I. En la Casa de Saramago(Tías, Lanzarote): «Y comprendí, al ver aquella casa, aquella biblioteca, aquellas paredes llenas de textos con forma de retratos, aquel paisaje orientado a cualquier punto del universo y aquel olivo, el testigo de todo cuanto ha sucedido tras la caída del Edén. Comprendí que allí, en aquel remotamente cercano lugar, hubo una fragua alimentada por miles de volcanes y Atlánticos de la que salieron estrellas mágicas pulidas por un orfebre que, con humildad, sinceridad excesiva y abrumadora coherencia, había logrado desperdigar con inocencia en un camino estelar que recorrí durante años de lecturas prodigiosas y que, tras un largo peregrinaje, llegó a su fin, por fin, un sábado 6 de agosto de 2016, cuando pisé el lugar donde siempre había estado, el principio de todo lo que hubo desde que comenzó a ser un vago recuerdo la existencia del Edén. Gracias, Saramago, por iluminar la ruta. Gracias, Pilar, por acompañarlo en la travesía».
II. In media res, en la red. De todas las páginas de Internet visitadas a lo largo de mi vida, hay una que, sin duda alguna, es la más espectacular, la más profunda, la más intensa: una web con fondo blanco y el mensaje «Aquí acaba Internet». Ya está. Sin enlaces ni textos, sin nada que nos lleve a ningún lado. Sin avance. Es una suerte de fin absoluto.
En la red, in media res. Así entramos. Todo se dispone siempre para ser contado a continuación. Mas en esta solitaria página solo caben dos acciones: resignarse al silencio o desandar con las flechas lo avanzado en el navegador, volver a un punto anterior donde, quizás, hallemos un desvío que nos permita seguir albergando la esperanza de encontrar aquello que nos apetece creer que buscamos. Retroceder hasta llegar al cruce donde se bifurcan las vías. Desandar páginas, lecturas, para dar con un camino alternativo que permita dar con ese texto que todavía no se ha hallado.
Sí, es lo que piensas, estoy de acuerdo contigo: al final de este libro, tendré que recular. Sé que he de hacerlo; tú, probablemente, lo único que puedas y/o debas hacer es olvidarlo.
III. Escrituras de lectura. Como el botánico que pisa y aplasta yerbas en su paseo porque ha de llegar hasta la muestra que documentará, como el ecologista que contamina el aire con su vehículo en el ejercicio de su noble acción, así cabe ver al lector que escribe en las hojas del libro el impacto de la lectura. Cada palabra, cada subrayado, cada raya… es una respuesta que da a los estímulos. ¡Claro, pues, que hay que hacer anotaciones en las páginas! ¿Cómo, si no, sería posible el diálogo con el texto?
IV. Libertad o sacrificio. Empezar libros y no acabar de leerlos. Eso es lo que habitualmente sucede. Se dejan a medias la mayoría hasta que un día, por vaya uno a saber qué razones, se decide para ellos la libertad o el sacrificio: la libertad es no volver a abrirlo para no contaminar la idea primigenia que contiene con los desvaríos del lector; el sacrificio, en cambio, es un proceso saturnal donde la obra es devorada como hija de mi interés intelectual y entra a formar parte de lo que soy. El original desaparece, se transforma, pasa a ser un nutriente más de los muchos que inspirarán las páginas de los libros, escritos o no, que todos los lectores componemos.
V. Deber indolencia. En la fábula de la tortuga y la liebre, la moraleja no se halla tanto en que la voluntad permite alcanzar las metas, sino en que la indolencia impide su consecución. El quelonio, bien mirado, no tiene mérito alguno: no ha corrido más deprisa ni ha utilizado una ingeniosa estrategia para superar al lagomorfo; simplemente, no se ha detenido nunca. Ha cumplido con la parte que le toca en el acuerdo de echar una carrera. El que haga lo esperado no debe ser objeto de alabanza alguna. Es su “obligación”. La moraleja, pues, se encuentra en la indolencia de la liebre. Y ahora, dime: ¿a cuento de qué te suelto todo este rollo que acabas de leer?
