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Antológicos… Didacticismo, deleite, homenaje y gratitud

Tiene la palabra el gran Claudio Guillén [413-417]:[1]

Primera muesca: «La antología es una forma colectiva intratextual que supone la reescritura o reelaboración, por parte de un lector, de textos ya existentes mediante su inserción en conjuntos nuevos. La lectura es su arranque y su destino, puesto que el autor es un lector que se arroga la facultad de dirigir las lecturas de los demás, interviniendo en la recepción de múltiples poetas, modificando el horizonte de expectativas de sus contemporáneos. Escritor de segundo grado, el antólogo es un superlector de primerísimo rango».

Segunda muesca: «Las antologías suelen ser conservadoras, aún más, militantemente conservadoras, puesto que la realización pretérita se vuelve modelo para el futuro. […] Pero también puede acontecer lo opuesto, que el antólogo vaya a contracorriente».[2]

Tercera muesca: «¿Cuáles son los criterios de selección? ¿La fama, la perfección artística, las reglas del arte, la utilidad pedagógica, la función ideológica? […] ¿Hasta qué punto las piezas singulares de una antología se integran en un conjunto? El grado de integración, o de intratextualidad, sin duda varía; pero la voluntad de unidad raras veces falla».

Cuarta muesca: «¿Es el antólogo también un crítico? Cuando ya están reunidas y encajadas las diversas partes, son casi irresistibles la visión de conjunto y la teoría. […] El antólogo no es un mero reflector del pasado, sino quien expresa o practica una idea de literariedad, fijando géneros, destacando modelos, afectando el presente del lector y, sobre todo, orientándole hacia un futuro. Nos hallamos en este caso ante un crítico y un superlector a la vez: crítico, por cuanto califica y define lo dado; superlector, por cuanto ordena y predispone lo dado, actualizando sistemas contemporáneos, impulsando lo que se dará».

Este preliminar traza el epicentro de lo que me apetece compartir contigo: un sucinto análisis sobre la antología literaria; el hipocentro viene conformado por los términos sobre los que pretendo asentar la exposición: enseñar, deleitar, homenajear y agradecer. En las próximas páginas intentaré que el rasgo potencial de los verbos enumerados se transforme en la realidad que encierran, por un lado, los dos sustantivos sobre los que situaré las posibles respuestas a una pregunta muy concreta: ¿Qué alcance tienen (o deberían tener, o pueden tener… o se quiere que tengan) el didacticismo y el deleite a la hora de confeccionar un centón escolar y, en consecuencia, de atender los procesos de lectura, análisis, documentación, selección, transcripción, ubicación y revisión de las muestras en el corpus general?

Esto, como he dicho, por un lado; por el otro, atenderé a la realidad de los nombres homenaje y gratitud cuando se contemplan como el necesario halo que ha de estar presente en todas aquellas producciones que, mirando al pasado, se nutren de aquello que, en el presente, merece ser recordado para que, en el futuro, no se olvide.

DIDACTICISMO

Convendrás conmigo en que un repertorio dirigido a estudiantes, sean de la condición que sean, debe basarse sobre todo en el ofrecimiento de una serie de textos que, a juicio de quien los edite, han de ser significativos gracias a factores tales como: la calidad lingüística del testimonio; su coherencia poética, entendida esta como el reconocimiento de la voluntad estética presente en la escritura; la adhesión intelectual al contenido del mensaje; la relevancia del texto literario dentro del marco artístico en el que ha surgido y su posterior asentamiento en la conciencia colectiva de un entorno cultural determinado, etc.

El didacticismo influye en la extensión de la pieza y, en consecuencia, en la búsqueda de aquellas partes del todo que, según el responsable de la selección, son representativas para el acceso a la cualidad pedagógica que debe estar presente en todo ramillete literario que se precie.

Dos características “esenciales”, íntimamente ligadas con la extensión del testimonio, deben envolver este tipo de publicaciones: por un lado, aquella que he venido a denominar como esencia de tráiler, entendida como el propósito de condensar, de la mejor manera posible, lo más llamativo de un todo (como los avances cinematográficos); por el otro, la que nomino esencia de aperitivo, que responde a la asunción de que lo importante en estos álbumes no es ofrecer el final de una idea creativa (dicho de otra manera: destripar el desenlace), sino la entrada al camino que debe recorrerse para acceder a ella.

