I
Operación Ática (Bengoechea, caso 1) es la segunda novela del historiador y archivero Víctor M. Bello Jiménez después de Mateo VI, 33, que vio la luz en 2017 en Anroart. Se ha publicado en Mercurio Editorial, dentro de la colección Biblioteca Canaria de Lecturas; y, como todos los títulos de esta serie bibliográfica, posee las virtudes de la amenidad y el interés.
Sobre el factor relativo al entretenimiento, poco cabe apuntar que trascienda la constatación de que esta necesidad inherente a cualquier obra libresca, sobre todo si es de ficción, queda satisfecha de un modo más que sobresaliente; al menos, eso es lo que puedo defender desde mi posición. Recordemos que los caminos del placer lector son inescrutables, pues vienen jalonados de múltiples circunstancias de índole personal: cosmovisión, cultura, ideología, sentido estético, etc.
La segunda cualidad señalada, la relacionada con el interés que atesora, proviene de la discreta y precisa articulación de su autor sobre el tema principal que se aborda en la novela: la corrupción dentro de los organismos encargados de velar por el interés colectivo. En este sentido, conviene apuntar, que Víctor M. Bello estuvo muchos años trabajando en una institución pública municipal.
Una lectura a su espléndida bibliografía sobre archivística nos permite acceder a detalles presentes en la esencia de Operación Ática. Cuando leemos en su magnífico manual Poder y archivos en la administración local canaria (siglos XV-XXI) [Mercurio Editorial, 2015] que la «manipulación, adulteración, robo y quema de documentos transcurren […] con la naturalidad con la que se relacionan con la corrupción y las actuaciones del poder en cada periodo histórico desde la conquista de las Islas» nos vemos incapaces de no trazar un vínculo entre este apunte y el hecho de que vocablos como “manipulación” y “robo” formen parte de la base argumental de su novela o que en un capítulo se narre el incendio de la oficina del jefe de Urbanismo del Ayuntamiento de Pasividad, el espacio imaginario donde se desarrollan las pesquisas del comisario Bengoechea. Y lo mismo ocurre con otros términos que aparecen reproducidos en su texto divulgativo: “ninguneo”, “desinformación”, “opacidad”, “corrupción”, “falsedad”, “manipulación”, “adulteración”, “inautenticidad”, “delincuencia”, “tergiversación”, “destrucción”. Todos están en el interior de un gran conjunto que los reúne bajo la forma de un impactante adjetivo: “municipal”.
Nuestro autor edifica su escritura a partir de sus pormenores académicos y laborales. Ya ocurrió de alguna manera en su anterior novela y ahora vuelve a suceder. Es como su sello personal. No puede evitar ser quién es y eso concede a sus piezas un margen de singularidad que, como lector, agradezco doblemente: por una parte, porque estas alusiones aparecen muy bien integradas en el trazado del relato; por la otra, porque consigue dotar a la narración de un componente de veracidad que amplía el radio de acción de lo verosímil. Los males de los archivos reflejan de alguna manera los fallos de un sistema que no funciona porque, en última instancia, no hay interés en sus responsables de que vaya como debería y puede ir; y esa abulia se denomina “corrupción”.
El tema principal de Operación Ática se sitúa en esa apuntada corruptela que invade las entidades encargadas de atender los intereses de la ciudadanía. La podredumbre afecta a bienes materiales colectivos y, lo que es más grave, a los componentes morales y éticos de quienes han de custodiar aquello que es de todos. Víctor M. Bello, gracias a la extensa e intensa labor que ha desarrollado al servicio de instituciones públicas y a sus capacidades de observación y análisis riguroso, propias de su condición de investigador, ha sabido recoger y fijar acertadamente dónde están las fortalezas y debilidades de un entorno supeditado a unas reglas que a todos nos afectan y que unos pocos pervierten con el fin de adaptarlas a sus intereses.
No son pocas las atinadas observaciones que el narrador y el personaje principal apuntan en la obra sobre esta suerte de depravación de la legalidad. Estos comentarios se dejan caer de manera precisa, sin obstaculizar el normal avance de la trama y sin que se deposite en la conciencia lectora la percepción de que las indagaciones que dan pie al texto de ficción son un mero pretexto, una excusa, un ardid que esconde la voluntad de su autor por lanzar dardos al referente real e inspirador que hay detrás de cada personaje o hecho merecedores de nuestro desprecio. En este sentido, conviene dejar bien claro que nada en la novela, aunque sea de manera indirecta, nos conduce a deducir quiénes son los modelos utilizados para configurar la imagen de los que intervienen en el relato o qué acontecimientos judiciales están reflejados en las páginas del libro.
