Monólogos en pena mayor

I

«Seguiré aquí: enfangada, enterrada, sin vida, asqueada, aterida, ignorada, violentada, humillada, sin futuro, sin pasado, ¿con presente?… Muerta, en suma (piensa) Aquí seguiré: viendo pasar los años entre estos escasos metros cuadrados de olvido, en esta celda que he llenado de retratos sonrientes que sólo alcanzo a ver desde el horizonte del polvo que cada mañana los enmarca (siente)». Toma su taza de porcelana barata y mira al techo con los ojos de la costumbre. Sus manos hinchadas ya no pueden asir las alianzas depositadas bajo los pétalos que la desidia marchitó. Hay una tela de araña. «Vaya». La escoba, «y cogeré la escalera». Es mucho trabajo. «…Al sillón». La deja como está. «Paso». Baja la cabeza. Bebe un poco. Deja la taza. Se mira las manos. Se adormece y de fondo se oyen los amores tenues de dos infames actores que accedieron a consumar su mediocridad aceptando la representación de una vida que ni ellos mismos se creen y que ni en el país de los embustes se verá nunca consumada. (Piensa) «Ámala, maldito, aunque ya no tengas nada que hacer, aunque mientas, aunque sepas que no será el destino de tus alegrías; ámala, maldito, que implora tus besos…». Apaga la televisión. «¿Quién apagará todo esto?». Se levanta. No puede. Vuelve a intentarlo. Le cuesta. «Mi reino por un instante de fuerza suprema». Se levanta por fin. Se dirige a la cocina. Deja la taza en el fregadero. Le echa agua «para que el azúcar no se pegue» y no sienta el irrefrenable deseo de tirarla a la basura cuando se encienda la señal de alarma y concluya que le resta frotar el fondo de la porcelana barata con el mismo desespero de quien espera terminar ya una condena a galeras para que le aflojen las presiones de los grillos. (Piensa) Todo se derrite… «Hace calor. No me he duchado. Qué sudor». Se da asco. «Me doy asco». Echa el agua de la taza en el fregadero: «voy a fregarla. Termino antes». Es una cosa menos que tendrá que hacer. «Qué más da hacerlo ahora o después». Se seca las manos y a lo lejos una burla entrañable (oye): «Qué desespero amor, qué desespero… Y yo tan solo y tú tan lejos…». Se sienta en la silla de la cocina que pintó tiempo ha creyendo que así lograría dar un toque diferente a la habitación. Con cada brochazo un «qué bien lo has hecho, mamá; hacía falta; qué artista; qué bueno…» y un «qué bien lo has hecho, cariño; hacía falta; qué artista; qué bueno…» y todos los que entrasen en la cocina y se les revelase el secreto de la belleza de aquellas sillas le confesasen «qué bien lo has hecho; hacía falta; qué artista; qué bueno…». Pero nadie dijo nada y ahora la silla sigue necesitando algún que otro toquito. «Paso».