La función didáctica que me ocupa es la que viene respaldada por el presunto vínculo que se establece entre las muestras que se escogen y la historiografía literaria, como señala Reyes [137].[3] Es más, al margen del componente subjetivo (sobre el que me pronunciaré en breve), la selección del repertorio es el resultado de una asimilación de la tradición académica; la cual, a su manera, también ha realizado sus particulares elecciones. Se parte, pues, de un camino ya trazado y aceptado como válido; es decir, ajustado a los dictámenes del rigor científico y, en consecuencia, no cuestionado (aunque en ocasiones pueda cuestionarse). En este sentido, el editor de una antología literaria, por ejemplo, lleva a cabo un intenso y extenso viaje a través de las diferentes historias y teorías de la literatura para ir configurando sus gustos: lee, contrasta y se sumerge en la corriente que marca la referida tradición realimentando el nombre y las obras de aquellos que todos terminamos reconociendo como clásicos.

«El antólogo (crítico y superlector, según Claudio Guillén), desde un punto de vista hermenéutico está obligado a una doble lectura: la de la tradición poética que quiere reflejar en su libro y la de la tradición de las lecturas de la tradición poética que alcanzaron a reflejar los antólogos que, antes que él, acometieron semejante labor» [Ruiz, 48].[4]

Los modelos académicos son referencias inspiradoras que ayudan a encauzar la iniciativa y a evaluar el grado de coherencia interna que mantiene el proyecto con ellos. El antólogo, ante un autor y un texto heredados de la mentada tradición, debe decidir si contribuye a su vigencia sumándolos a su repertorio, si pospone su adhesión para una ocasión mejor o si, por el contrario, prescinde de ellos y rompe, por su parte, el hilo histórico.

«Como cualquier obra realizada por el hombre, la historia de la literatura es una sucesión de elecciones y olvidos. Incluso los textos o manuales que más pregonan su objetividad científica son fruto de un proceso de revisión y selección que implica subrayar unos nombres y minimizar u obviar otros. Cada época elige a unos autores, cada crítico prefiere unas lecturas. […] Nada es inocente en una antología, ya que toda presencia implica una ausencia. Frente a la historia literaria, ofrece un canon más fluido y cambiante en la medida en que, como texto, se renueva y suma nuevos títulos de forma más recurrente. De aquí su mérito y también su peligro y poder, porque, al mismo tiempo que unos nombres se ven elevados, otros se ocultan, olvidan o desechan» [Palenque].[5]

«[…] la labor de selección encierra en sí misma un inconveniente de imposible resolución: el riesgo de cometer exclusiones injustas. Hasta las selecciones que gozan de mayor prestigio son discutibles, pues, al fin y al cabo, la crítica poética carece de baremos exactos con los que catalogar la obra de los distintos creadores […]» [Bayo, 34].

No solo es la presencia o ausencia de autores y títulos el asunto que debe atender el editor que obra en nuestras intenciones, sino el lugar que deben ocupar; o sea, la disposición de la materia literaria y su presentación ante el lector. El propósito pedagógico es el que ha movido a Díaz-Plaja [182][6] a sostener la necesidad de incorporar un apartado explicativo a cada fragmento seleccionado. Sin ser contrario absolutamente al célebre catalán, reconozco mi inclinación por recluir toda explicación a unas áreas concretas del florilegio (introducción, preliminar, nota previa…), favoreciendo así la posibilidad de que el lector descubra el texto sin elementos que actúen de intermediarios; y promoviendo el establecimiento de un vínculo más acorde al acto comunicativo que representan quien escribe (emisor) y quien lee (receptor). Cuando interviene el editor en medio del diálogo, se subvierte esta relación: el lector no habla con el escritor, sino con el responsable de la edición.

Los especialistas son mediadores, “casamenteros”, agentes cuya función es unir las partes de la conversación poética (emisor y receptor) asumiendo que, ante los elementos de la comunicación, deben ser muy conscientes del lugar que tienen reservado: tomar prestado el mensaje velando en todo momento por que la voluntad compositiva de quien lo emite no se vea gravemente alterada, envolver lo que se quiere decir con el código sin desatender al lazo de la necesaria contextualización, situarlo en el canal canalizando la situación y pensando en cómo el destinatario puede y debe recibir el producto lingüístico. Aunque sean necesarios en determinados momentos (notas aclaratorias, el apunte de alguna observación…), su espacio dentro del libro ya está bien delimitado, por lo que deben ser muy cuidadosos a la hora de intervenir cuando tiene la palabra el creador.

