Espejo (canario) para políticos corruptos

Tenía que llegar. Era inevitable. Erre que erre… La última de Alexis Ravelo, Un tío con una bolsa en la cabeza, llega a nuestras manos como la formalización, ahora extensa y más furiosa, de la tan indisimulable como amarga y ácida crítica que nuestro autor ha ido dejando caer a lo largo de su muy considerable y recomendable trayectoria en torno a quienes, investidos de una falsa capa de honorabilidad y de un hipócrita reconocimiento público, desatan el mal entre quienes no pueden defenderse porque, de un modo u otro, dependen de ellos. Este señalamiento, que cabe verlo como una marca propia de la que nunca prescinde, ahonda en la inmoralidad, el cinismo y la crueldad de aquellos que, circulando por el camino incorrecto, logran atesorar algún poder: políticos, empresarios, etc.

Aunque este enfado constante está presente en su producción, en su anterior novela, La ceguera del cangrejo (2019), lo percibí con bastante más nitidez (hubo pasajes muy claros de denuncia como el de la cena en Playa Honda, por ejemplo). Aun así, tengo la sensación de que, de algún modo, Ravelo amagó y no dio en el asunto con toda la contundencia que yo esperaba. A mi juicio, le faltó un empuje para soltar aquello que venía cargándose en las baterías del hastío y el hartazgo. Me gusta creer que mi admirado escritor fue consciente de esto y, para compensar aquellas carencias, nos ha regalado esta magistral abundancia que ahora me ocupa y que percibo como la consagración de una portavocía que ha desarrollado durante mucho tiempo desde sus obras “oficiales” y sus textos paralelos, probablemente sin pretenderlo explícitamente, y que le ha permitido reunir a un cada vez mayor grupo de lectores en torno a un mensaje de conciencia, decencia y transparencia social que todos defendemos desde nuestras particulares periferias. En este discurso bien dirigido y arrojado contra “esos tíos”, la novela aquieta la finalidad meramente lúdica para convertirse en un arma contestataria contra las injusticias que llevan a cabo quienes deberían velar por que estas no se produzcan.

El género literario pasa a un segundo plano o, como creo, se transforma por completo. El crimen es irrelevante. Dos tipos insustanciales, Tente y Rayco, mandados por alguien próximo a la víctima, se olvidan de hacer un agujero en la bolsa que han puesto en la cabeza de un tal Gabriel Sánchez Santana, Gabrielo, alcalde de un municipio llamado San Expósito. A partir de esta premisa, se abren dos vías: la del protagonista que busca la manera de librarse de la que, en pocos minutos, será su muerte por asfixia; y la del que trata de averiguar quién está detrás de esta situación, lo que le lleva a una evaluación de su vida y de cómo ha llegado hasta el lugar que ocupa como regidor y líder del PISE, el partido político cuya denominación abreviada ya es toda una declaración de intenciones: “pise”, como orden; “pisé”, como acto cotidiano para sobrevivir en la selva de las corruptelas.

La primera vía es una anécdota y la anécdota, en el fondo, no es más que un pretexto. Desde mi punto de vista, lo que importa en Un tío con una bolsa en la cabeza está ubicado en la segunda vía, en ese contenido que subyace detrás de la impecable estructura retórica que Ravelo ha logrado componer y que altera el espacio literario donde acostumbramos a ubicar las producciones del autor. En esta ocasión, su escritura se articula en los carriles por los que transitan, por un lado, los textos que se ocupan de los aspectos inherentes a la ética y la moral de los representantes públicos; y, por el otro, los textos periodísticos de corte argumentativo-expositivo.

Aunque estos políticos señalados pueden ser los de cualquier lugar del planeta, pues los males del cohecho y la prevaricación son universales, lo cierto es que basta con haber hojeado la prensa canaria del último cuarto de siglo, aunque sea muy por encima, para detectar que Alexis Ravelo solo ha tenido que recoger una pequeña cantidad de chorizadas hechas por un buen número de personajes que han habitado y habitan en el Gobierno, los cabildos y los ayuntamientos canarios (algunos incluso por tierras peninsulares) para ir colgándolos en el haber del protagonista, quien deja así de ser un simple personaje literario para convertirse en un símbolo: es, por un lado, el espejo donde los políticos corruptos se verán perfectamente retratados y, si quieren, si pueden, entender por qué los de su clase se han vuelto un tumor incurable a ojos de una ciudadanía desencantada y descreída. Y, por el otro, un “tío”, un cualquiera, uno más del vulgo, cuya cabeza, repleta de malos pensamientos, peores ideas, detestables decisiones (basura, en suma), solo puede estar cubierta por una bolsa cuya única razón de ser es la de recoger aquello que nos da asco y es nocivo porque está podrido, muerto…

La novela que nos convoca es negra y en esto nada tiene que ver el que esté publicada en una serie editorial que así lo indica o el hecho de que haya un crimen y alguien, aunque sea la víctima (genial cambio de perspectiva), investigue entre sus recuerdos quién pudo maquinarlo. La negritud, a mi juicio, proviene de las andanzas sin escrúpulos de quien presto morirá por asfixia. El recorrido sin escrúpulos que ha permitido al protagonista alcanzar sus metas políticas es lo verdaderamente negro. Su muerte pervierte el sentimiento de compasión que pudiera connotar la palabra “víctima” para adentrarse en la sensación confusa de la justicia o, para ser más preciso, de eso que viene a ser el karma. ¿Merece morir Gabrielo? No, diríamos quienes valoramos la vida. ¿Nos da pena que muera? Pena, lo que se dice pena… En realidad, no nos importa que tenga prohibida la entrada al corteinglés, para qué negarlo.