I
«Teje siempre con calma la paciencia, estructura invisible de los sueños. Procura hilar muy fino. Con destreza de araña. No es baladí saber hilar el tiempo. Es un arte de lento aprendizaje»
Hablemos del tiempo. Nada más humano que su noción ni más propio de nosotros que el asumir su existencia (su ser) y asimilar su presencia (el estar). Su reconocimiento nos ubica en el universo y nos permite aceptar como inevitables las consecuencias de su desaparición: sin él, nada; con él, todo. He aquí una analogía del lenguaje binario que asimila el 1 con la vida y, en consecuencia, con la existencia de tiempo para su desarrollo; y el 0 con la muerte, el estado donde solo puede darse la mayor unidad de no-tiempo posible, la eternidad.
Lo apuntado me lleva a sostener, sin saber, claro está, el grado de acierto en mi aseveración, que, de los numerosos asuntos que nuestra especie puede abordar en sus momentos de introspección y extraversión, ninguno mueve a la adopción involuntaria de una actitud eminentemente lírica como este. De un modo u otro, con independencia de nuestra preparación y del valor que le demos al uso de formas retóricas, hablar del tiempo nos vuelve poetas, ya sea en la cosecha de las remembranzas o el arado de las cotidianeidades; ya en las esperanzas que se forjan en los amaneceres o en las pérdidas que sugieren los anocheceres. Es más, quizás no sea tan descabellado considerar que es este asunto, el de la «duración de las cosas sujetas a mudanza», como lo define el DRAE en su primera acepción, el único que nos ocupa y preocupa en el fondo, pues todo queda supeditado a sus dictámenes. Los amores y los desamores nacen de los «hoy» felices y los «hoy» desdichados que recuerdan los «ayer» gozosos; la muerte es un «futuro» que, en el «presente», se transforma en memoria del «pasado» entre los afines, etc.
En estos pensamientos me he visto envuelto con la lectura del último título de Miguel Ángel Sosa Machín, Anatomía del tiempo [Mercurio Editorial, 2021], un elegante, peculiar y curioso libro de prosa poética que se erige como un manual sobre el alcance metafórico de los términos temporales que aparecen en sus páginas; vocablos estos que, a medida que van proyectándose en nuestra conciencia estética y simbólica, logran amoldarse a nosotros hasta el punto de convencernos de que nada en este tomo nos es ajeno, aunque percibamos, en ocasiones, lejanas sus expresiones. Gira todo a nuestro alrededor porque, dentro del conjunto que representa el concepto del tiempo, nosotros lo somos todo. Esta conciencia no existiría si no la alimentáramos.
La indicada simbiosis tan particular ha servido de base sobre la que asentar la gratísima lectura que me ha concedido este delicioso ejercicio lingüístico y filosófico repleto de oraciones simples y de enunciados unimembres. Tras los sustantivos sueltos, los verbos aislados, los sintagmas dispersos… el universo mismo. Todo es tan intenso que detrás de cada vocablo están todas las historias de los humanos que han habitado en la tierra y que han compartido lo único que nos une: el conocimiento del tiempo, que lo es a la vez de la estancia y de su opuesto, la no presencia, la desaparición.
A pesar de sus reducidas dimensiones y de sus formas escuetas y simples, grave error será que el lector considere que hablamos de una obra fácil que se puede despachar con rapidez. Esta conclusión es un fallo que solo conduce a «perder el tiempo», en el más amplio sentido de la expresión. Nuestro libro demanda una lectura lenta, muy lenta y muy concienzuda, muy atenta a los matices, a los detalles, a las menudencias conceptuales y figurativas, puesto que las noventa páginas en las que se distribuye su contenido equivalen a cientos o miles. La densidad que poseen las metáforas y los juegos lingüísticos de las formulaciones (v.g.: «En la vida de nunca hay un “nunca en la vida” que pulveriza su sentido del tiempo») impiden resolver el proceso lector con brevedad. Al contrario, exigen la paciencia, disciplina y el rigor de quien está dispuesto a desentrañar el sentido último del conjuro poético para que sea posible acceder al camino diáfano que une la palabra pulida con el testimonio asimilado de los hechos y las impresiones que refleja. Anatomía del tiempo exige una participación tan activa como minuciosa para que sea posible alcanzar el excelso premio de su comprensión y posterior asimilación. La sublime ganancia justifica cuanto hagamos por adherirnos a esta exquisita obra.