Este “saber dónde ponerse” del editor para que el lector descubra al escritor está muy ligado con el propósito que se refleja en el siguiente punto, el del placer, que preludiaré con una hermosa cita de José Manuel Blecua reproducida por Ruiz Casanova:

«Todo lector se siente antólogo apasionado y tiene sus amores […] ¡Depende de tantas circunstancias una selección poética! ¿Quién puede asegurar que me dirá lo mismo el soneto de Quevedo que leí con tanto amor, casi con dolorosa inquietud, hace dos años, en una tarde gris y cenicienta, si ahora la tarde primaveral estalla en gozo y suenan mil ruiseñores en mi garganta?» [62, n. 25].

DELEITE

Los textos que aparecen en una antología deben gustar, agradar, emocionar a un antólogo; es necesario -obligatorio, diría yo- que se sienta ligado a ellos, que los perciba como una parte fundamental de su complejo universo estético; que muevan y remuevan en su ánimo el deseo de compartirlos, disfrutarlos en comunidad, dejar que reconforte su lectura y permitir que ello sirva para unirnos, para vincularnos de alguna manera. El espíritu que debe guiar una recopilación vendría a ser, más o menos, el mismo que describo en un brevísimo y nostálgico artículo que compuse en julio de 2016 bajo el título: «Un antológico preludio suelto. Estudios de grabación caseros: homenaje a las “doble pletina”», donde cuento que…

Cuando estudiaba Bachillerato (1987-1990), me aficioné a la música. De mi madre me traje la afición a la lectura y de la EGB los célebres libros de lengua española de Tusón y Carreter (todavía insuperables), y una flauta dulce de madera con la que llegué a tocar “Noche de paz”, “La barcarola” y el “Himno de la alegría” en versión speed. Aunque muchas veces fantaseé con volver a tenerla en mis manos para improvisar algún tema, lo cierto es que durante mis años en el antiguo y añorado BUP me entregué con fruición al consumo musical; en concreto, al heavy, que vivió su época dorada (al menos para mí) durante los años ochenta y noventa del siglo pasado: Slayer, Metallica, Iron Maiden, etc. Queen siempre estuvo: antes, durante, tras…

Sigo. Un servidor vivió la época de los radiocasetes de doble pletina y de las cadenas musicales que grababan vinilos en cintas. Tuve un patrimonio discográfico, si no de coleccionista, sí amplio en el género; es más, siguiendo la moda de los “grabadores”, llegué a tener mi propio “estudio de grabación”, que no era más que un aparatoso aparato aparcado en un aparador [apa, apa, apa…] con una etiqueta gótica muy metalera: Killer’s’tudios. Hoy contemplo las imágenes de mi adolescencia entre el rubor y el chasquido de lengua que precede al sentencioso: “Ah, chiquillaje…”.

Continuo. Recuerdo que un momento fetén era el ofrecimiento de hacer a un colega o, sobre todo, a una muchacha deslumbradora un recopilatorio. Con qué gusto uno seleccionaba entre sus discos y casetes los temas que iba a componer la antología musical. Todo tenía que ser medido: «Primero esta canción; luego, esta otra; ahora ponemos esta; no, esta no pega, mejor esta otra…». Si el resultado final era digno de alabanza, uno se sacaba una copia para tenerla y quién sabe si duplicarla para otro colega u otra deslumbradora muchacha.

Concluyo. El caso es que había en el proceso de selección, grabado y escucha una suerte de ritual que ha vuelto nuevamente a mi memoria estos días, mientras te preparaba esta… [incógnita]. Un ritual basado en un propósito muy humano: que te guste lo que he hecho y que, en consecuencia, te acuerdes de un servidor cuando lo escuches o, como en este caso, cuando… [incógnita]. Todo es así de sencillo; todo se reduce, en suma, a estas líneas tan simples.

Esta postura tiene mucho que ver con cierto “espíritu comercial” que se debe adoptar cuando se asume el propósito de difundir para su conocimiento contenidos literarios. El entrecomillado es una metáfora positiva, bondadosa, pues se basa en el propósito de “vender” un producto (el texto creativo) convencido de sus virtudes y sin esperar otra “comisión” que no sea la felicidad de nuestro “comprador”. Sobre esta cuestión de la incitación a la lectura, Bayo reproduce una cita de Juan García Hortelano que me parece muy acertada: «Como el traficante que suministra dosis gratuitas a los no iniciados para ampliar su mercado de estupefacientes, el antólogo pretende crear adictos al alucinógeno poético» [30].