II

Termina de una vez por todas conmigo; con este infame juego; con este infierno de pétalos marchitos, de rosas sin olores, de versos sin poesía; de males, tristezas y dolores. Ahora sí, ahora, por fin: Renuncio, dimito, lo dejo… Me voy; te quedas… Quédate con todo: con tu aire que ya no me deja respirar, con los brazos que ya no me dan calor, con los labios que ya no me insuflan vida… Quédate con todo: con tus esquinas y tus horizontes. Tuyo es cuanto tus ojos ven, cógelo, ven, tuyo es; y a mí déjame, abandóname; échame a los perros y deja que terminen de roer los restos que ya no tengo. Ven y desuéllame, mala sangre; si quieres…; arráncame la piel como me has arrancado las entrañas, cruel verdugo, mala historia, malos pasos… No, no y mil veces no, error imperdonable…, castigo divino… Cruz impía de mis entrañas. No quiero tus alas de plomo, tu libertad mentirosa, tus amargas mentiras… No quiero tu impulso porque nunca me permitirá alejarme de ti. No subiré contigo más allá de un palmo sobre el suelo; no porque no quiera, sino porque nunca me dejarás… No quiero porque ya no puedo más; ya no te quiero porque nunca me has querido, mala sombra. Arráncame, veneno, ya de tu lado; arráncame ya la vida que he terminado perdiendo junto a ti; rómpeme ya las cadenas de mis tobillos, cadenas que pintaste de oro para que la luz las hiciese cegadoras…, para que no viese que eran irrompibles, para que no me sintiese apresada en tu jaula… Haz el último acto piadoso y échame de tu lado. Te devuelvo el palacio que me diste guardándote las llaves de las celdas y las verjas… Tuyo, como siempre ha sido, es ahora el gobierno de esta nave que nunca permitiste que surcara los mares; tuya es el ancla que siempre tuya ha sido y tuyo es el rumbo… Tú colocaste la estrella, tú giraste el timón… La popa siempre fue tu popa; la proa, tu proa… Dame el último beso y traicióname para que termines de crucificarme, ajustíciame ahora que estoy postrada a tus pies y te muestro el seco pellejo de mi cuello. Mutílame el alma para que deje de sentir miedo, para que pueda hablar sin tener que bajar la cabeza, para que la tierra mojada no me huela a estiércol… Aquí me quedo, aquí me apeo, mal compañero. Te regalo tu falsa condición y los vestidos que para tu solaz compré, las joyas que dejé que me colgases y las caras gratificaciones que cada una de ellas me ha costado. Todo… todo es tuyo porque nunca ha sido mío. Quédate con lo disfrutado, con la prenda regalada, el tiempo entregado, la vida donada… y con tu obra insigne, con lo único bello que has hecho… Quédate con tus cuidadas flores, regadas cada día con el agua de las esperanzas… Quédate con aquello que tu ingratitud no me permitirá ver florecer. Tuya siempre ha sido mi vida; tuyo es, pues, su final… Hazme ya tu punto final, conclúyeme; hazme cruzar de una vez por todas el resto de los umbrales que esperaba atravesar contigo. Lo dejo ya todo… porque hace tiempo que ya no hay jardines donde florecer, mal compañero…»). […] — ¿Qué tienes, mi niña?… ¿No puedes dormir?… A ver, déjame verte… Tienes un poco de fiebre… Ven, te daré media aspirina… ¿Te sentó mal la cena? Estás sudando… Vamos… Sí, déjame… Ven… Vamos… Nos cambiamos el pijama… Vamos a ponernos el de las flores amarillas… Es más abrigado… Lo mejor será que sudes y verás cómo mañana te encontrarás mejor… A ver… Eso fue la corriente… Claro, sales sudada de ballet… Mira que te lo digo… Bueno, mi niña, no es nada… Mañana estarás mejor… Venga… un besito… Sí, sí… Mañana… Sí, mañana iremos. Llámame si te encuentras mal… Vale… Estaré en la sala… […]. («… donde siempre, esperando a ver cómo las perlas de mi flor se abren al mundo, mi niña… ¡Ay, mi niña linda! ¡Qué pena de futuro el que te estamos escribiendo! ¡Ay, mi dulce fruto, mi lucha…! ¿A quién mirarás cuando mañana te hablen de “mañana”? ¿Qué mano te agarrará mientras camines? ¿Cuál de ellas te recogerá cuando tropieces y caigas? ¿Quién llorará a tu lado cuando llores? ¿Quién reirá tus alegrías? ¡Ay, mi niña linda! ¿Quién ocultará tus penas de amor? ¿Quién te observará detrás de los espejos cuando des tu primer beso? ¿Quién vivirá contigo todas las primeras veces que ahora comienzas? ¡Qué tristes páginas te estamos escribiendo, mi niña! Duerme ahora, si puedes; duerme antes de que los desvelos se apoderen de tu inocencia y las noches se escriban con el fragor de la rabia. Eres mujer, Nenita… tus decisiones nunca serán fáciles. Duerme, mi ángel, antes de que ya no te dejen la palabra; antes de que dejes de contar para el mundo… ¡Qué amargura, mi cielo! ¡Qué tragedia! Traerte para saber que juntas tendremos que derramar muchas lágrimas… Duerme, que mamá aquí está… donde siempre, a tu lado, esperando… sin saber muy bien a qué…»). […] — ¿César? ¿Sí?… ¿Dónde estás?… Te oigo fatal… Que vie… Que no vienes… ¿Con qui…? … ¿Eh?… ¿César?… Ponte en un sitio mejor para oírte… Sí… Ahora… ¿Dónde estás?… Pero, ¿mañana no tienes clase?… Tú sabrás… Sola… sí, Nenita ya está acostada… ¿Eh?… ¿Quién…? ¿Tu padre?… Hoy es jueves, hoy le toca pajarear… No… No, no ha llamado… ¿Te preparo algo para cenar?… ¿Estás con…?… Ten cuidado. No hagas tonterías… Usa la cabeza… No desgracies tu vida… Vale, me callo… Ya sabes dónde está tu casa… No llegues tarde… ¿Sí? ¿Me oyes? Que no… Que no llegues… […]. («… porque es lo que realmente quieres hacer: no llegar nunca más, mi hijo…; emigrar de los primigenios afectos que te di… ¡Ay, mi niño! Qué pronto te hiciste hombre… ¡Qué pronto tus pasos comenzaron a pasar desapercibidos! No me ha dado tiempo a arroparte, a contarte cuentos, a soñar contigo… No, no me ha dado tiempo… Has sido un lindo suspiro… un lindo suspiro que muy pronto se me ha evaporado y que siento que ya no veré más cerca de mí. Atrás… Muy atrás… los primeros pasos… Las primeras veces… Hemos aprendido juntos a tantas primeras ocasiones… Y ahora… Ahora no sé qué seré para ti… Ni qué he podido ser… Tampoco qué soy… ¿En qué he fallado si he fallado? ¿En qué he acertado? ¡Qué pronto se anochece en los recuerdos, mi niño! ¡Qué lejanos… qué difusos! Dejaste de ser querido para dejarte querer… Cómo lentamente has levado el ancla y… ¡Ay! Qué lejos empiezo ya a sentirte… Tu voz me suena cada vez más desconocida… Ya no eres el niño de los pantalones cortos que atravesaba los pasillos en su cápsula espacial, sino el hombre encapsulado que aún no se ha dado cuenta de que hace tiempo que no hablamos de los ángeles… El niño que temblaba la víspera de Reyes, ahora es rey… y ciñe su corona dorada sin temores a ser derrocado… y sin limpiar sus aristas con los paños sepias que aún no se han llenado de los vapores aromáticos del pasado… ¡Adiós, mi niño, adiós!… Hasta cuando quieras…»). […] — Sí… sí…, dime… ¿No vienes? ¡Ah! Que vienes pero… ¿Dónde estás?… ¿Qué ruido es ese?… Oigo voces… ¡Ah! Claro, es jueves… ¿Vendrás…? No… No… ¿Quién?… No… ¿Ven…? Queda algo de verdura, sí… y… te hago un huevo frito… ¿Eh?… No, si no me importa… ¿Eh? No te oigo… No, que yo te espero… ¡Que te espero!… Oh, ¿y qué voy a hacer?… No, no ha llegado… Con la chica, imagino… No, no me dijo adónde iba… Llamó… Ya… No creo que tarde… Ya sé que son más de las doce… ¿Qué hago?… ¿Eh? No te oigo, ¿dónde estás?… ¡Pues cámbiate de sitio para oírte mejor!… ¿Sí?… ¿Nenita?… Acostada, sí… Tiene algunas décimas… No… Fue a ballet y… Sí, cenó algo y… Vale, no tardes… «Como siempre…» te espero… […].

