Vista con la debida perspectiva, una probable respuesta a la pregunta «¿qué es la vida?» podría ser: ‘una suma de experiencias que, interiorizadas, nos permiten entender el mundo que nos rodea y sobrevivir de acuerdo a nuestra idiosincrasia en cada instante y en cada lugar donde nos hallemos’. Como esta suma es personal, no hay dos vidas iguales. Aceptamos que las haya parecidas, pero nunca idénticas. Cada vida es una singularidad en sí misma, por eso es tan valiosa y por eso nos causa horror cuando la maldad humana, en sus más variadas formas, hace lo posible por extinguirla.
A pesar de esta singularidad, la vida no sería tal si no se nutriera de otras singularidades y, por tanto, de las sumas de todas las experiencias que han tenido las personas que nos rodean y que forman parte de nuestra existencia, estén o no presentes en nuestro día a día. En este sentido, vivir es recibir de otros y, al mismo tiempo, de manera irremediable, también es dar a los otros, aunque en ocasiones no seamos conscientes de esto. Este entregar y tomar que configura la vida nos enseña a socializarnos y, en consecuencia, a gestionar mejor nuestra supervivencia.
Los libros son una excelente manera de captar en qué consiste ese dar y recibir. Cada obra que leemos o que nos recrean (en el teatro, por ejemplo) constituye una vivencia creativa que nos regalan nuestros remitentes para que la juntemos a las que ya tenemos. En cada lectura o recreación, hay una manera de interpretar la realidad, de percibir las relaciones humanas, de canalizar los sentimientos, que nos permite afirmar que todos somos iguales con independencia de nuestro sexo, raza, credo o procedencia. Por eso, los libros que leemos o que nos recrean (en el teatro, por ejemplo) forman parte de ese cúmulo de experiencias que podemos atesorar en nuestra vida.
Es así, de esta manera, como hemos de acercarnos a Colacerdo de Teatro La República. Hay que hacerlo con la convicción de que presenciaremos en el escenario cachitos de vidas ajenas que incorporaremos a la que tenemos como una experiencia más —como una muy enriquecedora experiencia—. Y digo bien: vidas ajenas, vidas de otros. Por un lado, la que Gabriel García Márquez nos donó en una de las novelas más importantes de la literatura universal: Cien años de soledad (1967); por el otro, la que Nacho Cabrera Guedes, director de la compañía escénica, recreó bajo el título de Colacerdo (2023) a partir de la citada novela del colombiano.
Colacerdo es la historia teatralizada de unos amantes de la vida, descendientes del gitano Melquiades, que comparten con nosotros aquello que les contaron de un modo singular: cómo nació Macondo y cómo la familia Buendía se convirtió en el alma de un pueblo hasta que desapareció de un modo irreparable «porque las estirpes condenadas a cien años de soledad no tenían una segunda oportunidad sobre la tierra».
Colacerdo es una experiencia que debería ser asimilada y guardada con cariño en el hermoso cofre del entendimiento, los sentimientos y la felicidad que todos conservamos en nuestro interior a lo largo de nuestra vida; y junto con ella, tendrían que estar también todas y cada una de las horas dedicadas a vivir y disfrutar de la novela Cien años de soledad; y acompañando a las dos piezas literarias, los millones de corazones de todos los lugares del planeta, de todas las condiciones, creencias, razas, ideologías, que desde hace más de medio siglo aún palpitan emocionados cuando vuelven a leer que
«muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo. Todos los años, por el mes de marzo, una familia de gitanos desarrapados plantaba su carpa cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y timbales daban a conocer los nuevos inventos. Primero llevaron el imán. Un gitano corpulento, de barba montaraz y manos de gorrión, que se presentó con el nombre de Melquiades, hizo una truculenta demostración pública de lo que él mismo llamaba la octava maravilla de los sabios alquimistas de Macedonia. Fue de casa en casa arrastrando dos lingotes metálicos, y todo el mundo se espantó al ver que los calderos, las pailas, las tenazas y los anafes se caían de su sitio, y las maderas crujían por la desesperación de los clavos y los tornillos tratando de desenclavarse, y aun los objetos perdidos desde hacía mucho tiempo aparecían por donde más se les había buscado, y se arrastraban en desbandada turbulenta detrás de los fierros mágicos de Melquíades. “Las cosas, tienen vida propia —pregonaba el gitano con áspero acento—, todo es cuestión de despertarles el ánima”. José Arcadio Buendía, cuya desaforada imaginación iba siempre más lejos que el ingenio de la naturaleza, y aún más allá del milagro y la magia, pensó que era posible servirse de aquella invención inútil para desentrañar el oro de la tierra. Melquíades, que era un hombre honrado, le previno: “Para eso no sirve”. Pero José Arcadio Buendía no creía en aquel tiempo en la honradez de los gitanos, así que cambió su mulo y una partida de chivos por los dos lingotes imantados. Úrsula Iguarán, su mujer, que contaba con aquellos animales para ensanchar el desmedrado patrimonio doméstico, no consiguió disuadirlo. “Muy pronto ha de sobrarnos oro para empedrar la casa”, replicó su marido. Durante varios meses se empeñó en demostrar el acierto de sus conjeturas. Exploró palmo a palmo la región, inclusive el fondo del río, arrastrando los dos lingotes de hierro y recitando en voz alta el conjuro de Melquíades. Lo único que logró desenterrar fue una armadura del siglo XV con todas sus partes soldadas por un cascote de óxido, cuyo interior tenía la resonancia hueca de un enorme calabazo lleno de piedras. Cuando José Arcadio Buendía y los cuatro hombres de su expedición lograron desarticular la armadura, encontraron dentro un esqueleto calcificado que llevaba colgado en el cuello un relicario de cobre con un rizo de mujer».