Elaboro estas palabras durante el período de confinamiento que las autoridades han impuesto a la ciudadanía para frenar el avance de la pandemia ocasionada por el COVID-19, una enfermedad causada por un coronavirus.
Pienso ahora mismo en mi alumnado. Esto va para ustedes.
Cuando comenzó el curso escolar no se me ocurrió imaginar que escribiría esto que ahora leen bajo estas circunstancias históricas. Ni remotamente pude suponer que esto iba a suceder. Y digo bien: circunstancias históricas. Esto que estamos viviendo es una experiencia que formará parte de nuestra memoria colectiva.
Recuerdo y creo que jamás olvidaré la caída del Muro de Berlín (9 de noviembre de 1989) y el atentado a las Torres Gemelas de Nueva York (11 de septiembre de 2001). Sus ascendientes saben de qué les hablo. Cuando evoco los acontecimientos mencionados, hay imágenes que se vuelven nítidas en mi memoria.
En el hecho de 1989, estaba en casa de mis padres y veía en la televisión cómo los berlineses de un lado del muro pasaban al otro lado. Me impactó. Yo tenía tu edad, año arriba, año abajo, e intuía que la desaparición del muro suponía el fin del mundo que yo había conocido hasta ese momento, dividido entre el bloque de naciones que se adherían a las tesis de EEUU y el bloque de las que estaban bajo la influencia de la URSS (la actual Rusia más varios países que en la actualidad son fronterizos: Bielorrusia, Ucrania, Kazajistán, etc.).
La máxima autoridad en la URSS se llamaba Mijail Gorbachov, quien años antes del hecho histórico había puesto en marcha un programa de reformas económicas denominado Perestroika. Me acuerdo de leer como noticia de alcance mundial el que, por primera vez en la URSS, ya se podía comprar Coca-Cola. Imagínate. Yo vivía en Canarias, en unas pequeñas islas del Atlántico, y yo tenía acceso a este refresco sin problema alguno; y los rusos, en cambio, empezaban a disponer de esta bebida gracias a la apertura económica que su presidente había promovido. En lo personal, tengo que hacer un gran esfuerzo para que me vengan a la memoria vivencias significativas que me ocurrieron en 1989; en cambio, tengo fácil acceso a esto que te cuento sobre la caída del Muro de Berlín. El hecho me marcó.
Lo mismo me sucede con los atentados del 11 de septiembre. Yo vivía en la capital de Gran Canaria. Fue una tarde. Acababa de despertarme de una ligera siesta. Recuerdo que todo empezó como un accidente de aviación: un aeroplano se había estrellado contra un edificio. A partir de ahí, las horas siguientes se fueron llenando de incredulidad, asombro, desconcierto… No sé, podría poner tantos sustantivos equivalentes a los expuestos. Ustedes no habían nacido. Por eso no saben cuánto cambió el mundo después de aquella tarde fatídica.
La emblemática ciudad de Nueva York, símbolo de una nación que había estado presente en todos los conflictos armados relevantes del siglo XX, era atacada con armas inesperadas: sus propios aviones comerciales pilotados por terroristas. No vino un ejército del exterior ni llegaron misiles lanzados desde tierras remotas, como se pensaba que ocurriría durante la Guerra Fría que mantuvieron los EEUU con la URSS. No. Fue peor. Las armas eran los aviones y los testigos directos de la masacre los pasajeros, cuantos tuvieron la desgracia de estar en los dos edificios y, por extensión, el planeta entero, que contempló a través del televisor las terribles escenas de las naves colisionando contra los edificios, que terminaban derrumbándose y sepultando a miles de personas.
La imagen de aquella tarde sigue fija en mi memoria y sale a flote siempre que voy a un aeropuerto y tengo que coger un avión: y no porque tema que vaya a ser víctima de un suceso similar, sino por los controles que hemos de pasar los pasajeros hasta llegar a nuestras puertas de embarque. La actual parafernalia es una de las consecuencias de ese ataque terrorista.
Me ciño a estos dos acontecimientos porque son los que han salido a relucir mientras te escribo esto, pero hay otros momentos; momentos que, cuando los evoco, me muestran una imagen fija de cuándo supe de ellos: cuando me hablan de los atentados de Madrid del 11 de marzo de 2004, no puedo evitar verme en una cafetería que estaba cerca del instituto donde daba clases entonces y mirando absorto el televisor; o, para no extenderme más, cuando se menciona el accidente de Spanair del 20 de agosto de 2008, que mi memoria me ubica en el interior de mi coche, rumbo a mi casa y oyendo el suceso a través de la radio.
Lo relevante para lo que deseo compartir contigo es que la conciencia de ser testigo de algo histórico me condujo a pensar: «Vaya, formo parte de la generación de humanos que vivió esto»; y «he sido testigo de algo que formará parte de la memoria colectiva de la Humanidad». Imagino que lo mismo debieron decir quienes vivieron el final de una guerra, la conclusión de una hazaña admirable, la inauguración de una construcción única, etc.
Pienso en esto y mi memoria intelectual, aquella que no es fruto de la experiencia, sino del conocimiento, me conduce a pensar en cuántos como nosotros han vivido un hecho similar al que ahora estamos viviendo, un hecho que jamás olvidaremos y que nos vinculará como testigos de un acontecimiento histórico: el actual período de confinamiento que empezó en marzo de 2020 y que no sé cuándo terminará. Por eso no creo estar equivocado cuando afirmo, como ya he expuesto al principio, que escribo esta introducción con la conciencia clara de que esto que estamos viviendo es una experiencia que formará parte de nuestra memoria colectiva.
