I
A / La palabra “transición” me connota brevedad, eventualidad, puntualidad, efimeridad. La percibo en el recorrido a través del minúsculo puente que une dos grandes montañas, en el tránsito que cubre la distancia entre el muelle y el barco atado al noray, en el trayecto que une dos magnitudes paralelas. Transición. Estar de paso. Ahora aquí; después, allí. Por eso, porque el vocablo se asienta en mi conciencia bajo estos parámetros, me resulta fascinante comprobar cómo hay un periodo de la reciente historia de España –entendiendo por “reciente” lo inferior a un siglo– que, bajo esa denominación, da cuenta de un conjunto de acontecimientos que permitieron el paso de una dictadura a una democracia. Cuando la mirada apunta al fenómeno, en las diez letras del término se diluye cualquier atisbo de insustancialidad, pues asimila el peso de unos hechos que, vistos con cierta perspectiva, no solo han condicionado la vida de los españoles durante cerca de cuatro décadas, sino que, de alguna manera, siguen ejerciendo su influencia, al menos dentro de un ámbito que a todos nos atañe, nos guste o no: la política como actividad desde la que se gestionan los asuntos públicos.
La Transición, pensaba Juan J. Linz en 1996, es ya historia, no algo que sea objeto de debate o lucha política; es objeto científico, añadía, con el riesgo de que los que no la vivieron la ignoren, la consideren algo obvio, no problemático. […] Diez años después de que Linz, y muchos con él, consideráramos la Transición como historia, hablar en España del proceso de transición de la dictadura a la democracia era hablar de política tanto como o más que de historia. Y hoy, cuando ya ha transcurrido otra década y nuevos movimientos sociales y nuevas fuerzas políticas han irrumpido en la calle y en las instituciones, los términos se han invertido por completo: hablar en estos últimos años de la Transición es hablar de política mucho más que de historia; o mejor: cuando se aparenta hablar de historia, lo que se hace cada vez con mayor frecuencia es un uso del pasado al servicio de intereses o proyectos políticos o culturales del presente. [JuliaA]
Por eso se escribe con mayúscula: porque es un hecho histórico y porque, añado, es un hecho histórico mayúsculo. Demasiado mayúsculo.
B / Para determinar su dimensión como periodo, hay que poner la mirada no tanto en lo que fue y lo que trajo consigo (una suma de decisiones que determinaron un cambio de régimen), sino en por qué se desarrolló como lo hizo[1] y por qué, de algún modo, a día de hoy, cuanto se dispuso entonces se valora de manera contrapuesta, pues unos ensalzan la Transición y otros la vituperan; estos la defienden al tiempo que aquellos la maltratan; quien dice «ya pasó» es repelido por los que afirman «está pasando»…
Estos juicios dispares merecen nuestras atenciones porque se vinculan con el hecho de que los distintos momentos históricos de la apuntada suma giran en torno a unos protagonistas que, a diferencia de otros momentos de la historia nacional, no cabe ceñirlos solo a la extensa lista de nombres propios que se recogen en los manuales y los homenajes, los que salieron en los medios y firmaron documentos legales trascendentes, sino que se hace obligatoria en esta relación la inclusión de la sociedad civil, esa que, en un porcentaje muy elevado, asume los hechos como una experiencia vital en la que tuvo que intervenir: bien desde las movilizaciones estudiantiles, asociaciones, sindicatos, fábricas; bien desde la acción ciudadana particular por medio del voto (elecciones generales o referéndum constitucional) y de la actitud comprometida en defensa de la democracia y manifestando su repudio a la dictadura.
Fue, en cambio, la lucha entre los distintos sectores del centro y la derecha la principal protagonista de la política en el momento del cambio. […] En cualquier caso, hay un momento en que toda transición democrática se acompaña siempre a medio plazo por una resurrección de la sociedad civil o, lo que es lo mismo, por un mayor o menor grado de movilización ciudadana [TusellB].
Yo creo que la Transición se desarrolló como lo hizo porque, concibiéndose como una suerte de epílogo de la dictadura, vino a ser, en realidad, el de la Guerra Civil. Hablamos de ese «clausurar la guerra» que apunta JuliáB dado que la contienda, afirma el historiador, es el proceso que da su razón de ser al siglo XX en España:
A diferencia de las guerras del siglo XIX, que unas veces acabaron sin un claro vencedor y otras dieron lugar a paces y abrazos de diverso signo, la Guerra Civil del siglo XX logró plenamente el propósito de quienes la iniciaron tras un golpe de Estado fallido: un vencedor que exterminó al perdedor y que no dejó espacio alguno para un tercero que hubiera negociado una paz o servido de mediador entre las dos partes. [JuliaA]
Aunque, a decir verdad, y siempre según cómo proyectemos la concepción del período, no es desajustado que se vea en clave de epílogo de la II República[2] y de puente que une a esta con la actual democracia, dos magnitudes equivalentes que permiten sortear el desfiladero de una guerra y, sobre todo, de un régimen totalitario y/o autoritario. Las vaguedades conceptuales no eliminan ni minimizan la tragedia de su existencia.