II
«Antes de partir, cerciórate de que la comprensión está entre tus pertrechos. Nunca emprendas el viaje sin ella. Aligera caminos. Los allana».
II.A. Entre adverbios y sustantivos
Conviene atender a la compleja estructura que presenta el libro: en seis grandes bloques (denominados: Preludio, Cabeza, Tronco, Extremidades, Apéndices y Antídotos) se distribuye el medio centenar de piezas textuales, si no he contado mal, que ofrece esta propuesta literaria. En el primero, están las tituladas “Intimidades” e “Identidad”; en el segundo, los escritos centrados en el adverbio “ayer”; en Tronco se abordan seis voces de la citada categoría gramatical, destacándose la referida a “hoy” por su extensión y variedad; en el cuarto apartado hay seis escritos y cinco son los que se desarrollan en el tramo del libro denominado Apéndices; por último, tenemos otras dos piezas textuales, denominadas “Asideros” y “Balances”, para el bloque Antídotos.
En apenas cien páginas, hay muchos niveles jerarquizados de desarrollo de la materia poética. Una clave para su entendimiento está, a mi juicio, en el término “anatomía” del título. De todas las acepciones que ofrece el DRAE, me quedo con dos: la primera, ‘Ciencia que estudia la estructura y forma de los seres vivos y las relaciones entre las diversas partes que los constituyen’; y la cuarta, ‘Análisis o examen minucioso de algo’. Afín a la analogía del tiempo como un organismo vivo, nuestro libro, tras el Preludio, sitúa en el bloque Cabeza el adverbio “ayer”, como he señalado en el anterior párrafo; en Tronco, los homólogos “ahora”, “antes”, “después”, “mientras”, “hoy” y “siempre”; y en Extremidades palabras como “mañana”, “tarde”, “noche”, “nunca”, “temprano” y “constantemente”. El que se centre en adverbios permite fijar una interpretación que, sujeta al dictamen gramatical, confiere un sentido más profundo al uso de estas clases de palabras invariables: la función modificadora de verbos, adjetivos, oraciones u otros adverbios se traslada, en el sentido poético y filosófico del título, a las mudanzas que sufre nuestra imagen de los hechos vividos, actuales o esperados cuando pasan por el tamiz del tiempo.
Estos cambios no vienen por la acción estática del significado que posee cada voz, sino por la metafórica personalidad que les ha concedido nuestro autor. Hablar de un “ayer” imperturbable, un “ahora” de carácter solitario con independencia de que esté en compañía; una vida secreta compartida entre “antes” y “después”, un “hoy” de sonrisa falsa, un “siempre” cariñoso o un “temprano” tímido, por ejemplo, es dotar a las palabras de rasgos humanos, personificarlas, situarlas en un espacio donde deambulan, conviven y quedan sujetas a los mismos conflictos, cambios de humor y variaciones actitudinales que nos contemplan diariamente: «Tendida en su diván, la noche le confiesa a la mañana: “Siempre he sentido envidia de la tarde, de ese halo romántico que la envuelve y que a mí me fue negado…, como si ella no tuviese también su lado oscuro”. Y, al poco, afilándose las uñas, añade: “Yo siempre he estado en busca y captura…». Cuando habla de la palabra “mientras”, se ve con más claridad este enfoque, pues nos dice el narrador que «es la más orgánica de las ramas del tiempo. Un ser vivo…».
