Movement VII [12 de noviembre de 2009, 12.42 horas]

Hoy es siempre todavía [Antonio Machado]

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12.42. H. Insular. Urgencias. TA: 138/65. Informe de la Unidad de Intervención Rápida: paciente en Clínica La Paloma que hoy sufre caída accidental, se realiza Rx de fémur y se observa fractura de fémur por lo que es remitido. Hemodinámicamente estable. Abdomen plano depresible. Deformidad muslo izquierdo.

1 | […] Me arrimo a la acera que está frente a la entrada de Urgencias. Me encuentro con un amigo de mi compañera Inma. Gilberto se llama. Me pregunta qué hago ahí, le respondo que esperar a mi padre, pero… Hablamos un rato. Me da saludos para Inma, prometo hacérselos llegar. Sigo esperando. Cojo el libro, lo hojeo y lo ojeo. Hago mi particular análisis paratextual del volumen, aunque a menor escala y sin tener todos los sentidos bien provistos para llevar a cabo una industria de ese calado. Mientras, sigo esperando y continúo desesperándome. Vuelvo a la ventanilla. La señora me ve, sabe que espero por don Victoriano Santana Peña, paciente que debían traer de la Clínica de La Paloma y que el hombre no está en condiciones de responder de manera cabal a nada de lo que se le pregunte. Me hace una seña para que espere. Entra en no sé qué sitio. Imagino que querrá hablar con no sé quién para que le digan no sé qué sobre… Se asoma al umbral de la puerta de su cuartito de atención al público y me hace una seña para que entre. Entro. Le estaban haciendo algunas pruebas. Me señala dónde está mi padre. Lo veo acostado en una camilla y pegado a una pared. Le han puesto suero. Me acerco a él. Al principio, no me reconoce a la primera; luego, le sale un hondo “mi hijo de mi alma…” que hubiese estremecido los mismos pilares de la Tierra. Lo tranquilizo. ¿Cómo estás? ¿Cómo te encuentras? ¿Te duele? Le pregunto por su versión de lo ocurrido a sabiendas de que su respuesta no se ajustará a la reproducción de los acontecimientos. No importa. Quiero que hable y que se desahogue. Todavía recordaba los ojos asustados de cuando se quedó a solas con el traumatólogo el 27 de octubre, su cara de incertidumbre y desconcierto. Imagino que desde que ocurrió hoy lo que no debería haber ocurrido han pasado muchas cosas a su alrededor que han debido alterarle de manera considerable la rutina de unos días que se estaban moldeando sobre el remanso tranquilo de la intemporalidad. No me cuenta nada que ayude a hacerme una idea de lo sucedido. No importa. Le pregunté si tenía hambre. «[…] Enseguida me dije: ¿Qué pregunta más banal? Luego, me corregí y me sancioné a mí mismo por pensarlo. ¿Trivial? ¿Por qué cosa hubiese sido correcto preguntarle en ese momento? ¿Por el índice Nikkei? Recordé una viejísima reflexión que había escrito para no sé qué asunto y que tenía que ver con las prioridades. Todo vino a cuento de un suceso que había presenciado en una entidad bancaria: hacía cola y la señora que me precedía estaba enfadada porque… No, no fue así. Me estoy confundiendo con otra cosa. No, no fue en una entidad bancaria, fue en la calle, en Triana, creo. Sé que una señora iba apurada con un niño pequeño, ¿dos años, tres, quizás?, y el chiquillo se paró delante del escaparate de una juguetería. La madre tiró al principio suavemente de él y luego tuvo que ser más enérgica para que el niño se despegase de la cristalera. Como cabe suponer, el crío empezó a berrear impíamente y la madre apresuró el paso hasta perderse de mi vista. Yo estaba muy cerca de la escena esperando a alguien y se me ocurrió entonces pensar en la relatividad de las prioridades: es muy probable que las de la madre fuesen semejantes a las mías (pagar el alquiler, llegar a fin de mes; pagar luz, agua, teléfono…; conseguir un empleo estable con el que abonar facturas), pero para el niño lo importante no era nada de eso. Su mundo no estaba configurado en ese momento para plantearse que su madre debía apurar el paso porque le cerraba la entidad bancaria en la que tenía que hacer una importante operación, o porque debía dejarle en una guardería para poder ir a trabajar… Su prioridad instantánea, acorde a lo que su instinto determinaba, no era otra que la de ver el escaparate. Quizás vendría luego otra prioridad: ansiar alguno de los tesoros de aquella fabulosa cueva de Ali-Babá. En su escala de prioridades: el que su madre tenga prisa por equis motivo no es algo que esté por encima de lo que sí es importante para él. Se podrá argumentar que la madre tiene unas responsabilidades mayores que las del niño, quien carece de la suficiente capacidad intelectual como para captar la magnitud de los asuntos maternos; mas creo que ambos, desde su particular peña, tienen la razón a la hora de determinar sus intereses. Son coherentes en esa medida. Luego, pasará lo que tenga que pasar: que se impondrá la tesis de la madre sobre la del niño y este será arrastrado por la superioridad física de su progenitora. ¿Cuál era la prioridad de mi padre en ese momento? Mi padre se había reducido a los fundamentos básicos del sustento alimenticio, el descanso… La comunicación fue un elemento más de su estado, pero estaba contaminada por la nube negra y por la soledad. El dolor, cuya evitación era una pulsión inherente a su condición humana, ya no era una barrera cuantificable en su supervivencia, pues su deterioro mental era tal que perdió la mayor parte de la noción de este. En resumen, que la pregunta de marras, atendiendo a lo que era mi padre en ese momento, no fue insustancial […]». Me dijo que sí: «Vámonos a comer», añadió, e hizo un movimiento que siempre asociaremos a los días de esta historia tan verdadera como triste: apartar a un lado las sábanas. Le dije que esperase, que ahora nos íbamos a ir a comer porque yo también tenía hambre. Él se quedó tranquilo. De vez en cuando, levantaba la cabeza y miraba hacia adelante. Veía a la gente entrar y salir de Urgencias, a los pacientes sentados en sillas, a las enfermeras y auxiliares ir y venir. Esperábamos a que bajase un especialista en Traumatología para que analizase el estado del paciente y se tomasen las decisiones que fuesen oportunas. Pide agua. Pido agua. Me dicen que todavía no pueden dársela.

