorada no se aproximara lo más mínimo a lo que dictaba su pretensión; ni Gini pudo imaginar que debía cuidar de la memoria de su hermana atendiendo a su sobrino como, de algún modo, le tocó hacer a Abel/Ángel sin esperarlo con Roco, mientras el can aguarda el regreso de su amo para seguir disfrutando con él de su olor a tabaco y coñac, del filete de hígado frito de los sábados, de sus monólogos y de acompañarle a donde él quiera ir porque, al fin y al cabo, como pensaba de un modo muy atinado, «si uno tiene un amo, debe dejarlo que se detenga de vez en cuando para que satisfaga sus necesidades».