Casi todos los médicos tienen sus enfermedades favoritas [Henry Fielding]
+
1 | Los hechos me ocurrieron así: en el vigésimo segundo día del noveno mes se produjo la caída. Fue en su espacio. Quedó tendido en el suelo, con buena parte de su cuerpo en su habitación y la cabeza en el umbral que la separaba del pasillo. Fue un martes. Diez horas después de iniciado el día, aproximadamente. Su esposa y el primogénito, que lo habían visto dormitando unos minutos antes en su sillón, estaban en la cocina tomando café. De repente, oyeron un «ay» seco «[…] entonces era una simple exclamación; ahora es un grito profundo, cavernoso, que se ha quedado interiorizado en algún surco del cerebro para estar muy presente […]». El primogénito se levantó enseguida y lo vio tendido en el suelo y con el brazo derecho levantado. Pedía ayuda. Intentó levantarlo él; ellos, luego, intentaron levantarlo. Pedía que no lo hiciesen. Lograron sentarlo a duras penas en un pequeño banco. No se quejaba. Estaba asustado, pero no se quejaba. Llamaron a una ambulancia. Hablaron los tres. No se quejaba. Los ángeles llegaron enseguida y decidieron llevárselo al centro de salud más próximo, el de San Gregorio, a escasos cien metros de casa. Lo acompañó el primogénito. Allí lo vieron dos galenos. Restaron importancia al incidente. Él no se quejaba ni daba muestras de tener muy claro por qué estaba allí. Pidieron que se levantase. Se negó. Le pusieron un calmante, o un relajante muscular. Quien esto narra no se acuerda ahora qué le inyectaron. No importa para el caso que nos ocupa. El paciente no se quejaba. Dejaron pasar un rato para que la medicación le hiciese efecto. Al cabo, volvieron a pedirle que se levantara y él se negaba sin quejarse mientras rogaba que lo dejasen sentado. Un bloqueo mental –sentenciaron-. El miedo, la impresión de la caída… Un bloqueo, sin duda. No lo radiografiaron, no le hicieron más pruebas. Es un bloqueo, por eso no se levanta. Terminaron pronto con él. Solicitó el primogénito una ambulancia de traslado para llevar al paciente a su casa. Entre cuatro y cinco horas de espera, le dijeron. A cien metros de su casa, cómo iba a tenerlo ahí esperando, preguntó su hijo. Entre cuatro y cinco horas deberá esperar. Quizás un poco menos; raras veces es un poco más. Debe de haber otro modo de trasladarlo en menos tiempo, la distancia es muy corta. Entre cuatro y cinco horas; puede ser también de un momento a otro. ¿Y una silla de ruedas? ¿Me pueden dejar una silla de ruedas? La llevo yo, la devuelvo yo, me responsabilizo yo, la cuidaré yo… Mi reino por una silla. El paciente no se quejaba. El Consejo Supremo de Rectores de Sillas de Rueda debió reunirse en sesión extraordinaria para dirimir sobre el visto bueno a la solicitud, que llegó. Al rato, hubo silla y buen humor en el trayecto a casa: era un vehículo con dirección asistida, sin duda; asistida por un borrico, que era el que empujaba. Había buen humor, sin duda. En el zaguán se iniciaron los debates de la sinrazón: vamos, levántate; yo te ayudo, te llevo, te porto; venga, tú puedes; no podemos estar aquí todo el día; si no es nada, el médico te lo dijo; un cigarrito si llegamos a casa; ha sido un simple susto, lo han dicho quienes se supone que saben de esto; venga, paramos en los rellanos; inténtalo… El paciente no se quejaba ni convencer se dejaba. Tenía incluso buen humor. Fue llamado el hijo político. No falló, como siempre: está cuando se le necesita. Entre los hijos, como neocostaleros, se logró llevarlo hasta su área de pasar el tiempo, el espacio vital donde cruzaba sus horas con las ideas. No hubo quejas, miedo en todo caso por el curioso sistema de desplazamiento aplicado. Sentado en su trono, no hubo malestares ni protestas. Suspiros, alivio… y un cigarro, claro. Así pasó el primer día.