2 | «[…] Cuando esperas viendo sin mirar, llega a ti algo tan singular que, sin saber por qué, guardas en el cofre de la memoria. Un día se ofrece a tu entendimiento y te preguntas cómo no te habías acordado hasta ahora de eso […]». Mi padre, con los ojos algo acuosos, levantó su brazo derecho, con la lengua entre los dientes, señal clara de rabia, y se dio un puñete en el muslo derecho con la poca fuerza que le quedaba. «[…] Lo tranquilicé como pude. No se quejaba de dolor, ni del hambre que tenía; no pronunciaba palabras de pesar ni de fatiga. Nada hacía presagiar la necesidad de ese gesto de impotencia, pero lo hizo y ante él sólo pude atisbar una explicación: “Un ángel de luz ha clareado momentáneamente el espesor de su nube negra”. Creo que esa fue una de las últimas veces que la cordura efímera lo visitó. Supongo que vino para empezar a despedirse de él […]».

13.37 horas. Recuento de tropas: Hemoglobina (10.7), Hematíes (3.31), Hematocrito (32.4), ADE (15.4), Neutrófilos (83.5), Linfocitos (9.8).

3 | «[…] Enseguida bajará el traumatólogo. Pero, ¿no le pueden dar algo de agua? Es preferible que no. Señorita, vámonos a comer. Espera, no atosigues a la enfermera, que tiene trabajo. Pues vámonos tú y yo a comer. Ahora, espera, tengo que hablar con el médico. ¿Qué le pasa a ese chalado?[1] Baja la voz, que se va a mosquear; creo que le duele un huevo. Mi padre se rio. Pues que se lo corten, sentenció […]». Llegó mientras tanto el traumatólogo y me pidió que entrase con él a una sala de cura. Desde allí veía a mi padre perfectamente: lo tenía frente a mí, a diez pasos; veía cómo levantaba su brazo derecho y se mesaba los cabellos, cómo andaba quitándose y poniéndose la sábana, y cómo llamaba a la enfermera. Él no me veía.