II
Ignacio Bengoechea es un inspector de policía que, para resolver un caso puntual, ha sido destinado a Pasividad, «una ciudad tranquila y alegre hasta que todo estalló. Los políticos que la gobernaban eran moderadamente decentes a ojos de una ciudadanía acomodada a depositar su voto cada cuatro años. No exigían demasiadas cuentas a sus regidores, siempre que los impuestos no se desorbitaran y el lucro político, funcionarial y empresarial pasara prácticamente desapercibido». En el nombre de la ciudad reside el de la actitud de sus habitantes.
El inspector no es un investigador como el que habitualmente pulula en las novelas policiacas. Desde el momento en el que asume la obligación de cumplir a rajatabla con la ley, todas sus pesquisas quedan supeditadas a este deber y, en consecuencia, ha de ir con pies de plomo para que no invaliden cualquier acción que lleve a cabo. A medida que avanza la novela, el dilema entre este cumplimiento o su desatención adquiere mayor peso. ¿Se puede resolver el caso yendo por el camino recto o, por el contrario, este Cubo de Rubik solo es posible solucionarlo cambiando de lugar las pegatinas?
El primer caso de Bengoechea, como reza el subtítulo de la novela, es el resultado de las anotaciones sobre los avances de la investigación que el inspector redactaba en un cuaderno que regaló al narrador cuando finalizó el encargo que le había hecho su comisario. El relator (exdrogata, exmúsico, exescritor y exsuperviviente, como se define a sí mismo) conoció al inspector en el Bar Ágape. Pronto simpatizaron hasta el punto de convertirse en un sólido apoyo anímico del inspector. Su perspectiva vital contrasta con la del policía y eso se constata en la proyección que hace de este y de su trabajo a lo largo de esta crónica que el narrador no duda en reflejar lo que es: «Ahora, hechas las presentaciones y esbozados los antecedentes, paso a novelar lo sucedido en Pasividad», «Bueno, eso es lo que creo que pensó según deduzco de las anotaciones de Bengoechea, como ocurre con lo que describo…».
Esta voz, aunque conviva con el protagonista y sea la depositaria de la versión de los hechos en los que interviene en no pocas ocasiones, no debe percibirse como la mitad de una dualidad similar a la que mantienen Watson con Holmes, Hastings con Poirot o Madame Maigret con su marido. Tampoco es posible considerar que esa posición le corresponda a su ayudante más próximo, el eficaz Sebas; ni, ya puestos, por eso de una analogía con el referido matrimonio de Simenon, con Ana, su esposa. Bengoechea está solo. Tiene personas que lo quieren y lo aprecian, sí, pero su sensación de soledad (humana, social, profesional…) es constante y la toma de conciencia de su estado lo vuelve apático, pesimista, incrédulo, con poco fuelle y obsesivo con la idea de dejar la policía.
III
Me llama la atención la estructura de la novela: cinco bloques; el inicial y final sin subniveles; los centrales, con enunciados que no guardan ningún parecido entre sí. Los contenidos del segundo se distribuyen en seis capítulos identificados con números; los del tercero, en cinco nombrados con sustantivos asociados en su mayoría a cualidades; los del cuarto, con cuatro denominaciones de casos policiales.
Esta disposición casa con un interés por trasladar al lector los diferentes cambios en los que se va desarrollando la investigación policial que lleva a cabo Ignacio Bengoechea; modificaciones que no se circunscriben exclusivamente al ámbito de las averiguaciones, sino al estado anímico del poco brillante inspector, que le lleva sembrar sus intervenciones de dudas, conflictos, replanteamientos… Eso es lo que parece trasladar la distribución de la materia novelesca; de ahí que la considere un acierto, pues recoge las percepciones de su narrador. Frente a un relato organizado en torno a capítulos con un enunciado uniforme en sus criterios denominadores, que traslada la sensación de progreso estable de la narración, de avance de la lectura con una cadencia más o menos armónica hasta que se produce el desenlace, está la propuesta de Operación Ática, que puede connotar de entrada, viéndola en la tabla de contenidos que hay nada más traspasar el límite de la hoja de créditos, una alteración de ese equilibrio que, de alguna manera, se espera que tengan las obras asociadas al género de la investigación de hechos delictivos.