Tras lo expuesto, la lógica nos conduce a plantear que la selección de autores y piezas está condicionada por las afinidades del recopilador, que son las que suman, y, sobre todo, por lógica, por eso de que siempre habrá necesariamente más noes que síes, por los descartes. Un autor concreto no tendrá sitio en un repertorio si no pertenece a la nómina de afectos y/o adhesiones lectoras del antólogo, sin que ello tenga que suponer necesariamente la presencia del escritor en ese listado de repelencias literarias que todos, de una forma u otra, tenemos. Si el más laureado no nos entra porque nada nos dice, escasa atención le prestaremos y, en consecuencia, pobre será la voluntad y efectividad a la hora de defender su producción, aunque la voz de la conciencia nos fustigue de vez en cuando remitiéndonos a la tradición académica. En este sentido, hay que reconocer que calma cualquier posible inquietud intelectual al respecto el siguiente axioma de Ruiz Casanova: «Un autor, o un poeta, por grande que sea, no es toda la literatura de su lengua (ni siquiera toda la de su tiempo)» [48]. Amén.

Digo más: las exclusiones no pueden quedar limitadas a nombres que pertenecen a una órbita externa del editor, sino que deben afectar a su círculo más próximo y, por extensión, a él mismo: un mal autor, por ejemplo, por muy amigo que sea del antólogo, no debería nunca aparecer en un centón; y nada digo de la inelegante e inmodesta presencia en algunos repertorios del mismo individuo que hace la edición y/o selección.

«“La antología es el tipo de libro insatisfactorio por excelencia”, declaraba Guillermo de Torre, y esto probablemente para todos los implicados (compilador, elegido y lector, aunque en este último caso quedarse con ganas de más es un punto positivo). Si la práctica selectiva se ejerce con respecto a lo cercano, tanto mayor será el descontento» [Palenque].

Mayor será el descontento, añado, porque surge la impresión de encender la caldera de una animadversión que no existe. Por eso, de manera magistral, identificó José Manuel Marrero este género como el de la disculpa:

«Ante la posibilidad de que una antología pueda ser desmantelada desde sus mismas raíces, los autores de antologías se curan en salud y piden perdón por casi todo, por los autores a los que han dejado fuera, por los bellísimos poemas que no han transcrito y por la injusta distribución de los que sí han transcrito, por haber seleccionado lo más representativo en detrimento de lo más valioso, o por tener que fragmentar y sacar fuera de su contexto una preciosa pieza literaria.

Los olvidos necesarios obligan a la disculpa. Pero la disculpa no es necesaria. Como cualquier percepción del mundanal ruido, las antologías ofrecen como totales fragmentos recompuestos coherentemente en pos de una finalidad. Captar sus servidumbres es tan importante como saber elegir y por qué se elige y saber qué ocultan las elecciones de los demás». [23].

Así, pues, ya tenemos más o menos esbozado que los textos deben gustar y que el gusto determina la selección; la selección, por su parte, exige criterios y estos, de manera ineludible, algunos principios. Me sitúo ahora en el conocimiento que demuestra tener el especialista sobre el terreno que busca acotar con su trabajo, que nada tiene que ver con sus capacitaciones técnicas, académicas y estéticas para saber escoger fragmentos especiales por su significación o belleza literaria, pues éstas se le presuponen. Para hacer la antología de un autor en concreto hay que conocer profundamente toda su producción, lo que es factible, aunque pueda llegar a ser complejo. Para hacer lo propio con una literatura como la española, por ejemplo, o la canaria, para reducir el ámbito de extensión y propiciar una idea de accesibilidad, lo correcto sería conocer todo de todos.

Pero como esta pericia es materialmente imposible, conviene que el lector conceda cierto crédito de veracidad al valor de las piezas que se han escogido para él; y que el antólogo, por su parte, reconozca honestamente los límites personales que contiene su panorama literario y redoble deontológicamente sus esfuerzos por atender sobre todo a la calidad de las muestras, tanto en la selección como en el tratamiento filológico de ésta. Insisto en el vocablo “calidad”, pues los avances tecnológicos (Internet, procesadores de texto, impresión…) han posibilitado la multiplicación de antologías guiadas por un procedimiento infame: hacer “copia y pega” de cachos textuales (no merecen otra denominación) obtenidos en vaya uno a saber qué fuentes para luego agruparlos hasta tener un número significativo de páginas y soltarlos por ahí como horrendos Frankenstein librescos.