4 | Enseguida me pone al corriente el traumatólogo de lo que ocurrió en La Paloma. Me enseña la radiografía. Escalofriante. Un fémur partido en dos trozos: en la parte superior se veía el clavo de la primera operación, este hizo de palanca y fracturó el hueso; la parte inferior se rodó y se montó sobre la que tenía encima. «Esto tiene que doler muchísimo», me dijo. «[…] Miré a mi padre mientras el médico me decía eso y lo vi tranquilo y medio vacilando, por su risa, con una enfermera que se había detenido a hablar con él. Tenía tan dañado el cerebro que su umbral del dolor prácticamente había desaparecido […]». Tenemos que operarlo con carácter de urgencia. Intentaremos que sea mañana. Hay que programar la operación. «[…] Firmé los documentos de consentimiento para la operación. ¿Qué otra cosa podía hacer? O se operaba o nos exponíamos a que toda la zona se gangrenase, lo que suponía la muerte en sí por la imposibilidad de efectuar una amputación del muslo sin afectar a otras partes del cuerpo próximas. ¿Que era peligrosa la operación? Sí, claro que lo sabía, claro que era consciente de que cuarenta y ocho días antes el paciente había tenido una operación, que tenía anemia y que le inyectaban en La Paloma anticoagulantes por su prolongado estado de convalecencia en acostado y sentado. Sí, repito, claro que lo sabía; pero, pregunto de nuevo: ¿Qué otra cosa podía hacer? […]».

16.15 horas. Ingreso. Hospital Insular. Cama: 956.

5 | «[…] ¡Qué alborozo! ¡Qué alegría! ¡Cuánto bueno por aquí! ¡De nuevo con nosotros! […]». «[…] Saludos y abrazos, sonrisas y parabienes. Reconfortó ver cómo lo pusieron en la habitación 956 y parte del control de enfermería se pasó por la habitación para atender a sus obligaciones con el paciente (acomodarlo, colocar los accesorios adecuados para que mantuviese la pierna recta, etc.) mientras lo saludaban y expresaban su alegría por tenerlo nuevamente ahí. A todas sonreía mi padre y volvía a entornar esos ojitos de galán trasnochado que ya viera en La Paloma a propósito de la Dra. Hernández. Hay que ver, “el que tuvo, retuvo”. Pues, hola, señorita. Está usted muy guapa. Ja, ja, ja. Pedí por favor que le trajesen algo de comer porque no había comido desde el desayuno. Enseguida le trajeron galletas, un zumo y agua. Poquito a poco se lo comió casi todo, se tomó medio zumo, bebió agua y se quedó adormilado. Llamé por teléfono a mi madre y a Nuria, y las puse al corriente de lo sucedido desde la última llamada. En poco más de una hora llegó Nuria a la habitación. Hablamos los tres; al rato, llegó la cena. Nuria se fue porque Juanmi la esperaba mal aparcado en la puerta del Hospital. Le di la cena a mi padre. La devoró, literalmente, y vio un poquito la televisión: le programé una hora, más o menos. Se le acomodaron las sábanas, mantas y almohada; bebió agua y quedó sumido en un sopor que derivó al poco rato en un profundo sueño. Esperé un tiempo prudencial y me dirigí al control de enfermería […]». «Por favor, no se preocupe. A su padre lo atenderemos en todo momento. Descuide. No faltan pacientes sin familiares cercanos. ¿Cree que los dejamos sin medicarlos o sin sus comidas? Váyase tranquilo que aquí estará bien atendido», «[…] dijo el arcángel de cuantos ángeles habitaban en esa novena planta de felice recordación por la bondad, diligencia y cariño mostrados al paciente y sus deudos cercanos. Texto repetido, sí; pero los hechos también lo son… […]».