Según J. J. Linz –cuyas relaciones con los diseñadores de la política norteamericana hacia España cabe pensar que fuera naturalmente espléndidas, conforme a lo que corresponde a un becario ¡de 1950!– entre el totalitarismo de las catástrofes de envergadura histórica como el nazifascismo, y las catástrofes naturales generadas en la lucha contra el enemigo comunista, había un trecho mensurable. El que mediaba entre lo “totalitario” y lo “autoritario”. La cuestión tenía aspectos académicos y políticos. “Totalitario” lo era por principio el nazifascismo contra el que habían luchado las democracias, y también el “estalinismo”, contra el que habían de defenderse entonces esas mismas democracias. Escasa capacidad teórica habrían de tener los planificadores de una política si admitían que se podía combatir de nuevo al “totalitarismo” aliándose a otro “totalitarismo”, como en 1941, cuando se hizo frente al nazismo con el apoyo del movimiento comunista [Morán].
Según TusellA, no habría sido posible el desarrollo económico de los años sesenta o la Monarquía de 1975, que aún no tenía el calificativo de “parlamentaria”, en un régimen totalitario, sin que esto suponga una negación de lo que realmente fue el Franquismo: un régimen que, en palabras del historiador, «violó habitualmente las libertades y los derechos de la persona, resultó excepcionalmente cruel durante muchos años y, nacido en una guerra civil, consistió, sobre todo, en su perduración, marginando a una parte considerable de España». El historiador prefiere hablar de una dictadura de total concentración personal del poder…
al menos desde el punto de vista legal y teórico, en la que las instituciones consultivas, como el Consejo Nacional, desaparecían si pretendían cumplir su función, y donde las personas que desempeñaran en algún momento un papel especialmente relevante podían ser sustituidas, si eso ensombrecía el poder de Franco (como le sucedió a Serrano Suñer), o convertirse de hecho en simples fieles mandatarios de quien tenía en sus manos las riendas del poder, algo así como los secretarios de Despacho en el Antiguo Régimen (éste fue el caso de Carrero Blanco) [TusellA]
La guerra, que tuvo como prólogo el golpe de Estado de los desleales militares republicanos, terminó trayendo la dictadura; y esta, por su parte, justificó la guerra, ese terrible accidente colectivo que nunca debió producirse y que causó un dolor tan inmenso en España que ni la dictadura ni la democracia han sido capaces de aplacarlo.
La paradoja es que en el caso español la Guerra Civil no era sólo un hito histórico, sino la justificación política por excelencia del mantenimiento del régimen surgido de ella. En realidad, en España, hasta la muerte de Franco, la sociedad siempre estuvo dividida entre vencedores y vencidos [TusellB].
Aquello se podía y se debía haber evitado, pero hubo quienes, conscientes y anhelantes del daño, no cedieron en su propósito. Un ejemplo: las palabras de Franco en abril de 1937 al embajador italiano, Roberto Cantalupo, antes del cruel ataque contra el País Vasco.
«Me limito a ofensivas parciales con éxito seguro. Ocuparé España ciudad a ciudad, pueblo a pueblo, ferrocarril a ferrocarril… Nada me hará abandonar este programa gradual. Me dará menos gloria, pero mayor paz en el territorio. Llegado el caso, esta Guerra Civil podría continuar aún otro año o dos, o quizá tres. Querido embajador, puedo asegurarle que no tengo interés en el territorio, sino en los habitantes. La reconquista del territorio es el medio, la redención de los habitantes, el fin […] No puedo acortar la guerra ni siquiera un día… Podría ser incluso peligroso para mí llegar a Madrid mediante una compleja operación militar. No tomaré la capital ni siquiera una hora antes de lo necesario: primero debo tener la certeza de poder fundar un nuevo régimen» [PrestonA]
Por mucho que se edulcore la segunda etapa del franquismo apelando para ello al denominado “milagro económico español”[3] y a cierta relajación gracias a la acción de los llamados aperturistas,[4] es innegable que el deseo íntimo de todos los que no orbitaban alrededor de los inmovilistas no era otro que el de entrar en una etapa diferente a la que estaban viviendo donde fuera ineludible la palabra “democracia” y, con ella, otras como “libertad”, “consenso”, “igualdad”, etc. Hubo un progresivo cambio de pautas mentales y actitudes culturales que TusellB sintetiza en estos términos: «El cambio de la Iglesia,[5] la mayor tolerancia gubernamental con respecto a la prensa y la frecuencia de los contactos con el exterior habían hecho que el autoritarismo quebrara en la conciencia de los españoles». Esta frecuencia de los contactos exteriores permitió la comparación y, en consecuencia, la asunción de que había modelos políticos alternativos siempre mejores que el español.
