Gáldar, Aregaldan, Agaldar…

Cómo es posible, se preguntarán (hasta cierto punto, no sin razón), que un teldense de origen y santaluceño de corazón y habitación como yo acabe inmerso en una industria retórica tan singular como la prologal, y que por ello mis ladrillos léxicos terminen edificando la fachada textual de un volumen cuyos cimientos se asientan sobre una tierra, la galdense, que años ha formó parte de mis horas más significativas, aunque fuese por un periodo relativamente breve y por un motivo que no viene al caso reproducir en este ejercicio que nos ocupa.

A pesar de ese lejano lazo con el guanartemato, que en otras circunstancias hubiese podido bastar para entender el porqué de este prólogo, a pesar de ello, repito, entiendo la extrañeza que les pueda causar el hallar aquí a un hijo del sureste cuyos punteros existenciales y emocionales se ubican de manera permanente en las antípodas del noroeste grancanario; comprendo, hasta donde no se pueden imaginar, la contrariedad que les debe ocasionar mi presencia en este libro tan especial que, de entrada, al margen de lo que más adelante anote sobre él, merece el beneplácito efusivo e inquebrantable de cuantos tienen a bien considerarse oriundos y amantes de Gáldar: de cuantos admiran y se enorgullecen de su pasado y de sus gentes, se preocupan por su presente y tienen enraizado un profundo interés por su futuro, por el mejor de los futuros posibles.

Pero esa perturbación que les aqueja no debería ser tal, pues no son pocos los cabos que me anudan de una manera u otra a esta obra y, con ello, por extensión, a la Real Ciudad, a la que regreso en estas páginas de la mano de un hijo ilustre, su autor; uno de los llamados de forma inequívoca y merecida a recibir la predilección de sus vecinos y congéneres. Les hablo, además, de un regreso que no hago de cualquier modo, sino de la única manera que asumo como válida para volver a los sitios donde solo reina la memoria: a través de las páginas de un libro y, para el caso que nos ocupa, adosándome a las de este, que desde ya asumo como propio y, con el visto bueno de mis otros hijos, como uno de los más queridos, entre otras cosas por andar por medio la esencia de una joya sobre la que conviene en este momento no ser más explícito.

En estos instantes de argumentaciones sobre mi estancia en este noble espacio, tengo presente (confío en que de manera pertinente) a Plutarco y su obra más conocida, Vidas paralelas. No acudo al célebre título porque la naturaleza de este volumen nos conduzca a ningún parecido con el texto clásico, ni muchísimo menos, sino al hecho de que las nuestras —las vidas del profesor Guerra y de un servidor— comparten muchos puntos en común (reconozco que imperceptibles hasta ahora para mí) que bien merecen su consideración de cara a lograr con ello el beneficio de que me acepten. Es cierto que esas referidas conexiones pueden alcanzar en ocasiones la categoría de hecho anecdótico, pero si las expongo en este documento es porque en el fondo no son ajenas a la función que este apartado que nos ocupa y preocupa debe tener.

De entrada, podríamos considerar como un vínculo mutuo la confluencia de intereses para que esta obra viese la luz después de que otro proyecto editorial, el célebre Voces de nuestra lengua (en torno al castellano o español) [Anroart Ediciones, 2010], nos uniese en términos muy similares a los de este libro. La implicación personal en la gestación y desarrollo de este volumen bien podría valer de salvoconducto para mi propósito de ser bien recibido entre ustedes, aunque sea consciente de la conveniencia de no quedarme estancado en esta circunstancia, puesto que otras hay más sustanciosas.

Veamos: los dos somos docentes, con diferentes situaciones administrativas, es cierto, pero docentes, al fin y al cabo. Cuando se ha hecho o se hace de la enseñanza un modus vivendi, nunca se deja de pertenecer a ese universo vocacional que pulula en torno al magisterio. Súmesele a ello, además, nuestra condición filológica o, para ser más concreto, esa inclinación profesional y afectiva por todo cuanto tiene que ver con la lengua y la literatura españolas. Este libro rezuma pedagogía e hispanidad filológica. Amamos nuestro idioma, y nuestro dialecto, y los textos escritos en nuestra lengua, y aquellos que reflejan la singular manera de expresarse de los nuestros, los canarios; repito, amamos todo esto y procuramos llevarlo siempre con nosotros en la valija educativa que portamos todos los días y que completamos con una profunda y coherente actitud progresista que en el profesor Guerra Aguiar está siempre presente y en un servidor, por analogía con el Maestro, se procura que nunca falte. En este sentido, ambos compartimos muchos suspiros dirigidos a las esencias de una Institución Libre de Enseñanza que preside nuestro quehacer idílico en materia educativa y cuya reinstauración en nuestro sistema educativo nacional echamos muchísimo de menos.