Esta manera tan particular de distribuir la materia novelesca es proporcional en su carácter distintivo al enfoque que el autor da a una historia que logra no sujetarse al encorsetamiento que muestran muchas obras afines dentro del género literario en el que cabe encuadrar Operación Ática. Creo que en la novela que nos convoca hay algunos rasgos que, sin que sean exclusivos de este título y dejándolos al margen de sus logros como texto lúdico, merecen ser destacados.
Entre los aciertos, quiero subrayar uno que, quizás, desconcierte: que no ocurre nada excepcional en el libro; y que a pesar de que los hechos no son llamativos ni sugerentes, al menos para mí, la lectura fluye con una asombrosa facilidad. No pasa nada que no sea familiar. Todo parece conocido y ahí, en ese matiz, está una clave del título: por mor de mi intoxicación de la realidad, no me parece inhabitual ni rara la existencia de esa corrupción de los servidores públicos en forma de desajustes contables, sobrecostes, inversiones ruinosas, desvíos de capital, robos, manipulaciones… y un largo listado de sustantivos como los que extraje de la lectura de Poder y archivos. Tengo tan asumido que esto se da de una manera tan frecuente y extendida que mi posición de lector de ficción se vio muchas veces subvertida por la de quien hace lo propio con un reportaje periodístico, una columna de opinión o, en según qué momentos, una exposición divulgativa.
A mi juicio, ahí radica el particular encanto de la novela. Hablar de lo que uno conoce o entiende que sabe, plantear juicios y observaciones con los que se está de acuerdo a priori y conseguir, aun así, que la lectura progrese, que enganche y que, en determinados pasajes, gracias a alguna deducción o conclusión del inspector, logre el texto impresionarnos, sorprendernos, sacarnos de esa zona de confort a la que nos ha acostumbrado desde el principio debe reflejarse en la casilla de los aspectos más positivos de la novela. Que lo excepcional sea que no ocurre nada excepcional entiendo que debe resaltarse convenientemente porque la carencia de elementos inusuales en la narración no se traduce en un texto aburrido, lento o estático, a pesar de que no estamos ante una historia que se caracterice precisamente por su acción.
Otro curioso valor que detecto está en los personajes, que parecen envueltos en las mismas características apuntadas para los hechos narrados. No destacan. No evolucionan. No terminan de estar completamente redondeados, pero aun así encajan a la perfección en las páginas del libro. No molestan, no irritan, no mueven a preguntar «¿qué pinta este personaje aquí?». Están, cumplen bien con su función, ayudan a que el relato progrese y tienen un potencial que aún queda por descubrir y que, deduzco, en los futuros casos 2, 3, 4, etc., del inspector mostrarán sobradamente.
Aunque los protagonismos de Bengoechea, Sebas y el narrador destaquen en la obra, y el valor de las presencias de Hierro, Wagner y el alcalde sean incuestionables, mi impresión es que ninguno de los señalados posee una personalidad lo suficientemente sólida como para cargar sobre sus espaldas el peso del relato. Esta circunstancia permite centrarnos en el tema y en cómo se busca la manera de esclarecer unos hechos punibles. Hay una suerte de equilibrio participativo entre quienes han de conducir la narración hasta el destino. De esta consonancia se obtiene una cohesión que, al terminar la lectura, no he podido dejar de equiparar a la de una orquesta interpretando una de esas tantas sinfonías que conservo en mi memoria y que felizmente me han acompañado durante muchos años sin que llegue a saber de manera cabal cómo se han asentado en mi conciencia estética, pues solo las recuerdo mientras las escucho, que es cuando reparo en que todos los instrumentos están subordinados, con independencia de la duración de su actuación o de la posible relevancia de los acordes atribuidos, a un bien mayor: la hermosa pieza musical a la que dan vida.
Operación Ática es una complaciente sinfonía que logra plenamente el que su lectura sea una más que recomendable actividad: por un lado, porque estamos ante una obra muy entretenida; por el otro, porque Víctor M. Bello ha conseguido que el tratamiento sobre el tema abordado y todas sus derivadas, articuladas alrededor de observaciones y reflexiones puntuales, sea exquisito y prudente. No ha caído en la tentación de buscar gratuitamente el sensacionalismo o la provocación encubierta. Sabe nuestro autor, y su experiencia académica y laboral se lo han demostrado, que «la verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero», como le dice Juan de Mairena a sus alumnos.