[I] Mira allí. Fíjate bien. Allí, en el centro justo de la plaza. ¿Qué ves? Sí, allí, cerca del banco donde un rayo de luz rompe las nubes negras que cubren el cielo y atraviesa la cristalera de aquella terraza, al lado justo de donde alguien conversa con alguien que ha llegado hace poco al encuentro, muy cerca de aquel busto, algo lejos de ese edificio colonial, bastante próximo a una hilera de parterres, a miles de años luz del planeta Marte.
Fíjate bien en el espacio vacío que queda, en esa nada que lo envuelve. ¿No ves el infinito allí, donde te señalo? Mira ahora cómo unos albañiles que han llegado hace un rato comienzan a llenar el aire. Observa el primor con el que ejecutan la tarea de corporeizar el espacio. Un ladrillo, cemento, otro ladrillo, cemento, otro ladrillo, cemento. Detente en la horizontalidad de la secuencia, paladéala con la vista, recorre su paulatina verticalidad. En unas horas allí habrá desaparecido el éter.
Con el tiempo, quizás la pared que ahora nace ante nuestros ojos estará derruida. No importa. Tú y yo sabremos que allí hubo una pared. Quizás edifiquen sobre los restos otra pared o planten una semilla para que de ella germine un árbol. No importa, repito. Tú y yo sabremos que allí hubo una pared. Sabremos que fuimos testigos de su nacimiento y que vimos cómo el infinito se ha vestido ante nosotros.
Me habrás preguntado qué es la literatura para mí. Eso que has visto, te responderé; y te señalaré nuevamente al centro justo de la plaza. Ladrillo sobre ladrillo y, en medio, cemento; palabra sobre palabra y, en medio, el blanco de la meditación. Todo ello en el tiempo.
Me mirarás esbozando una sonrisa y volverás a mirar tus notas. Me quedaré con tu sonrisa cumplidora. No discutirás conmigo la metáfora. Tampoco la alabarás. Realmente, no te interesa. ¿O sí? Me quedaré con el consuelo de pensar que esa noche, cuando revises tus notas, cuando trascribas la grabación, la aprecies. ¿Qué harás cuando eso suceda? ¿Te pararás y me evocarás?
Pensaré en cómo harás ese trabajo; en dónde, sobre todo: en tu oficina o en tu casa, sentada en el ordenador, en la cocina, en el dormitorio mientras tratas de zafarte de los brazos cálidos de alguien, en una guagua… ¿Cómo será tu espacio vital? ¿Habrá libros? ¿Qué libros? ¿Por qué esos libros? ¿Estarán en él mis libros? ¿Algún gato te recibirá cuando atravieses el umbral de la puerta y te recriminará el que no le hayas puesto más comida que la miserable ración de la mañana?
[II] Llevarás entonces conmigo más de una hora. Te quedarán muchas preguntas por hacer todavía. En un par de ocasiones te habré sorprendido mirando el gran reloj que presidirá el salón. Tus cuentas no te salen, pensaré. Perdóname, pero aunque mantenga el rictus serio, trascendente, divino, estaré riéndome por dentro. No lo podré evitar. Veré cómo tus estimaciones horarias se habrán venido abajo y te confieso ahora que me alegraré de que así sea, no porque quiera retenerte porque sí, sino porque en mi piara de egoísmo y vanidad no podré consentir que me iguales a cualquier otro entrevistado. Pensaré que tienes prisa y eso será inaceptable para mí. Aunque llevemos dos horas, aunque tengamos que estar un día, un mes, un lustro o tres décadas. Estarás conmigo y yo querré ser en ese momento el centro de tu universo. Nada ha de ser más importante, ni siquiera quien te pueda estar esperando, alguien con quien habrás quedado para almorzar, quizás un encuentro fugaz, un pequeño segmento de felicidad en esas jornadas de tu incipiente periodismo, cuando todo camino se te ofrecerá vestido de un idealismo que sólo podré calificar de falso y atrabiliario, pensaré atisbando tu cuaderno de preguntas y las cintas de más que has puesto en tu bolso y que, sin darte cuenta, has dejado abierto: una gran cartera, un estuche de gafas, me imaginaré que llevarás preservativos porque te supondré una mujer que toma iniciativas, quizás lleves algún pintalabios, y las cintas. Veo dos, quizás en tu previsión haya más. Sería imperdonable que la grabadora no cumpliese su tarea por un quítame allá una cinta que falta. Graba cuanto quieras, te responderé con una sonrisa cumplidora. Hasta ese momento, te habré ofrecido café y lo has rechazado. Has aceptado agua. Sabré que no tienes sed, también que no quieres ser descortés conmigo. Eso ha sido al principio, cuando no me conocías todavía ni habías logrado hacerte una idea de cómo soy. Llevarás en tus notas muchas preguntas. Te las sabes de memoria. Querrás impresionarme. Aceptaré tu juego. Te daré la prerrogativa de tu inexperiencia. No querrás que responda con evasivas, para cumplir el trámite. Mis primeras respuestas te llenarán de optimismo. Hablaré mucho, ya lo verás. Mientras te respondo, tu joven rostro tratará de mostrarse interesado por lo que digo y cuento. Sabré que no te interesa lo que digo, que estás ahí porque te han mandado del periódico y que no conocerás ni mi obra ni mi pensamiento. Cuando te vea por primera vez, tras el saludo, tras la enhorabuena, tras el es un honor para mí, tras el luego vendrá el fotógrafo, tras cualquier otro mensaje, sabré que ni mi obra ni mi pensamiento conoces. Como no dejaré entonces de ser el canalla que ahora soy, te pondré a prueba al principio. Te hablaré al hilo de tu camiseta de las flores amarillas, de esas lágrimas de una desesperación con las que se escriben todos los libros del mundo, y tú sólo sonreirás; y cuando llegues al salón, ante la biblioteca, ante la balda suprema, ante mi tótem, te diré he ahí a mi Cándida Viracocha, y tú sólo sonreirás y mirarás hacia otro lado. No habrás identificado a la Cándida Viracocha y entonces sonreiré yo. Te invitaré a sentarte. Te sentarás. Me sentaré. Graba cuanto quieras. Sacarás el cuaderno. Te miraré fijamente. Sacarás, además, una lista. Son las preguntas. Te sonreiré. Y te miraré. No me mirarás. Sólo me verás. Sólo percibirás mis arrugas y la lejanía afectiva hacia mí. Lo entenderé. Eso es lo de menos. Serás muy joven para amar a un hombre como yo, que seré muy viejo para amar a una mujer como tú. Te veo y sé que serás muy hermosa. Tus ojos negros me serán familiares. Y tu frente despejada. Y tu sonrisa. Te conoceré, sabré quién eres, de dónde vienes, de qué fuente has emergido, pero nunca te lo descubriré, nunca te contaré cómo esa misma fuente llegó hace años de manera devastadora, impía, inclemente; cómo arrasó la tranquilidad que había conseguido con el olvido y la rutina; cómo aniquiló los pilares de una autosuficiencia de la que me consideraba dotado; cómo, en suma, descubrí hasta qué punto era débil. No te contaré jamás con qué facilidad caí en la red del desespero que nadie me había tendido y que ninguna muestra sibilina me había mostrado. Nunca sabrás que bastó sentir el desierto una tarde de ausencia para percibir cómo una veta de desazón comenzaba a gestarse en lo más profundo. Otra vez, me dije entonces; otra vez, no. Te reconoceré, mas nunca lo sabrás aunque en los preliminares se me escapará un tu rostro me es familiar…
[III] En fin, déjame que ahora calle y espere. Acabas de nacer…