1. El papa ha sido elegido a través de un procedimiento válido para sus electores, varones con formación teológica y experiencia pastoral. Estos, por mayoría, han llegado a la conclusión de que el escogido ha de ser el representante de la Iglesia Católica Apostólica Romana. Todos los que reconocen el poder que atesoran estos votantes aceptan esta representación.
2. El papa es un ser humano. Su naturaleza le obliga a cumplir con ciertas necesidades: ha de alimentarse, tiene que descansar, debe sanar cuando enferma, etc. No es una deidad ni le son ajenos los defectos y virtudes propios de sus semejantes. En consecuencia, su infalibilidad en materia doctrinal no es el resultado de una metamorfosis que lo ha convertido en un ser divino tras la proclamación, sino de un acuerdo entre personas idénticas a él: del mismo modo que se tuvo a bien considerar que nunca falla cuando habla de fe y moral, es posible determinar que “a veces” puede equivocarse o, de una manera suave, estar desacertado.
3. El papa, en tanto que humano, sucumbirá al engreimiento. Es razonable que así sea. Estará rodeado de aduladores. Causará fascinación por donde vaya. Todos desearán tocarlo, ser mirados por él, recibir sus palabras. Querrá, quizás, mostrarse humilde —pues sabe que la soberbia envilece—, pero en su interior arderá una llamita de vanidad. No se le ha de culpar por ello. Es inevitable. Cuando elector, al igual que sus colegas, accedió al cónclave con el secreto conocimiento de qué respondería a la pregunta «Quo nomine vis vocari?» y de cómo serían esas lágrimas que lo acogerían en la Sala del Pianto si sobre él —por voluntad y “acierto” del Espíritu Santo— recayera el peso de la iglesia.
4. El papa tiene claro que su gestión del tiempo no es similar a la del resto de mandatarios. Él no siembra para recoger ahora, sino para una cosecha futura. Cada minuto de gobierno laico equivale, en un pontificado, en el mejor de los casos, a una hora, aunque lo normal es que se sitúe entre un mes (los más innovadores) y un año (los menos proclives a los cambios).
5. El papa, se mire por donde se mire, es de ideología conservadora. Su condición le impele al estatismo. Toda revolución, si no hubiera más remedio que padecerla, solo puede ser diacrónica. Si ha de afectarle, el papa buscará el modo de que dure poco y de que sus consecuencias rupturistas sean ínfimas. En su actitud reaccionaria, no es descartable la existencia de alguna que otra inclinación —sutil, por supuesto— hacia un cierto progresismo que, tratándose de la institución de la que se trata, siempre será constreñido.
6. El papa, cuando asume el rol de jefe de Estado, es plenamente consciente de que su poder es mínimo, irrelevante, insuficiente, pobre, suprimible si hubiera voluntad externa para ello. Por eso, le interesa más mostrarse como la autoridad religiosa que es: no es lo mismo ser la cabeza de un país de 44 hectáreas y con apenas mil personas censadas que ser la conciencia de casi mil quinientos millones de seres humanos en todo el planeta Tierra.
7. El papa no olvida lo relativa que es su fortaleza como autoridad religiosa, puesto que esta se sustenta en la eficacia con la que una serie de textos divulgativos y normativos, compuestos por otros hombres como él, se aclimatan a la cosmovisión y creencia de sus destinatarios. Tan pronto como un receptor diga «Esto es ficción, no me atañe», el poder papal se disuelve al instante.
8. El papa, tras la misa de inicio del ministerio petrino del Obispo de Roma, ya se sabe inmortal. Su nombre quedará registrado o será supuesto en cuantos documentos escritos, orales o visuales recojan cualquier detalle relacionado con el catolicismo. Su vida tras la llegada a la Sede de Pedro y su muerte serán seguidas por millones de terrícolas. Esto, inevitablemente, condicionará su manera de ver el mundo y, en consecuencia, sobre cuál habrá de ser su legado.
9. El papa estará siempre solo y situado permanentemente en una suerte de tierra de nadie. Aunque no deje de haber gente a su alrededor, se hallará siempre en un lugar intermedio: entre la comunicación con un dios que no le hablará como si fuera una tercera persona, sino a través de un diálogo introspectivo donde toda interpretación empieza y acaba en la mismidad; y la conexión con semejantes que, de un modo u otro, mantendrán una distancia con él. Su afabilidad, distensión, cercanía… no impedirá a los que le rodean la conciencia clara de la separación que hay entre ellos y el reconocido como Vicario de Cristo.
10. El papa está al tanto de que nadie —excepto los vaticanos y los afectos a la Iglesia Católica Apostólica Romana— está obligado a obedecerle. Conviene no confundir el deber de todo súbdito con el respeto de cualquier ser humano del planeta Tierra hacia el papa en consideración a su representatividad.