A la mayor parte de la población nacional, que estaba muy lejos de los reconocidos como miembros del “búnker”, le sabía a muy poco los pasos que daban para ir aflojando las apreturas del régimen los timoratos tecnócratas; por eso, cuando hubo ocasión para ello y se inició la Transición como tal, muy pocos lograron sobrevivir políticamente a los nuevos tiempos.
Como ha narrado Rodolfo Martín Villa en sus memorias, la propia clase política del franquismo era consciente de su carencia de prestigio ante una sociedad en la que había perdido gran parte de un arraigo que en otro tiempo existió, aunque fuera siempre parcial y sectorial, pero que ahora se había desvanecido [TusellA].
En este movimiento de funciones con el que concibo los periodos históricos españoles tras la II República, al Franquismo le toca asumir el papel de prólogo de la Transición porque la voluntad popular, salvo la de los grupúsculos afines a la oligarquía, siempre se orientó hacia el cambio en favor de la democracia, aunque no fuera posible. Recuérdese que nadie escogió voluntariamente la dictadura. No solo no se eligió por sufragio, sino que ni tan siquiera se preguntó al pueblo por el tipo de Estado que quería. Se implantó la tiranía y punto. Entre las papeletas en las urnas y las balas en las pistolas, ya sabemos quiénes optaron por los disparos. Las razones para esta imposición de los vencedores carecen de validez una vez consumado el hecho, pues nunca, jamás, cabe justificar nada que se oponga a la democracia. Como se me antoja difícil de asumir que los mismos que tuvieron el poder para decir con sus votos si querían o no una república en 1931 optasen por perder ese derecho en favor de un régimen que los silenciaba, sostengo que el deseo de cambio siempre estuvo presente, pero que no fue posible por diversos motivos.
Todo el discurso de la reconciliación, creación del PCE, pretende señalar que la línea divisoria no es la que trazó la guerra, sino la que se trazará entre democracia y dictadura sin preguntar a nadie de dónde viene. De eso hablaban socialistas y monárquicos a finales de los 40 y comunistas y cristianos en los 50. El PCE es el que más insiste en que la amnistía incluya a los dos bandos […] El gran mito de la Transición es que se improvisó. Se enfrenta a problemas inesperados, cierto, pero de libertad y amnistía ya se empieza a hablar en los años 40. [JuliáB]
Dos citas ayudan a captar el sentido de esta necesidad de transformación. La primera, de Claret, hablando del general franquista Rafael Latorre, se vincula con la instauración del régimen de terror:
La dictadura encabezada por el general Francisco Franco había roto el círculo vicioso de la política española con métodos bien alejados de los propugnados por Latorre: a través de la violencia y la corrupción. La represión, iniciada con la guerra y continuada durante la posguerra, descabezó partidos y sindicatos, amilanó cualquier futura disidencia y cohesionó a los vencedores, cuyo destino quedó ligado al de la dictadura, pues se beneficiaron directamente del botín de guerra. La corrupción compró voluntades y ayudó a aparcar ambiciones: el Ejército dejó de ser un elemento desestabilizador y pasó a ser garante del nuevo régimen. De hecho, abusos y prebendas cimentaron y cohesionaron el naciente franquismo.
