Primero fue la guerra y con ella se perdieron la vida y la libertad; luego, el miedo a la guerra, que a la libertad usurpó su razón de ser; más tarde, la paz, que a la libertad tuvo entre sus manos; y, por último, el miedo a perder la paz, que nos mueve a luchar por mantener la libertad conseguida. Conclusión: no basta con que disfrutemos de la paz y de la libertad, hemos de temer su pérdida porque solo así seremos cuidadosos. La paz y la libertad son como las obras de arte: gozamos de su contemplación y, conscientes del pesar que supone su desaparición, ponemos todos los medios a nuestro alcance para conservarlas; luego, cuando la integridad del objeto está más o menos garantizada, podemos evaluar el provecho de su difusión. Ese espíritu de conveniencia es el que me ha guiado para la composición de este libro: el tesoro de la paz y de la libertad está custodiado en los principios rectores de los textos que te ofrezco; los años y los acontecimientos históricos transcurridos desde sus diferentes promulgaciones acrecientan su integridad y, con ella, la dependencia que nuestros tiempos tienen de lo protegido.
Es posible que los cuatro documentos que componen este volumen no pertenezcan al grupo de textos adecuados para descubrir el goce de la lectura. Es probable que puedan parecerte, en unos casos, aburridos y, en otros, incomprensibles; o también que ambas situaciones se den a la misma vez y que, en consecuencia, sientas el impulso de preguntar: ¿Para qué voy a prestar atención a un libro que quizás no entienda y que seguramente no me resulte entretenido? Leer es un proceso aptitudinal (que en el mayor grado posible te presupongo) y de actitudinal: hay que tener una predisposición adecuada para que los textos no se nos resbalen de las manos y terminen en el sumidero de nuestro abatimiento. Conviene que haya motivos para emprender una lectura y uno que muy bien te podría sugerir para este libro, de los varios que puedo ofrecerte, es el de la curiosidad. Este volumen, bien enfocado, puede que te resulte curioso (y procurar la satisfacción de algo que puede llegar a ser interesante ya es en sí un entretenido ejercicio).
Otro posible motivo estimulante para no ver con malos ojos el contenido de las próximas páginas es el de la utilidad. Vivimos en un mundo organizado, aunque nos dé la impresión de que está desordenado. Pertenecemos a una sociedad mejorable, sí, pero maravillosa si la comparamos con la que había antes de la existencia de los cuatro documentos que recoge este tomo, que ha sido concebido con la idea de mostrarte algunas reglas de juego vigentes en el contexto vital en el que participas: por un lado, para que sepas cómo se ha tratado de configurar ese mejor mundo posible que habitas; y, por el otro, lo que es más importante, para que aportes tu granito de arena y contribuyas a que prospere más de lo que ya lo ha hecho.
Ya tenemos dos motivos que buscan suplir la probable falta de pasajes divertidos o lúdicos en este libro de cara a la actitud con la que debería recibirse y que se resumen en la siguiente afirmación: su utilidad puede despertar tu curiosidad. Vamos a por una tercera justificación, que entronca con lo que te apunto al final del primer párrafo: las buenas intenciones de mi ofrecimiento. Te imagino ahora haciendo una muestra de extrañeza y preguntándote por lo bajo: «¿Buenas intenciones en su ofrecimiento?». Sí, repito, buenas intenciones…, lo que no tiene que hacerte concluir necesariamente que esta obra sea efectiva, competente, apta, etc., para la obtención de los objetivos que he previsto con su lectura y uso. Cuando termines de manejar este libro, quizás quepa el acusarme de negligente, mas no creo que deba omitírseme el calificativo de bondadoso, pues me mueve el deseo de compartir contigo, del modo más pedagógico posible, estos escritos civiles en los que se forjan para que sean imperecederas las dos palabras más importantes de la humanidad: la paz y la libertad.
De las muchas cosas que soy (y olvidándome con pena de las que me gustaría ser), hay dos de las que me siento muy orgulloso: soy docente y ciudadano; o, por ser más preciso, un ciudadano que ejerce la docencia; o, visto desde otra perspectiva, un docente que busca rebasar las fronteras de su materia, cuya médula espinal es la lengua y la literatura castellanas, para compartir con lo único digno de aprecio que tienen los sistemas educativos, su alumnado, aquello que, a su juicio, ha de perdurar en el tiempo. Mi concepto de ciudadanía traspasa los meros límites del empadronamiento en un municipio porque se diluye en una cosmovisión de la realidad en la que deben brillar constelaciones de voces que, para mí, son fundamentales: la buena fe, la concordia, la convivencia, la democracia, la dignidad, la hermandad, la igualdad, la justicia, el orden, el progreso, el respeto, la solidaridad, la tolerancia, etc., y, sobre todo, la paz y la libertad. Como así considero que debe verse el mundo, así trato de mostrárselo a mi alumnado y a cuantos se identifican con el término ‘discente’. Por eso he escogido los cuatro documentos que componen este libro, porque creo que, con sus defectos a cuestas, que los tienen, son los pilares que configuran (a veces de manera más teórica que práctica) el mejor de los mundos posibles. Mis buenas intenciones, pues, deben traducirse como el propósito pedagógico de mostrar aquello que ha de ser conocido para que pueda ser conservado y difundido.
Quiero que mi alumnado y, en general, todos los estudiantes participen del sueño que ofrecen las constelaciones enumeradas porque confío en que sean ellos (o sea, ustedes; en concreto, tú) quienes mejoren con el día a día los renglones que un buen día se redactaron para proteger la Paz Mundial (en la Carta de las Naciones Unidas); para fijar en la conciencia colectiva el valor de la Humanidad (en la Declaración Universal de Derechos Humanos) y del futuro de esta (en la Declaración de los Derechos del Niño); y para que los españoles no vuelvan a padecer los horrores de una guerra fratricida ni las consecuencias del totalitarismo posterior (suprimidos de nuestras vidas, en principio, gracias a la Constitución de 1978).