III

«¿Quién es esa mujer que no conozco? ¿Quién es? La veo y no termino de reconocerla. Su rostro me es familiar; pero no, no sé quién es, no logro identificarla. Trato de asociarla a alguien, pero la memoria es caprichosa y juega conmigo al azar de unas imágenes que no sé dónde ubicarlas. Pienso en una lejana mujer que tenía en primavera unos bellos ojos almendrados que devoraban el mundo y eran devorados por el mundo; ojos que soñaron verlo todo; ojos de arcoíris, de fuego, de esperanzas y deseos, muchos deseos; ojos del descubrimiento; ojos que se emocionaron bajo las estrellas, que sintieron el salitre de la inmensidad oceánica, que fueron cerrados con besos de buenas noches; ojos calurosos y venturos que no vieron más lágrimas que las de las pequeñas frustraciones de juventud que jalonaron el vergel de un mundo casi perfecto, cuando todavía había mucho que ver y muchas eran las ganas de que todo fuese visto. Pero aquellos ojos que recuerdo no son los que ahora veo. No son los mismo porque los que contemplo en la distancia son ojos que piden el cierre y el silencio; ojos hastiados de ver las rutinas de la decrepitud; ojos sin buenas noches, sin más cromatismo que la amplia gama de grises trazados con brochas de púas; ojos que han visto más allá de lo querido, que han llorado demasiadas tragedias y que se han terminado por vaciar. Sí, eso son los ojos que ahora veo y no reconozco: ojos vacíos, huecos, sin iris, sin brillo, ahumados; envueltos en el pellejo de las muecas y llenos de vigilia forzosa. Ojos que ya nada tienen que decir. No son los ojos de aquella mujer; no, esa que veo no puede ser aquella mujer que mi evocación me presenta. Aquella no tenía el rostro macilento de esta ni provocaba en mí el aviso letal de que la mujer que veo, esa a quien no reconozco, hace mucho que ya no tiene la capacidad de captar las fragancias de ninguna primavera porque perdió el olor vital de la tierra mojada, el frescor de la piel joven y tersa; el aroma embriagador que desprenden los cuerpos entrelazados. Esa faz ya no huele otra cosa que no sean las tufaradas de su memoria. ¿Quién es? ¿Por qué no logro acordarme de si sus labios yermos alguna vez supieron besar? ¿Por qué me resulta tan extraña y familiar esa mujer desconocida que no dejo de sentir como algo mío que no quiero? ¿Por qué los surcos de su rostro no recorren el camino sagrado de una trayectoria meritoria? ¿Quién le ha clavado en su expresión el cansancio? ¿Dónde está el color de sus mejillas? El cuello que portó collares en noches célebres, ahora es un pliego deshilachado y oscuro, señal, sin duda, de la mujer que ha traspasado el umbral del otoño. Es la marca decrépita de la que ahora veo y no reconozco. El cuello que tantos besos recibió, que encendía la envidia de cisnes… ¿Y ahora? ¿Qué vida han amamantado esos senos secos, llenos de estrías, marchitos y humillados? Dios míos, pero ¿quién es esa sombra? ¿Quién es esa mujer? Por favor, dame su nombre exacto, espejo. Dime quién es».

Pro Marcelas