VI. Intermisión. Déjame que otro instante detenga ahora el tiempo. Deseo mostrártelo. Estás sola, sentada en una terraza. Hay una taza de café y fumas un cigarrillo mientras hojeas un libro. ¿Por qué no este mismo? ¿Por qué no este tomo que tienes frente a ti? Al rato, un camarero llega hasta tu mesa. Te acerca una bandejita de plata con una nota manuscrita doblada por la mitad. Lo miras. La miras. La coges. Das las gracias. Se retira. Cierras el libro. La desdoblas. La lees:
«Le ruego que me disculpe. No tengo intención alguna de ofenderla. No deseo que mis palabras le molesten. Perdone que no me presente. Quien yo sea ahora es lo de menos. He estado sentado cerca de usted desde hace un buen rato, contemplándola, y no he podido reprimir la necesidad de expresarle por escrito el impacto que me ha causado. No vale la pena que me busque, no me verá. Ya me he marchado. No nos volveremos a ver nunca más. Lo único que quiero es que conozca el júbilo que mi corazón ha sentido mientras la observaba. Nada más. Consideré justo que lo supiese y que con ello tuviese claro que alguna vez en su vida, desconozco los otros casos, usted logró infundir felicidad en el alma de un semejante. Muchas gracias».
Terminas de leer. No puedes evitarlo: buscas con la mirada a tu destinatario. Hay cerca tres mesas. Dos están ocupadas; una, vacía. Encima hay una taza de café y un cenicero; dentro, cenizas. Deberían ser de un cigarrillo como el tuyo, piensas. Vuelves a doblar la nota. La guardas en el bolso. Abres de nuevo el libro. Compruebas que algo ha cambiado. El tomo es el mismo, pero tú no estás en una terraza y no hay camarero alguno que te haya entregado algo en una bandejita de plata. Sólo estabas leyendo esto. Gracias por este instante. Que siga fluyendo ahora el tiempo. Como siempre.
VII. Bibliotecas y cementerios. Para un bibliófilo, pocos sonidos son tan estridentes como la llamada que silenciosamente hacen los libros cuando los miras en sus anaqueles durante el paseo respetuoso por las librerías donde duermen. Ahí, la mayoría, siempre la inmensa mayoría, yace en el cementerio del olvido o del recuerdo vago, efímero, sutil…
Cementerio he dicho; “cementerio”, ‘terreno, generalmente cercado, destinado a enterrar cadáveres’, según el diccionario. ¿No es acaso eso una biblioteca? ¿Qué son los libros sino los restos de quienes los compusieron, la prueba de que existieron, la muestra intelectual de su presencia entre nosotros?
Mas, ¿qué vendrían a ser los cementerios en esta suerte de analogía inversa? Bibliotecas. Enormes bibliotecas que contienen libros biológicos. Palabras, volúmenes, cuerpos, efimeridad y eternidad. Nos llaman silenciosamente los muertos. Sus lingüísticos huesos cloquean por el tiempo pasado. Los años de los tomos son los de todos y cada uno de los minutos que sus lectores le han dedicado.
VIII. En un gueto libresco. Fondos descatalogados. Ediciones difíciles de conseguir. Títulos muy caros disponibles a un módico precio. Libros de segunda mano que tienen una nueva oportunidad para seguir cumpliendo con su razón de ser. Reconozco que me gustan esos “hospicios” de tomos donde habitan aquellos que dejaron de gozar del visto bueno de sus dueños. Al poco de estar contemplándolos, siento sus llamadas y cómo me rodean. Veo sus tapas extendidas y el bailoteo de sus hojas. Abanicos de grafemas. Parecen pedir limosna; pero no, solo reclaman mi atención. «Llévame contigo, aún sirvo», dicen los ufanos; «¿Te valgo?», preguntan los humildes con un susurro.