Si el componente objetivo proviene de la tradición académica y del reconocimiento tácito de que, por una razón u otra, no están en el repertorio muchos de los que aparecen en otras fuentes solventes; el subjetivo procede, por una parte, de la defensa que hace el antólogo a la hora de declarar que están en las páginas de su estudio quienes no deberían faltar y, por la otra, de la originalidad con la que se ofrece al lector el material de lectura.

Me interesa esto último que he apuntado porque me lleva a una conclusión de la que puedo dar fe por mi experiencia: que en todo florilegio se refleja quien ejerce la función de seleccionar y disponer. De un modo más o menos explícito, hay siempre una suerte de marca personal en el escogimiento de textos, de señal con la que se pretende buscar una identificación. Del mismo modo que en las páginas de toda antología hay “un poco de muchos”, también cabe señalar que hay “un mucho de un poco”, el antólogo. El repertorio viene a ser, en el fondo, con esta perspectiva, un diario de lecturas del compilador en el que se constata el reflejo autobiográfico de su ser lector, tal y como señala con acierto Ruiz Casanova [37]; quien, además, apunta:

«De ahí que la memorización escrita, la conservación o la distracción intelectual no se entiendan en sí mismas sino como procesos de implicación en el transcurso de la historia literaria o como tentativas de escritura de dicha historia. El antólogo, desde este punto de vista tan próximo al autor, manifiesta un mismo deseo: el reconocimiento de la firma es el reconocimiento de los modelos propuestos. En dicho discurso se hace un lugar, casi siempre, a la retórica del gusto, y esta retórica -según la cual los antólogos justifican tantas veces sus elecciones- no deja de ser otra cosa que una imposición, o tentativa de la firma» [41-42].

«Las antologías -prácticamente tan antiguas como la poesía- tienden, pues, a correr por dos cauces principales: el científico o histórico, y el de la libre afición. Estas últimas, en su capricho, pueden alcanzar casi la temperatura de una creación» [Reyes, 139].

El primer cauce sostiene el rango o componente objetivo sobre el que ya me he referido con anterioridad; el segundo, el subjetivo, que se sintetiza en una hermosa y atinada expresión: «temperatura de una creación».

«Cambiando el tercio, como forma de composición textual, ¿constituye la antología un género específico? En este sentido hay opiniones contrapuestas; tiendo a creerlas formas particulares dentro del género ensayístico, aunque su diversidad haga difícil concretar sus rasgos definitorios» [Palenque]

Ruiz Casanova fija, en su excelente manual, una analogía que conviene atender:

«[…] Sobre las bases psicológicas y culturales que explican un fenómeno humano como el del coleccionismo, y siguiendo al psiquiatra Henri Codet, autor de un Essai sur le Collectionismo (1921), Yvette Sánchez señala las cuatro razones del coleccionista:

“1. El deseo de propiedad: basado en el instinto de conservación […];

2. La necesidad de una acción espontánea, desinteresada, de distracción afectiva e intelectual, y de afinar el propio gusto; el coleccionista suele perfeccionar su erudición, su documentación, sus estudios, conservar recuerdos históricos y compilar catálogos […];

3. El incentivo de superarse, de compararse, de competir con los demás; y

4. La tendencia a clasificar, ordenar, etiquetar: dentro de la noción de serie, cada objeto individual ocupa, como elemento específico, un lugar preciso”.

Prestemos un momento de atención a las observaciones citadas: ‘deseo de propiedad’, ‘instinto de conservación’, ‘acción desinteresada’, ‘distracción afectiva e intelectual’, ‘conservar recuerdos’, ‘compilar catálogos’, ‘tendencia a clasificar, ordenar, etiquetar’. ¿No son, acaso, todas estas nociones parte del estatus ideal del antólogo y de su labor antológica? De un modo plenamente consciente, o producto emanado de una tradición -la filológica- que se conjuga en clave histórica, el antólogo se apropia de unos textos (de su lectura) y promueve el rescate del olvido mediante la reedición y la singularización del poema, esto es, con una obra nueva» [38].