A diferencia del resto, Apéndices distribuye su contenido en cinco sustantivos, o sea, palabras que hacen alusión a realidades de diferente naturaleza: “rutina”, “rencor”, “remordimiento”, “recuerdo” y “retorno”. Los nombres son autónomos, tienen entidad propia; los adverbios, en cambio, son dependientes, existen para condicionar otras categorías gramaticales y, en la obra de Sosa Machín, para señalar cómo su presencia determina la manera con la que captamos todo lo que nos sucede durante nuestra vigilia. Mas el cambio no se limita solo a las categorías gramaticales. La forma de presentar el escrito poético también merece atenderse. Los cuatro primeros aparecen en verso. Son los únicos de este libro poético. El último, “Retorno”, es un texto compuesto por dieciocho oraciones interrogativas que supone una vuelta a la prosa poética y, de alguna manera, al punto de inicio de la obra. Las respuestas a todas las preguntas que plantea deberían estar en todos los enunciados que se han desarrollado hasta ese momento, pero aun así es inevitable volver a enunciarlas porque una característica propia del tiempo es su condición cíclica. Nada más sujeto a la concepción del eterno retorno que el párrafo final de este apartado: «¿Adónde vuelve uno cuando vuelve después de haber vagado por la vida?».
II.B. Cohesión artrópoda
Así expuestas las partes del libro, lógico será el que se puedan percibir como entidades individuales; mas así no es, pues a la voluntad de unidad temática que subyace en el desarrollo de las diferentes piezas y que puede detectarse gracias a esa aconsejable lectura meticulosa, cabe destacar una genial marca de enlace que une todos los enunciados del libro: la mención a una araña y a su tela al principio de cada bloque, todo un símbolo que merece no desestimar si se aspira a captar el sentido último de Anatomía del tiempo. La evolución de este libro sobre el tiempo descansa sobre el significado profundo de unas hebras que se hilvanan en las ramas de un árbol.
En Preludio, donde se aborda una suerte de justificación del porqué de este libro en el primer apartado, titulado “Intimidades”, y se hace, en el segundo (“Identidad”) un ejercicio taxonómico que permite al poeta conocer la naturaleza de aquello que le mueve a emprender un viaje al sentido de las palabras cronológicas que acepta realizar «sin equipaje, sin afeites ni atuendos», se nos dice que «La araña asciende por el tronco del árbol hacia las ramas». En Cabeza, se lee «Entre las ramas, la araña urde su trama», lo que permite plantear que el tiempo (como el arácnido) se agazapa en el pasado para tensar la voluntad del poeta en su incursión. Acudir a lo que hubo es predisponerse a contemplar cómo fluye el tiempo, cuánto se ha quedado atrás para siempre y cuánto ha de quedar así cuando llegue del futuro. En Tronco, leemos «Momifica el ayer con secreciones y, agazapada, aguarda a algún incauto». El pasado permanece con las segregaciones de los recuerdos más punzantes, los que son fáciles de sujetar e inevitables. Se verán en los singulares anillos de “siempre”, un árbol al que acompañan «los sonidos del bosque de la infancia», una etapa vital señalada en “Intimidades” y trazada con varios pinceles en los cinco puntos en los que se distribuye la exposición que se dedica al adverbio “ayer”. El ánimo del recitador está predispuesto a captar los matices temporales de las voces que maneja en esta parte del organismo. La disposición parece dictar que, en Tronco, el presente; el pasado, en Cabeza.
En Extremidades, donde habitan las certezas del futuro en los términos “nunca” y “constantemente”, el adelanto de las previsiones en “temprano”, la percepción de los espejismos sobre lo inminente en “mañana” y “tarde”, y las realidades contrariadas aceptadas, como las que ofrece la “noche” dando cobijo a todos los desposeídos de la tierra, se encabeza el apartado apuntando «Hace vibrar el arpa de la urdimbre avisándola de que una nueva víctima se ha enredado en sus hilos». El «¿Teje la araña sueños inalcanzables?» de Apéndices se vertebra sobre la exposición en verso de lo que es la “rutina”, tanto para lo bueno como para lo malo; el “rencor”, «un tiempo a la espera» putrefacto; el “remordimiento”, compuesto por la noción de irreversibilidad; el “recuerdo”, como un montón abigarrado; y, en prosa, el “retorno”, sobre el que ya he tenido la oportunidad de señalar algo hace unos párrafos.