2 | Menos de veinticuatro horas después, esposa y primogénito hicieron lo imposible por asearlo y convencerle de que no tenía nada, como habían afirmado los galenos, los que, se supone, saben de esto. Había pasado la noche de turbio en turbio y el día no mostraba ningún atisbo de claridad. No se quejaba. No querían que lo moviesen, sí, pero nunca manifestó ninguna incomodidad. Es el bloqueo, sin duda. Así se dejó que transcurriese el segundo día.
3 | Cuarenta y ocho horas después de la caída, la situación seguía igual y fue nuevamente requerida la asistencia médica que, como en el anterior caso, derivó al lesionado al centro de atención primaria. Su esposa, con muy buen criterio, consideró que la situación no podía prolongarse más tiempo: él no quería levantarse del sillón y dificultaba la ya de por sí compleja labor de asearle. Pensó ella que algo malo tenía porque, a su juicio, había bloqueos y bloqueos, y este, en alguien que desde hacía tiempo se olvidaba de una orden inmediata o de recordar lo que había sucedido hacía una hora, era uno cuanto menos sospechoso. Ella fue quien lo acompañó en esta ocasión y quien tuvo que asumir bajo su responsabilidad que lo trasladasen a un centro hospitalario tras un intercambio de pareceres con el mismo galeno que dos días antes había defendido la tesis del cierre mental como razón por la que el paciente no quería levantarse.
09.25 h. Centro de Salud de San Gregorio. ¿Fractura de cadera? TA: 130/80. Firmado: el cabo Fernández González.
En el hospital, dieron la razón a la esposa cuando defendía que algo anormal había en el paciente tras el accidente doméstico: la cabeza del fémur se había fracturado y, en consecuencia, era normal que el afectado no desease moverse. Se extrañaron de la pésima praxis médica empleada en Atención Primaria de Telde: para los casos de afectados por nubes negras es preceptiva la realización, como mínimo, de una radiografía que determine si hay o no algún tipo de lesión. Dicha radiografía no se hizo el vigésimo segundo día del noveno mes ni hubo intenciones de hacerla en el vigésimo cuarto del mismo, cuando por segunda vez acudió a los servicios primarios, más primarios en este caso que nunca. Primarios y primates, si nos permiten la chanza lingüística en la trayectoria de esta historia tan verdadera como triste. Sea como fuere, la radiografía se hizo, el mal se detectó y la resolución de lo que había que hacer fue dictada sin atisbo de dudas por las milicias hospitalarias: ingreso inmediato y operación programada para el día siguiente.
10.38 h. Hospital Insular. Urgencias. TA: 130/60.
Mientras se gestionaron los papeles de ingreso, el matrimonio atravesó sin saberlo ni esperarlo la entrada a la última estación del esposo, la que se determina en la última salida del hogar compartido al que ya no se volverá nunca más, la que marca el principio del fin, la que se muestra en las sombras que los objetos cotidianos del ido comienzan a marcar: el sillón vacío, el cenicero limpio, la televisión apagada, los papeles guardados, el silencio permanente; en suma, la sensación de que falta algo en ese espacio.
13.27 h. Recuento de tropas: Hemoglobina (10.3), Hematíes (3.22), Hematocrito (30.4), Linfocitos (5.8), Neutrófilos (86.0), Plaquetas (100), Glucosa (114), Sodio (128) …
La esposa hizo los primeros trámites y fue reemplazada hacia el mediodía por el hijo, quien asumió la custodia del padre y su ubicación en la habitación que le acogería durante los próximos días. Las hijas y el yerno recogieron a la esposa.
14.04 h. Ingreso. Cama: 964.