Me pueden reprochar, llegados a este punto, si quisieran seguir cuestionando mi participación en este prólogo, el que la trayectoria del profesor Guerra Aguiar ha traído consigo la presencia de muchos que, como yo, poseen con él nudos editoriales, profesionales, vocacionales e ideológicos con la suficiente magnitud como para ser cualquiera de ellos el elegido para formar parte de la historia de este libro. Es cierto, eso es innegable; mas acépteseme, como argumentos adicionales a mi favor, el hecho de compartir con el autor una suerte de situaciones geográficas existenciales que deberían inclinar cada vez más la balanza de la idoneidad por afinidad hacia mi lado: el Maestro es un ciudadano palmense; yo, santaluceño. Hay en nuestra historia personal un lugar emblemático donde edificamos la racionalización de nuestras palabras y la fijación de los parámetros de nuestro pensamiento: en el profesor Guerra Aguiar, fue San Cristóbal de La Laguna; en mí, Las Palmas de Gran Canaria. Nuestras ciudades de habitación, además, forman parte de nosotros, no las dejaríamos…, aunque no nos falten instantes en los que evocamos nuestros orígenes hacia las tierras que dejamos atrás, no por desprecio, como mucho malpensado pudiera sostener, sino, quizás, por desarrollar hacia ellas un tipo de amor ideal (no idealizado) que requería de la distancia suficiente para que pudiésemos obtener la adecuada perspectiva; o sea, una mayor capacidad para atisbar el horizonte con plenitud y confirmar con nuestra visión algo que siempre hemos sabido: que amamos la tierra de nuestros padres porque es también nuestra tierra, y viceversa.

Entiendo el amor por Gáldar del profesor porque es similar al que yo siento por Telde: un amor sin condiciones y sin fanatismos que vuelvan blanco aquello que es a todas luces negro; un amor que cruje en nuestras entrañas cuando la sola mención del topónimo llega hasta nosotros. Sí, entiendo ese amor muy bien y comprendo, por lo tanto, qué movió al autor a componer todo un muestrario heterogéneo de motivos para afirmar al mundo su devoción por el municipio grancanario que lo vio nacer. Y ustedes deben entender, a partir de estos hechos, que obre en mi ánimo el deseo de que los años me den la lucidez suficiente para poder emular al Maestro con un libro de similares características al que nos ocupa; que llegue este a intitularse Telde, Telle, Telledo…, para diferenciarlo de la reconocida obra del Dr. Hernández Benítez; y que siga la estela de este Gáldar, Aregaldan, Agaldarpara que adquiera la debida prestancia.

Creo que todo lo apuntado debería hacerles ver de una vez por todas que ya no soy el griego enjaulado en un artilugio de madera que pude ser para ustedes al comienzo de esta escritura, sino un troyano más que, con sus circunstancias a cuestas, se siente con derecho a participar de la fiesta intelectual y lectora que representa la publicación de este tan necesario como extraordinario libro.

Muchos afortunados podrían estar en mi lugar, sí, pero creo haber demostrado que entre ellos hay no pocas razones que sostienen mi presencia en este honorable hueco que, como habrán constatado, defiendo con intensidad para satisfacción, confesémoslo ya, de mi de por sí desproporcionado ego personal, pues al fin y al cabo no es este el libro de un aficionado ni de un escritor novel, sino el título de alguien que ha consolidado una posición destacable dentro del panorama de las letras hechas en Canarias y que, en consecuencia, ilumina el camino a cuantos, como un servidor, vemos en él una sombra que nos cobija y ampara mientras tratamos de no tropezar en el ejercicio de juntar palabras.

Este libro, con su repertorio de 56 artículos distribuidos en nueve bloques temáticos, no es, como pudiera pensarse, una continuación de la obra que le precedió (Voces de nuestra lengua), sino una unidad libresca que comparte con aquella la estructura de sus contenidos heterogéneos, dispuestos en torno a un vocablo unificador: si en la primera fue la lengua, en esta es Gáldar.

Ambos volúmenes dan fe de una incuestionable verdad: que  Guerra Aguiar es uno de los mejores articulistas de nuestras islas gracias a su fecunda y extraordinaria producción textual, y gracias —todo hay que decirlo— a esa abrumadora legión de seguidores que nos hemos adherido a una escritura, la suya, en la que, como ingredientes democráticos muy propios de su ideario personal, conviven su espíritu pedagógico y un firme compromiso social que expone con exquisito respeto, agradecida prudencia y ese tanto de socarronería canaria que a nadie ofende y que tan grata nos resulta. Todo ello aderezado por un manantial de conocimientos que, dispersos con el preceptivo orden y concierto, conceden a estos una de sus mejores peculiaridades, la multifuncionalidad; o sea, el hecho de que los artículos puedan ser abordados desde diferentes puntos de vista: si queremos un texto de ideas, lo tenemos; si buscamos un texto con referencias filológicas o históricas, lo hallamos; si anhelamos un texto grato al placer lector, lo encontramos…

Este Gáldar, Aregaldan, Agaldar…, pues, como suma de las mejores virtudes escritoras del profesor Guerra Aguiar, se convertirá desde el instante mismo en el que yo deje de incordiarles con estas palabras en una obra de referencia que no puede ni debe causar indiferencia a ningún canario, grancanario o galdense que se precie con fundamento de serlo.

No es esta ninguna obra pasajera ni un entretenimiento encuadernado, como uno está acostumbrado a presenciar (a veces con más asiduidad de la recomendada), sino todo un acontecimiento editorial que merece ser acogido por los lectores con la certeza de saber que encontrarán en sus páginas motivos suficientes para concluir que este es un libro indispensable, necesario, esencial…; un libro con el que debe ser galardonada cualquier biblioteca que se considere como tal.

¿Entienden ahora el empeño de mi ego por disputar la sagrada plaza de este prólogo?