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De la vida III. Senado de los egos 1

Bajo la cúpula de este Senado de los Egos, senadores, silencien por favor sus voces para que la mía, que no es buena, no quede más sepultada de lo que debería, pues muchos “algos” que nos atañen tengo que contar. Sé que no merezco sus atenciones y sé, también, que para muchos cuanto quiero decir no pase de ser meras nimiedades propias de una mente enferma por haber pasado largas temporadas en el abismo; mas sé que si en este foro de los egos sadalónicos no puede expresarse un hijo propio, ¿qué lugar queda en el mundo donde le puedan dar el consuelo de su aflicción o el necesario castigo por su irresponsable proceder? ¿Qué hay más allá de este Senado empapelado donde mi palabra, pobre, sí, tosca, sí, ineficaz, también, puede asomarse y verse algo iluminada por los sentidos que a ellas presten? La benevolencia no les es ajena, como tampoco el sentido práctico de la vida. La tierna gacela ha de estar entre los dientes felinos porque así lo determina la sabia naturaleza; y yo, el último de ustedes, mis egos, he de quedar donde me corresponde: con la esperanza de una carrera verbal que me libere de las dentelladas que, atentos a lo que la sabia naturaleza dicta, deberían darme en cuanto se diera ocasión para ello.

Senadores, desde siempre me han conocido; desde el instante mismo en el que, imberbe, tomé las calles de Sadalonia y las convertí en los pupitres donde se debía forjar mi ánimo y mi templanza. Con mis debilidades, hubo severidad; exigencias, con mis virtudes; y aunque hice de la soledad la mejor manera de no estar mal acompañado, tuve roces que, como las horas, hirieron. Díganlo si no mis cicatrices y, con ellas, los escasos trozos que me quedan de corazón limpio. No muchos. La verdad sea dicha. Cuando debí gatear, caminé; cuando dar pasos, corrí; y cuando fue menester ocuparme del amor, en esa primavera que todos ustedes vaticinaron que pronto perdería, me limité a cuestionar la vida y arrojarme a la muerte. Si pensaron que imperios buscaba, erraron; y más si creyeron que hogares con fuego crepitante en las chimeneas, pues nada de eso es cierto. La realidad lo ha demostrado. Legionario soy del verbo cansado que, a imagen y semejanza de mi ánimo, se forja. […]