6 | Viernes, 13 de noviembre. Mientras la esposa está desde primera hora en el Hospital Insular pendiente de que bajen al quirófano al paciente, el primogénito se encamina hacia la Clínica de La Paloma para recoger las pertenencias del padre y oír de la Dra. Hernández las explicaciones oportunas por el incidente del día anterior. «[…] Me atendió con toda la diligencia y comprensión que fue capaz de mostrar. Me aseguró que se tomarían las medidas oportunas que, a su juicio o al de algún responsable que no me supo identificar (¿responsable de enfermería, quizás?), debían traducirse en una no-renovación del contrato del personal que la mañana de autos estaba de turno.[2] Fue en ese momento cuando se produjo la ya comentada llamada al colega del Hospital Insular que no supo identificarla hasta que apuntó que era “la mujer de…”. Llamó al hospital para cerciorarse de si se hacía o no la operación ese día. Aunque ayer me indicaron que sí iba a realizarse, todo quedaba supeditado a una reunión del equipo médico responsable del área de Traumatología que a primera hora de la mañana debía realizarse. Mientras hablaba la Dra. Hernández con el colega, todavía no había una decisión firme sobre la idoneidad de operarle hoy, día trece. Recogí las pertenencias de mi padre que estaban guardadas en una muy pesada bolsa gigante de basura […]». Mirad al hijo caminando cual trapero por la ruta que une la clínica con el puerto deportivo, espacio este que permitió disponer de parking gratuito durante muchas mañanas de visita al paciente. Mirad cómo suda y va caminando de trecho en trecho: ora unos pasos, ora se cambia la bolsa de mano; ahora da otros pasos para luego detenerse; sigue caminando, se cambia la bolsa a la otra mano… A la altura del Metropole, recibe una llamada de la madre anunciándole que se suspende para el lunes la operación por decisión del equipo médico y que se quedará hasta ser relevada por Nuria.[3] El hijo no pasará hoy por el hospital porque debía atender a diferentes cuestiones programadas. Funcionamos siempre como un engranaje preciso: desde septiembre, logramos hacer buenos los propósitos del cónclave. Nunca hubo malos modos ante “el sacrificio” ni actitudes beligerantes. Cuando uno no podía, venía el otro; cuando el otro no, el uno estaba. El paciente siempre estuvo con la compañía suficiente y sus atenciones se cumplieron en la medida que debían y podían ser cumplidas.

7 | Sábado, 14 de noviembre. Mi hermana y mi cuñado estuvieron con mi padre por la mañana y le dieron el almuerzo; yo ocupaba la franja de la tarde y bajo mi responsabilidad estaba la merienda y la cena. Mi madre estaba mala y le pedimos que se resguardase durante ese fin de semana, como mínimo. Llevé la pesada bolsa que el día anterior recogí en la Clínica de La Paloma. A medida que iba colocando la ropa y los diferentes enseres que portaba pensé en cómo debieron despachar la recogida de objetos personales del paciente de la 127 durante el día doce. «[…] Tan pronto como se llevaron a mi padre de la clínica, despejaron armarios, cajones y acondicionaron todo para que otro paciente ocupase la cama. No le dieron ni un respiro al colchón. Claro, pensé, cobran por “mercancía”, si se me permite la expresión. Fue como si tuviesen claro que el paciente salía de La Paloma para pasarse una buena temporada en el Insular a tenor de la grave lesión que se produjo. Bueno, puntualizo: no “fue como si…”, no; es que lo tuvieron clarísimo. Desde que vieron las radiografías pensaron “uf, vayan recogiendo que este hombre pasará en el Insular las fiestas de Navidad” […]». La tarde-noche fue plácida. «[…] Recuerdo que le llevé mi Netbook y que gracias a la conexión Wifi logré conectarme a Internet. Le enseñé el periódico digital Teldeactualidad. Aún tengo en mi memoria sus ojos mirando la pantalla y tratando de descifrar qué era todo aquello que le mostraba. En un determinado momento se me ocurrió buscar en Google una fotografía del alcalde de Telde y se la mostré. Mi padre soltó con rostro de asombro un “¡Chacho, ¿y ese cómo se metió ahí?!” […]». Las horas fraguaron entre conversaciones, la merienda, televisión, sueños varios, suaves luchas contra el deseo paterno de desplazar las sábanas de un lugar a otro y la cena, que con muy buen apetito de ella cuenta dio. Nadie vino a visitarle esa tarde.

