En la web de la Fundación del Español Urgente, con fecha del 27 de diciembre de 2023, se ha publicado una entrada que lleva el siguiente título: “Polarización, palabra del año 2023 para la FundéuRAE”. Dos son las razones que se apuntan para esta elección. Por un lado, la evolución de su significado, esa suerte de relexicalización de raíz connotativa de la que nos habla Beatriz Gallardo-Paúls en Usos políticos del lenguaje (2014) que los redactores de la nota informativa han expresado del siguiente modo:
«En los últimos años se ha extendido el uso de esta voz, que está recogida desde 1884 en el diccionario académico, para aludir a situaciones en las que hay dos opiniones o actividades muy definidas y distanciadas (en referencia a los polos), en ocasiones con las ideas implícitas de crispación y confrontación. Es habitual encontrar en los medios ejemplos que aluden a diversas formas de polarización, a nivel mundial: la polarización de la sociedad, de la política, de la opinión pública, de las posturas en las redes sociales, etc.».
Por el otro, la gran presencia de la referida voz en los medios de comunicación:
«Aplicada a la política y al ámbito ideológico, al mundo deportivo, al debate en las plataformas digitales y, en general, a cualquier escenario en el que sea habitual el desacuerdo, la voz polarización se ha extendido a lo largo de 2023».
Echo una sucinta mirada a las que han recibido en años anteriores el “galardón” y concluyo que, salvo las voces asociadas a entornos digitales (“selfi”, 2014; “emojis”, 2019; e “inteligencia artificial”, 2022) —que aún sigo sin asimilar por qué adquirieron en su momento la condición de términos más destacados—, las restantes, vistas con la debida perspectiva, contienen vínculos entre sí (“semas”, en terminología semántica) que conducen, de un modo u otro, a la que nos ocupa. Dicho de otra manera: la suma de los significados connotativos de “escrache” (2013), “refugiado” (2015), “populismo” (2016), “aporofobia” (2017), “microplástico” (2018), “confinamiento” (2020) y “vacuna” (2021) han determinado que ahora mismo la palabra “polarización” sea tan relevante. Ha sido una consecuencia inevitable.
Los escraches asentaron en nuestra conciencia lo que aún hoy en día solo puede denominarse como las protestas de la desesperación. La impotencia de los afectados por las hipotecas ante la crisis económica era tal (recuérdese que fue la plataforma PAH la que encabezó este tipo de manifestaciones), que se vieron obligados a ser más intimidatorios en sus maneras de expresar su inquietud con el fin de lograr que sus demandas pudieran atenderse. La sociedad se fragmentó: había quienes daban el beneplácito al contenido, pero condenaban las formas; algunos atacaban los modos y no parecían tener muy claro el fondo del asunto; no faltaron los que lo rechazaron todo, ni tampoco los que todo lo admitieron. Estos últimos fueron los que, en cierta medida, contribuyeron al desarrollo de las grandes movilizaciones del 22 de marzo de 2014, conocidas como Marchas por la Dignidad (22-M), que sirvieron para reafirmar y convertir en principios (polarizadores, por supuesto) cuanto se propugnó durante el movimiento de los indignados, el del 15-M.
A la manera de actuar de los aceptadores sin medias tintas se le clavó el calificativo de populismo, y en la lexía se consolidó un significado bipolar: los de un lado, defendieron que sus acciones buscaban el desarrollo de iniciativas tendentes a devolver al pueblo el poder que las élites le han mermado o, en muchos casos, suprimido; los del otro, en cambio, sin mirar la viga en el ojo propio, utilizaron la voz para, con evidente tono de menoscabo y bellaquería, acusar a los primeros de afinidad con algunos lugares del planeta en los que, grosso modo, parece darse en la clase dirigente una apelación a los sentimientos patrios para solucionar con la fuerza de las tripas lo que no se es capaz de resolver con la de la cabeza.
Los términos de 2013 y 2016 permiten el trazado por donde se visualiza con nitidez el límite divergente de las dos placas tectónicas que han polarizado la realidad nacional en la última década. El alcance significativo de las otras voces escogidas por la FundéuRAE con posterioridad no ha hecho más que asentar el desacuerdo y, con él, profundizar en la sensación de vacío que provoca la percepción de un foso tan indefinido como el que se ofrece a quienes no saben, no quieren y/o no pueden estar en ningún extremo, y solo aspiran a quedarse en la indiferencia que aporta todo lo medianero.