La segunda, de PrestonC, sintetiza lo que terminó siendo el mandato de Franco y cómo sus modos se vinieron abajo como un castillo de naipes en cuanto fue posible horadar la frágil estructura que lo mantenía:
Para imponer su régimen y el concepto de la nación como una familia armoniosa, Franco estaba dispuesto a matar, encarcelar y exiliar a la mitad de España. Si es que las tenía, sus ideas políticas resultaban sumamente estrechas, a menudo negativas y derivadas de su formación militar. Como la mayoría de los oficiales del ejército de su generación, lo que más odiaba era el separatismo, el comunismo y la masonería. Sin importar el coste en vidas humanas, estaba decidido a limpiar España de los tres, además del socialismo y el liberalismo. Esto significó la aniquilación de los legados de la Ilustración, de la Revolución Francesa y de la revolución industrial, a fin de regresar a las glorias de la España medieval.[6] Sus objetivos más preciados eran mucho más abstractos, más espirituales que ideológicos. Quería, mediante el derramamiento masivo de sangre, «redimir» al pueblo español, quitarle la carga de siglos de fracasos sufridos desde Felipe II, cuando la grandeza de España empezó a derrumbarse. La consecuencia de sus esfuerzos fue que, aparte del caso de unos cuantos nostálgicos del franquismo, el sentir colectivo acerca de Franco sería una combinación de ignorancia, indiferencia y la determinación de no volver a sufrir una dictadura.
[1]. «Lo que llama la atención en el proceso de transición español es, al mismo tiempo, lo claro que estuvo el objetivo final y lo imaginativo e inventivo que resultó el proceso hasta llegar a él. Todo sistema democrático se basa en aquello que John Stuart Mill denominó como un sentimiento de tarea común (a fell my feeling)» [TusellB].
[2]. Más adelante haré mención a la III República, cuyo prólogo –siguiendo el enfoque que he adoptado– vendría a ser el período que nos ocupa en las páginas de este tomo.
[3]. Que traería consigo esa clase media que el dictador consideró su mayor legado, como al parecer le dejó caer a Vernon Walters en febrero de 1971. El que por entonces era agregado militar y, al poco, director adjunto de la CIA dio cuenta de esto en su autobiografía Misiones discretas [Barcelona : Planeta, 1981] y en entrevistas como la que mantuvo con el periódico ABC el 15 de agosto de 2000 (págs. 24-25). Sea o no su mayor éxito, los norteamericanos tuvieron presente ese factor como elemento de ayuda a la reinstaurada monarquía de Juan Carlos, como lo demuestran las conversaciones del embajador Wells Stabler con Kissinger que recoge Charles Powell en su libro El amigo americano, donde se puede leer: «En todo caso, el futuro monarca vería facilitada su tarea por la existencia de “una amplia clase media que querría que su país estuviese en sintonía política con el mundo moderno y democrático, pero que no quiere aventuras”».
[4]. Extractos de dos logros inimaginables durante la primera etapa del Franquismo: «La Administración no podrá aplicar la censura previa ni exigir la consulta obligatoria, salvo en los estados de excepción y de guerra expresamente previstos en las leyes» [cap. I, art. 3, Ley 14/1966, de 18 de marzo, de Prensa e Imprenta]; «El Estado Español reconoce el derecho a la libertad religiosa fundado en la dignidad de la persona humana y asegura a ésta, con la protección necesaria, la inmunidad de toda coacción en el ejercicio legítimo de tal derecho» [cap. I, art. 1, Ley 44/1967, de 28 de junio, regulando el ejercicio del derecho civil a la libertad en materia religiosa].
[5]. La Iglesia era uno de los tres pilares fundamentales del poder de Franco, junto con el Ejército y la Falange. «La adhesión de la Iglesia al “Alzamiento Nacional” tuvo como consecuencia la exaltación en clave religiosa y salvífica de la figura del Caudillo, al cual la divina providencia habría encomendado la misión de rescatar a España. […] Los mismos teóricos del Nuevo Estado asociaban el atributo de «católico» a los términos totalitario, fascista y nacionalsindicalista, para destacar una peculiaridad española» [Di Febo].
[6]. Morán apunta: «Respecto al pasado se seguía una continuidad con el pensamiento reaccionario según el cual España tenía ambición de imperio –hasta 1945 territorial, a partir de entonces espiritual–. Un imperio vinculado indisolublemente a la fe católica y al que habían cantado y añorado desde Calderón a Ramiro de Maeztu. La paz de Westfalia (1648) había marcado el punto de inflexión definitivo de nuestra decadencia. El siglo XVIII la confirmaba con el afrancesamiento general. La Ilustración, culpable de la impiedad y de la Revolución francesa, y el siglo XIX, la culminación del desamparo patrio. Nuestra burguesía probablemente era la única en Europa que detestaba el siglo XIX. Liberalismo, revoluciones, masonería, ideologías múltiples, pasiones románticas… Es posible que en el fondo eso facilite entender el porqué del superficial romanticismo que padecimos; ninguna figura de talla. […] El franquismo en historia no pretendía ser ni brutalmente radical, como los Rosenberg del nazismo, ni reaccionariamente culturalista como los Gentile del fascismo. Sencillamente clericalismo, antiliberalismo y un culto palurdo al líder».