8 | Domingo, 15 de noviembre. Mi hermana y mi cuñado estuvieron con mi padre por la mañana y le dieron el almuerzo; yo ocupaba la franja de la tarde y bajo mi responsabilidad estaba la merienda y la cena. Nuria y Juanmi se quedaron más tiempo. Estuvimos charlando los cuatro durante un rato y poniéndole a mi padre música. Siempre que oía la radio y, sobre todo, la música, su rostro me recordaba a un cartel que había visto en un comercio y que mostraba a un niño de cinco años, Harold Whittle, sordo de nacimiento, en el momento en que le activan un audífono en su oído izquierdo y puede escuchar por primera vez el sonido. Antes de la merienda, se fueron. Llegó esta, de ella se dio cuenta y se quedó el paciente toda la tarde viendo la televisión con mucho interés. «[…] Al principio, no le di importancia al hecho; luego, caí en el matiz que la situación me estaba ofreciendo: hacía justo una semana, mi padre fue incapaz de prestar atención a la televisión, a pesar de que él siempre ha sido un buen televidente. Ahora, en cambio, tenía los cinco sentidos volcados en el aparato. Estaba como ensimismado. Yo lo miraba de tanto en tanto extrañado por su concentración mientras corregía exámenes […]». De repente oigo un «Pero, ¿qué haces, muchacha? No, por ahí no vayas. Que no, carajo, te dicen…». Levanté la cabeza y me lo encontré enfrascado en un rapapolvo que le estaba echando a un personaje de la televisión. Le pregunté por la destinataria de sus palabras y me señaló al aparato. «[…] Nunca traté de desengañarlo ni de hacerle ver que muchas de las alucinaciones o falsas percepciones que tuvo en su casa, en el hospital, en la clínica…, no eran tales. ¿Por qué? Pues porque su nube negra le impedía retener la información y, además, porque no consideraba saludable añadir más confusión a una mente que ya estaba bastante turbia. ¿Qué hubiese ganado tratando de explicarle que no podía comprar la habitación de la clínica para irnos todos a vivir allí? Lo importante era que los elementos básicos de la comunicación no se perdiesen: detectar en la maraña de sus oraciones que le podía estar doliendo un poco la pierna, que tenía hambre, que no estaba suficientemente tapado; que estaba asustado y necesitaba que le diésemos palabras de apoyo y solidaridad, aunque nunca las pidiese ni supiese siquiera que existen o se pueden demandar. ¿Qué victoria sobre la bondad se obtiene enarbolando la bandera de la veracidad ante un vencido que sólo deseaba el cariño que podía concebirse dentro de una cosmovisión que no llegaba ni a ser verosímil? […]». Más tarde oí un «Ah, sí, yo te conozco. Tú eres la hija de…» que le decía a otro personaje televisivo; y a este siguió un «bah, bah, eso es leche machanga…», «[…] expresión esta que celebré volver a oír porque no era infrecuente en los lejanos días en los que no había nube negra ni se daba cata de ella […]». Así, entre reprimendas y reconocimientos ficcionales se pasó un buen trecho del tiempo antes de la cena. Como cabe suponer, dejé de corregir y me dispuse a compartir con él estas situaciones tan hilarantes al tiempo que recordaba eso de que «[…] muchas veces le aconteció a mi señor tío estarse leyendo en estos desalmados libros de desventuras dos días con sus noches, al cabo de los cuales, arrojaba el libro de las manos, y ponía mano a la espada y andaba a cuchilladas con las paredes; y cuando estaba muy cansado, decía que había muerto a cuatro gigantes como cuatro torres, y el sudor que sudaba del cansancio decía que era sangre de las feridas que había recebido en la batalla; y bebíase luego un gran jarro de agua fría, y quedaba sano y sosegado, diciendo que aquella agua era una preciosísima bebida que le había traído el sabio Esquife, un grande encantador y amigo suyo. […]».[4] Esa noche se retransmitía en televisión el partido de fútbol que enfrentaba a las selecciones de España y Argentina. Le di la cena mientras no quitaba ojo al televisor. Cenó con muy buen apetito. Me quedé un rato con él. A eso de las nueve y algo de la noche, le arreglé la cama y le programé la televisión para una horita más. Había dado un par de cabezadas y todo parecía indicar que en breve se quedaría dormido. Esa tarde no durmió ni una mala siesta, entregado como estaba a la televisión (porque como ayer, nadie vino a visitarle), por lo que deduje que debía estar cansado a tenor de cómo se adormilaba. Al rato, me despedí de él: me dijo que tuviese cuidado con el coche; le dije que mañana muy temprano estaría aquí; me dijo vale; le pregunté si estaba bien; me dijo que sí y me hizo un gesto con la mano, un vete tranquilo, todo está bien; le di las buenas noches, me dio las buenas noches…