Han pasado ocho años desde que salió elegida como palabra de 2015 la voz “refugiado”. En este tiempo, ¿acaso no ha acrecentado la discordia entre facciones el descaro con el que se nos ha mostrado que, en función de criterios raciales, religiosos, culturales y económicos, hay refugiados de una u otra categoría, prescindiendo así de lo único válido para su condición que es, además, lo que les une: el deseo de hallar un sitio donde sea posible aquello que en el propio no encuentran (paz, prosperidad, esperanza, etc.)? ¿Ha polarizado o no esta voz? ¿Y qué decir de “aporofobia”, la que en 2017, como palabra más destacada, abofeteó a la sociedad para echarle en cara que su deidad no se escribía con la D de Dios, sino con la de dinero? Fue, sin duda, el término que acabó por mostrar cuáles eran los ropajes de la solidaridad: en un extremo, estaban y están los que pensaban y piensan en buscar y ofrecer a los desfavorecidos las más variadas soluciones o paliaciones a su situación; en el otro, los que aplastaban y aplastan del modo más anticristiano posible a los que reclaman un poco de conmiseración acompañada de un tanto de ayuda. ¿Que si polarizó esta palabra? Mucho, muchísimo; y sigue haciéndolo, aunque sean la pobreza y los necesitados los que —metafóricamente hablando— adornen con oro y ricas telas los tronos procesionales.
En el ámbito de la salud y del medioambiente, se acentuaron más las diferencias entre los extremos cuando se constató que ninguna palabra encajaba mejor que “microplástico”, en 2018, para simplificar lo que ya comenzaba a ser una realidad incuestionable: que todos, con mayor o menor grado de implicación, estamos contribuyendo a destruir la Tierra. Una vez más, la polarización que confirma la voz elegida este año se hizo presente y sigue vigente aún. Los mismos que niegan el cambio climático y el estropicio que se está haciendo a nuestro hábitat, y que rechazan los mil y un pequeños pasos que se proponen para ir solucionando este grave problema, son los que pusieron toda clase de obstáculos malintencionados durante el confinamiento (palabra destacada de 2020) y a lo largo del posterior proceso en el que, con la ciencia por delante, se administró una elevadísima cantidad de vacunas (la lexía de 2021) entre la población.
Por eso, creo sinceramente que al acierto de la voz escogida este año debe unírsele su inevitabilidad. Más pronto que tarde, era de cajón que acabaría siendo elegida, pues si la realidad se configura a través de las palabras, ninguna más certera para describir cómo estamos y nos encontramos en este momento que “polarización”. Vivimos extremados. Ese es nuestro nuevo estatus. El término medio como virtud se va volviendo cada vez más frágil. Los adverbios de la mesura —los “quizás”, “posiblemente”, “acaso”… — se han reemplazado por los sentenciosos “sí” y “no”. Todo, nos guste o no, está polarizado; y lo está de un modo muy focalizado: el conjunto de los asensos de un colectivo conforma el de los disensos del contrario. La polarización, pues, no es específica, sobre temas puntuales; sino genérica, centrada en las maneras de ver e interpretar el presente y trazar el futuro.
Los indignados de la segunda década del siglo XXI, que estaban ubicados en un extremo y eran fácilmente detectables, ahora se han dividido —en la tercera— en dos bloques: por un lado, se encuentran los de siempre, los auténticos enfadados, los que siguen la estela del 15-M y del 22-M; son los que afirman su compromiso para luchar contra los abusos hipotecarios, y contra el poder omnímodo de las élites, y contra la pobreza en todos los ámbitos donde clava sus aguijones, y contra la tragedia que padecen quienes se ven obligados a desplazarse a otros lugares para alcanzar aunque sea las migajas de una vida con cierta dignidad, y contra las políticas y la sinrazón de los que niegan el cambio climático contaminando más y peor nuestro medioambiente y, por no ir más allá del marco que trazan las palabras destacadas por la FundéuRAE, contra el desmantelamiento de servicios públicos como los que gestionan la salud (por extensión, verbigracia, la educación, etc.). Por el otro, se hallan los “nuevos” indignados, los “neoputocabreados”; los que, bajo el yugo de la cruz y la espada, se oponen, más por inercia casi que como consecuencia de un proceso racional, a cuanto defienden los “viejos”.
Visto todo con la debida perspectiva, creo que en el fondo no ha elegido la Fundación del Español Urgente la palabra de 2023, sino la del siglo XXI (de momento).
Coda. Curiosamente, hay una entidad nacional que, surgida en teoría como un elemento aglutinador, consigue sin pretenderlo —más por negligencia que por sagaz estrategia— despolarizar los sentimientos patrios: la monarquía. Acrecentada tras el discurso de Nochebuena de este año, tengo la impresión de que la genérica y variopinta convicción de que la Corona tiene los días contados gana cada vez más adeptos. En esto, intuyo, España va camino de ser monolítica.