Mi querencia no es arbitraria ni caprichosa. Nací en 1973, empecé mis estudios primarios en 1979, en el año 90 despaché mi bachillerato y en el 96 hice lo propio con mis quehaceres universitarios; o lo que es lo mismo: nací en los estertores de una dictadura de casi cuatro décadas en la que nacieron, crecieron y se formaron mis padres, quienes matricularon a su primogénito en la EGB meses después de haber dicho un sí muy sonoro y emocionado a la Constitución de 1978, y quienes, con el debido pulso, supieron contener la adolescencia política del vástago, el cual, a golpe de heavy metal, contemplaba la vertiginosa transformación de la historia que supuso los últimos veinte años del siglo XX. La caída del comunismo en la extinta URSS, la entrada española en Europa, el fin de la Guerra fría, la consolidación institucional de nuestra nación, la asunción de la identidad canaria como un patrimonio que ha de ser defendido con intensidad y efectividad, el Live Aid y el “We Are The World” de Michael Jackson y Lionel Richie, el auge de nombres propios para una historia de la humanidad (Reagan, Gorbachov, Wojtila, Thatcher, Arafat, Suárez, González, Juan Carlos I…), el nacimiento de la informática doméstica y del entrañable MS-DOS, etc., fueron algunas de las piezas del enorme puzle finisecular que terminaron por ayudarme a construir una imagen del mundo que considero ajustada.
Como el conocimiento de lo que nos rodea permite concebir su mejora, me preocupa, cada vez más, la percepción de que a las generaciones escolares actuales (con el desinterés institucional por el ofrecimiento) se les esté usurpando la crudeza de la realidad con edulcoradas versiones del presente y vaporosas exposiciones del pasado. No es lógico que en la era de la información cunda la desinformación; que en la era de las redes sociales, de los artefactos portátiles y de la inmediatez se active en la conciencia de los llamados a encabezar el mejor siglo de la humanidad (la juventud del XXI) un dispositivo de desinhibición por las nociones del mundo que les rodea, entre ellas las que representan los cuatro documentos que componen este libro, que mi generación no conoció en la escuela, sino gracias, por un lado, a la capacidad de los medios informativos por destacar su importancia y, por el otro, a la conciencia social, que permitió su difusión: antes, en dos canales de televisión se hablaba con voluntad pedagógica y para consolidarnos como una comunidad cohesionada de la Constitución o de los Derechos Humanos; ahora, disponiendo de treinta, cuarenta, cincuenta… apenas se nombran si no es en calidad de arma arrojadiza entre facciones.
¿Qué ha fallado?; o, por hacer más trágica la duda: ¿algo no va como debería ir? Es posible que lo que yo interpreto como estado comatoso de la conciencia social (o sea, el mantenimiento con las mínimas funciones vitales de los patrones de convivencia y progreso) no sea más que una conclusión errónea de la realidad por mi parte y que nuestra juventud (tú, ustedes, ellas y ellos) atesore la firme voluntad de un mundo mejor gracias a los pilares que representan, entre otros, los cuatro textos fundamentales de este libro, escritos bajo la sanguinolenta memoria de los caídos en las guerras y los totalitarismos. No descarto tampoco que exista la asunción clara por tu parte (o por la de ustedes; o, en general, por la de cuantos se sitúen dentro de las palabras “alumnado” y “jóvenes”) de que eres muchas cosas que no has podido escoger voluntariamente porque perteneces a una sociedad que te obliga a tener vecinos y reglas civiles que conservar, lo que te autoriza a exigirle los derechos que te otorga y cumplir con los deberes que te demanda: formarte académicamente en tus primeros años para que puedas disponer del mejor futuro posible, para que seas un buen ciudadano y un excelente ser humano, y para que transmitas a tus hijos (y estos a tus nietos) los valores adecuados de convivencia y progreso que tu familia, la escuela, tus amigos, en suma, el mundo que te rodea, te han inculcado.
Si todo lo apuntado es así, mi visión de lo que considero que ocurre es desacertada y, por lo tanto, es probable que no necesites este libro, porque no te resultará curioso ni útil, aunque haya sido realizado con la mejor de las intenciones.[1]
[1]. A modo de coda. El 9 de septiembre de 2012, siete días después de que Teldeactualidad informara a sus lectores de la publicación de Lecturas civiles, se pudo leer en este mismo medio una entrevista que me realizaron para que les hablara sobre la iniciativa editorial. A la habitual pregunta en estos casos de por qué este libro, respondí: «Ante todo, porque como docente lo echaba de menos. Necesitaba que existiese una obra como esta porque todos los años busco el modo de que mi alumnado acceda a la Declaración Universal de los Derechos Humanos o a la Constitución española, por citarte dos ejemplos, y que lo haga de una manera más o menos singular para que se destaque este acceso con respecto al resto de los contenidos que les imparto. ¿Que por qué lo hago? Pues porque considero que su conocimiento es esencial para que entiendan cómo está configurada nuestra realidad social, evalúen los incumplimientos que se hacen de sus articulados y asuman que, como ciudadanos del siglo XXI, tienen una obligación moral de contribuir con la sociedad que les protege aportando su granito de arena al desarrollo y consolidación de lo que significan estos documentos. Para que puedan dar lo mejor de sí, primero deben saber qué es lo que pueden dar, cómo se puede dar, a qué se le está dando y por qué. Todas estas preguntas trato de responderlas en el libro».