«El criado llega aterrorizado a casa de su amo.

—Señor —dice—, he visto a la Muerte en el mercado y me ha hecho una señal de amenaza.

El amo le da un caballo y dinero, y le dice:

—Huye a Samarra.

El criado huye. Esa tarde, temprano, el señor se encuentra la Muerte en el mercado.

—Esta mañana le hiciste a mi criado una señal de amenaza —dice.

—No era de amenaza —responde la Muerte— sino de sorpresa. Porque lo veía ahí, tan lejos de Samarra, y esta misma tarde tengo que recogerlo allá».[5]

Exitus


[1] Hablábamos de un desesperado que se levantaba y se sentaba sin parar, tocándose reiteradamente los genitales con la palma de su mano derecha, y que no hacía más que hablar dirigiéndose a cualquiera de los que estábamos allí para captar nuestra atención y convertirnos por la fuerza de la educación en corteses interlocutores.

[2] La Dra. Hernández fue quien me dio las explicaciones de lo ocurrido y quien manifestó su contrariedad ante lo que fue un claro caso de incumplimiento de sus instrucciones. Estuvo en el lugar que le correspondió y es justo reconocerlo. Días más tarde, ya enterrado mi padre, fuimos mi hermana y yo a contarle el desenlace de los hechos. Nos pidió disculpas nuevamente y reiteró que se tomarían medidas. Quien no estuvo a la altura de las circunstancias fue la persona que dirige el órgano rector de la clínica: llámese Gerencia o…, no sé. Siempre eché de menos una llamada o una carta del máximo responsable de la clínica pidiendo disculpas por lo sucedido, manifestando su intención de depurar las responsabilidades a que hubiera lugar y comprometiéndose, hasta donde se pudiera comprometer, a que lo sucedido no se volviese a repetir. Una simple carta, una simple llamada, nada más; algo, en suma, que no hipotecaba el futuro de la clínica y que, remitido por él (o ella) como representante de la institución sanitaria, debía servir para mostrar la calidad ética y profesional de cuantos integran la organización. «[…] El silencio cicatero nunca puede ser una opción válida cuando un hombre enfermo que estaba bajo tu responsabilidad (como cima del organigrama que eres) ha fallecido en el quirófano de un hospital mientras trataban de enmendar una gravísima lesión que se produjo días atrás bajo el techo que regentas. Recuerda que en tu nómina se contempla un plus de responsabilidad por el cargo. En fin, que en tu conciencia quede […]».

[3] Esa tarde, me contó mi hermana, vinieron de visita mis tíos Mary y Pedro, que trajeron compotas, y mi tío Domingo, que trajo una caja de chocolatinas y que formó parte de una anécdota que todavía recordamos: como el lunes siguiente era su cumpleaños y el domingo iba a celebrarlo, tuvo un detalle con mi hermana Nuria que mi padre despachó con un muy cuerdo: «Coño, cógelo, que es tu tío». Así era mi padre: o tenía graves confusiones que a todos desconcertaba (como cuando me llegó un día a preguntar por mis hijos –que no tengo-) o momentos de pensamiento tan cabal, los menos, claro, que uno llegaba a dudar del diagnóstico médico.

[4] Capítulo V de la primera parte del Quijote (1605).

[5] “La muerte en Samarra”, cuento adaptado por Gabriel García Márquez (Cómo se cuenta un cuento. Bogotá: Voluntad, 1995).