Siguiendo el patrón de los hechos vividos y que recuerdo con nitidez, este que ahora nos une conllevará que, cuando termine, algo cambie en nuestra manera de concebir la vida y el mundo. Intuyo que, después de confinamiento, algo no volverá a ser igual que antes, sin que ello signifique que lo que ha de venir (visto con la debida perspectiva) sea necesariamente malo.
Una nación se ha encerrado en sus casas. Esto, a lo largo de la historia, ha sucedido siempre en momentos trágicos: una guerra, una dictadura… En otros momentos, los encierros nunca eran generalizados y siempre eran puntuales: un fenómeno meteorológico adverso, una decisión judicial, etc. Aunque no falten acontecimientos parecidos en la historia, muchos con una gravedad mayor que la actual, lo cierto es que lo sucedido ahora tiene algo de particular: que lo estamos viviendo de una manera muy próxima. Una pandemia, como la niebla, ha envuelto el corazón emocional y simbólico de ese llamado primer mundo, el mundo que se toma como referencia de progreso, el mundo que no duda en dictar las reglas de cómo se debe vivir a quienes no pertenecen a su grupo. Somos víctimas de una catástrofe sanitaria que, reconozcámoslo, miraríamos con relativo desinterés si sucediera fuera de ese llamado mundo desarrollado.
La vida cómoda, regalada, sin conflictos; la vida de la seguridad jurídica, de la paz en las calles, de la comida, medicamentos, techo y abrigo constantes, estables, ahora se ve condicionada por un notable recorte de algo que siempre dimos por sentado que tendríamos y que, hasta hace unos días, unas semanas, nos parecía inconcebible que no se diera: la libertad de movimientos.
Este encierro nos ha de enseñar, por un lado, a valorar la libertad y a cuidarnos de no hacer aquello que nos conduzca a perderla por ir en contra de la ley; por el otro, a darnos cuenta del daño que esa libertad para ir y hacer cuanto queramos ocasiona al medioambiente. La calidad del aire y del agua han mejorado gracias a nuestro encierro. Otros seres vivos, que tienen el mismo derecho que nosotros a disfrutar del planeta, “agradecen” el que estemos dentro de nuestras casas.
Lo trágico de lo vivido es que muchos de nuestros semejantes han tenido que ser víctimas de esta pandemia. Es el gran precio que se paga en estas situaciones. Nosotros cumplimos con las órdenes gubernamentales de no salir mientras que más allá de las ventanas de nuestras casas se libra una lucha sin cuartel contra la enfermedad. Aunque no conozcamos sus nombres ni hayamos visto sus rostros, hemos de tener un recuerdo para esos cientos de fallecidos y esos miles de enfermos, y para esos miles de ciudadanos que, con su abnegado esfuerzo, nos han protegido mientras estábamos confinados: personal sanitario, personal de las fuerzas y cuerpos de seguridad, personal encargado de abastecer de productos alimenticios y sanitarios, los transportes, los comercios, etc.
Es obligatorio, es moralmente obligatorio, que los tengamos a todos presentes en este momento. Quiero aprovechar la oportunidad para expresar por mi escrito mi más sincera gratitud a todos los que han hecho posible, sin que hubiera una voluntad expresa para ello, que la perspectiva de nuestra sociedad a corto y medio plazo vuelva a ser luminosa. Unos han pagado el precio de su salud y su vida; y, sin proponérselo, han mostrado cuán valiosos son estos dos tesoros que tenemos. Otros, con su esfuerzo, sacrificio y bondad, y sin proponérselo también, han mostrado cuán valioso es cuidar, proteger, aumentar… los pilares básicos de nuestro estado del bienestar y cuán importante es la contribución que todos nosotros (sí, todos: tú, tu gente, yo, mi gente) podemos hacer para preservarlo de su desmantelamiento y desaparición.
Pienso, salvando las distancias dado que no son hechos similares, en una tragedia recientemente recordada gracias a su aniversario: Chernóbil, la mayor catástrofe nuclear de la historia (26 de abril de 1986) y un desastre medioambiental de tal magnitud que, de no haber sido controlado, hubiese multiplicado por no sé cuánto la cantidad de víctimas entre muertos y enfermos. Para que ese control de la situación fuera posible, se hizo necesario que muchos diesen su vida para salvar las de la mayoría. Esos fueron los denominado “liquidadores”, personal voluntario compuesto por civiles (bomberos, obreros, mineros, científicos, etc.) y militares que se enfrentaron cara a cara con el problema para atajarlo. Miles de ellos murieron y muchos miles más quedaron discapacitados. Sin su abnegación, sin su entrega, no hubiese sido posible que millones de ciudadanos sigan vivos.
Con el COVID-19 está pasando algo parecido. Muchos han hecho un sacrificio para que nosotros no nos contagiemos; y para que nos curemos, si estamos enfermos; y para que lo esencial en nuestras vidas no falte: alimentación o medicinas. Imagino a muchos enfadados por estar encerrados en sus casas. Entiendo que no es una situación agradable. Pero me gustaría pensar que el enfado se queda en los límites de su espacio vital y que el cumplimiento de las órdenes gubernamentales ha estado por encima de todo. Me gustaría pensar que no han ido a un supermercado a comprar solo un refresco y una chocolatina; me gustaría pensar que no han sacado al perro más veces de las que habitualmente lo sacan o que han sacado la basura tantas veces como solían hacerlo antes del confinamiento; me gustaría pensar que no han cometido la insensatez de verse a escondidas con muchas otras personas. Me gustaría pensar que entienden lo que significa una situación excepcional porque eso significa que están preparados mental y moralmente para asumir responsabilidades. Quien hace lo que tiene que hacer y cumple con lo que tiene que cumplir está preparado para formar parte de la sociedad de una manera activa y eficaz, pues posee la condición de ciudadano pleno: es consciente de sus deberes y, en consecuencia, es conoce la justa medida para defender y hacer uso de sus derechos.