En la última parte del libro, donde se halla Antídotos, se habla de «cristales de agua deja la lluvia en la telaraña» y, con ello, de alguna manera, de la libertad que supone relativizar la influencia del tiempo para lograr emprender el gran viaje. «Es hora de que el destino se reconcilie con el azar y el tiempo», nos cuenta en “Asidero”. Hacen falta paciencia y comprensión para aceptar la irreversibilidad, la única ley que dictan los diferentes tipos de tiempo que se enumeran en “Balances” y que no he podido dejar de leer sintiendo que la única banda sonora posible para esta última pieza del libro no es otra que “Eclipse” de Pink Floyd.
III
«Queda echarse al mar. Y darle tiempo al tiempo. Porque no hay marcha atrás. Nunca hay marcha atrás. Solo adentrarse en una vertiginosa e irreversible espiral. La irreversibilidad. Única ley que dicta el tiempo»
Tras la lectura, solo hay que dejar que la imaginación organice la experiencia intelectual. Una instantánea cobra fuerza: un tablero donde los adverbios de tiempo se muestran como fichas de dominó. Así los he llegado a concebir; así, como piezas gramaticales, distribuidas con admirable sintaxis, con las que se alcanza a ser médico, geólogo, botánico, entomólogo, farmacéutico… en su contemplación poética. Lo que el ojo ve, transforma gracias a la pedagogía y la magia que fluyen. Hablo de la capacidad de enseñar y la de admirar, el don de hacer que simples letras sean las puertas que dan acceso a universos perceptivos alternativos y ajustados a nuestra cosmovisión. Mas en otro instante, quizás por la reiteración en ocasiones del término, quizás porque la palabra “siempre” es un «paisaje de esencia arbórea», veo las ramas de un gran árbol llamado tiempo, ramas que llevan a ramas y que, en su inmensidad y por su peso, llegan a unirse al suelo, y de ahí a las raíces; ramas que me cercan y se abrazan a todo cuanto conozco y recuerdo.
La trascendencia de las palabras temporales en este particular diccionario de las emociones y las impresiones consigue romper cualquier voluntad por situar el título en algún género. ¿Dónde he de ubicar este volumen para que esté en el lugar exacto que le corresponde? Reconozco que no sé dónde empieza y termina la ficción, si la hubiera, ni dónde queda la no-ficción, si es que cabe esperar un hueco para ella en estas páginas. No es un poemario al uso ni un libro de relatos, aunque narre las pulsiones que alcanzan a tener las humanizadas palabras y su prosa esté impregnada de un excepcional lirismo; pudiera ser considerado un ensayo, razones para ello no faltan, pero sus formas parecen negarlo; tiene mucho de manual didáctico, mas la sujeción que presenta hacia lo connotativo diluye esta consideración; hay un punto sutil de obra de autoayuda cuando nos regala perlas como «limpia el recuerdo de penas y tristezas, igual que se separa el trigo de la paja; pero no le niegues el sustento: la melancolía y la nostalgia», que casa con ese aroma filantrópico que desprenden los mensajes, pero la voz que preside las páginas no es consejera ni sentenciosa. ¿Qué es, por tanto, esta hermosa pieza que ha firmado Sosa Machín y que, con entrañable calidez, ha encontrado un lugar en mi biblioteca junto a los títulos cuyo descubrimiento y lectura han supuesto para mí una irreprimible felicidad? ¿Dónde dejaré anotado para que me acompañe siempre el que he de considerar como el más bello colofón de esta experiencia lectora, extraído del quinto apartado de la voz “mientras”, que dice así: «Solo el recuerdo nos salva del naufragio; olvidar, sin embargo, es necesario»?