El género que ampara este tipo de publicaciones es complejo, pues se debate entre los postulados académicos que demarcan, por un lado, una ciencia como la filología, con todos los paradigmas propios de una investigación que aspira a ser, como mínimo, tan rigurosa como relevante; y, por el otro, las libertades inherentes a todo proceso creativo, donde la técnica no llega a resolver por completo el conflicto intelectual si no se ve acompañada por esa capacidad de transformar un texto neutro en uno que conmueva. Una vez más, se dan la mano en esta ocasión los ya familiares componentes que representan la objetividad y la subjetividad.

Esta situación tan excepcional en lo que respecta al género de adscripción de las antologías relativiza su valor, llegándose en ocasiones a cuestionar, bien porque el enfoque asumido mueva a polémica, bien porque la crítica especializada y los lectores avezados consideren, como expone Bayo, una aberración literaria fragmentar una novela o un error el desgajar un poema que, por ejemplo, forma parte de una “suite poemática” [25].

El antólogo concienciado, en tanto que lector con la cualidad que le atribuye Guillén [413], es consciente del riesgo que asume cuando decide llevar adelante su industria y de las saetas que le esperan en forma de acusaciones del tipo: “falta de rigor”, “parcialidad”, “mal gusto”, “promoción de poetas de dudosa calidad”, etc. [Bayo, 29]; mas ello no le debe detener si son sólidos los propósitos que le guían, coherentes los criterios adoptados…

«Los principios teóricos, estéticos o políticos que defiende un crítico son, por definición, respetables; cosa distinta es lo que ocurre cuando el crítico aplica raseros y códigos diferentes según el momento, el medio o el formato de su texto crítico o, en el peor de los casos, cuando sostiene determinadas ideas en su rol de crítico y otras, incluso contrarias, cuando oficia de ensayista o antólogo, esto es, de autor» [Ruiz Casanova, 58].

y, lo que es más importante, si se siente capaz de defender en cualquier foro el trabajo realizado.

HOMENAJE Y GRATITUD

Los dos grandes vocablos que nos faltan para completar el cuarteto “antológico” que anuncia el título de este artículo, homenaje y gratitud, suelen desatenderse porque se ciñen a criterios que no responden a patrones estrictamente científicos. A mi juicio, es necesario -obligatorio, diría repitiendo la fórmula ya utilizada- que una antología se plantee también como un homenaje y un ejercicio de agradecimiento del editor a los autores que le han concedido con su talento, tiempo y energías deliciosos e irrepetibles momentos de lectura e investigación filológica.

He intentado justificar, quizás con más desaciertos que aciertos, los porqués del didactismo y el deleite, pues muchos son los pasajes que cabe recorrer cuando la luz de estos vocablos ilumina el camino; mas, ¿consideras necesario que argumente los motivos de estos señalados reconocimientos? ¿Qué otra cosa cabe decir tras la fortuna de un viaje lector en el que se ha disfrutado con emoción intelectual de bellas y valiosas piezas que no dudamos en compartir amorosamente para que la experiencia del goce permanezca? Cada «gracias» es una evidencia del placer alcanzado que encierra, en el fondo, una particular alabanza hacia la persona responsable del instante sublime; una loa que solo adquiere su auténtica dimensión cuando es comunicada con esmero, generosidad y sincera voluntad de que la luz de lo hermoso trascienda.


[1] Guillén, Claudio [1985]: Entre lo uno y lo diverso. Introducción a la literatura comparada. Barcelona : Crítica. Páginas 413-417.

[2] Complemento esta afirmación con otra de Bayo: «En cierta medida, el antólogo es un individuo con el poder de ahormar prematuramente la posteridad literaria, de ahí que su labor sea metódicamente enjuiciada, dando lugar a agitadas polémicas, que casi ninguna obra individual consigue provocar» [p. 25 de Bayo i Juan, Emili [1994]: La poesía española en sus antologías (1939-1980). Lleida : Pagès Editors y Universidad de Lleida].

[3] Reyes, Alfonso [1997]: «Teoría de la antología» en su Obras completas de Alfonso Reyes. Tomo XIV. México : Fondo de Cultura Económica.

[4] Ruiz Casanova, José Francisco [2007]: Anthologos: Poética de la antología poética. Madrid : Cátedra.

[5] Palenque: Marta [2007]: «Cumbres y abismos: las antologías y el canon» en Ínsula: revista de letras y ciencias humanas. N.º 721-722. Págs. 3-4. He consultado la referencia a través de la versión electrónica de la revista: http://bit.ly/29dvKAg.

[6] Díaz-Plaja, Guillermo [1939]: La ventana de papel. Barcelona : Editorial Apolo.