Callan los más viejos y ajados. Entiendo su cansancio. El desmayo de sus formas se resulta puntualmente atractivo cuando detrás hay una cita bibliográfica pendiente de verificar o muchos años de búsqueda infructuosa. Cuando no, los dejas estar. No pocos se han vuelto ilegibles de senectud. Esconden en su marchitez la gloria de lejanas lecturas en las que fueron degustados y compartidos. Están en el mejor sitio, pienso, entre los suyos; y el que me pareció hospicio se convierte ante la escena que contemplo en un cementerio donde cada lomo es una lápida que contiene una vida y la de cuantos la hicieron posible. Los libros se inventaron a imagen y semejanza de los humanos. Aquí me convenzo de esto.
La necrópolis vuelve a dar paso al hospicio cuando quienes reclaman mis atenciones son los nuevos, muy nuevos, demasiado nuevos; o los que presentan unas excelentes condiciones. «¿Cómo han llegado aquí?», les pregunto. Entre estos, veo libros que, sin duda alguna, de la imprenta han llegado directamente a este lugar. Son bisoños, no saben lo que es tener un lector. La lozanía de su aspecto llama la atención. Cuando se les acaricia y se hojea, se mueven con torpeza. ¿Timidez? Posiblemente. Nunca han mantenido ninguna relación.
De todos, los más perturbadores son los que forman el cupo de los despreciados. Es tristísimo tenerles en las manos y leer en sus anteportadas las dedicatorias manuscritas: «A mi querida…», «A quien tanto hizo por mí…», «Con amor…», etc. Son los únicos que aúllan, quizás porque perdieron el edén de una biblioteca hogareña.
IX. Desidia paternal. Creo personajes y los abandono. Surgen no sé cómo. Incompletitud. Sobre esto algo he dicho. Les permito que se desarrollen en una trama sin pies ni cabeza y los dejo tirados a las primeras de cambio porque no tengo nada para ellos. Les doy la vida y los destruyo con la peor de mis armas: el ninguneo. Así están por ahí, en algunas hojas dentro de fundas dentro de carpetas dentro de cajas dentro de armarios de no sé dónde, una tal Andrea Bonante y un tal alcalde Martín Rivera, por nombrarte a dos que nacieron, quizás, en medio de un posible conflicto que ya no recuerdo. Para ellos, más pronto que tarde, un hoyo de ignorancia les cavé en mi particular Atacama. Pululan por vaya uno a saber dónde.
Siempre sucede lo mismo: doy aliento vital con mis escrituras a mis seres y en un determinado momento, no sé cómo ni cuándo ni por qué, me paro, los contemplo y termino renunciando a ellos, exculpándome y dándoles la libertad. Les digo: «si sé que no te puedo dar algo mejor de lo que tengo, ¿por qué he hecho el esfuerzo de darte la vida? Te libero. Venga. Vete. Que otro autor te recoja, te alimente, te dé calor y le dé un sentido a tu existencia».
No sirvo para hacer de dios ni de padre. Carezco de talento, paciencia y técnica. Si esto es así, me pregunto y repregunto constantemente: ¿qué hago entonces reproduciéndome entre personajes que nada tienen que decir, que no son autónomos, que no podrán contemplar mi muerte y, lo que es más importante, que no me van a superar en el tiempo?
X. Al borde del infinito. Acercarse a la lectura literaria debería ser como hacerlo a la boca de un volcán que viene a dar con el centro de la Tierra; o como aproximarse al borde de una piscina que conduce al abismo oceánico; o como abrir una ventana desde la que es posible ver el confín del universo. Algo medible de entrada que luego se desborda por su magnitud. Si así no fuera, si la experiencia no gozase de esta prerrogativa, la acción apenas se diferenciaría con el ejercicio de entender lo que dice el recibo de la luz, el prospecto de un medicamento o el anuncio de una medida legislativa en el boletín correspondiente.
XI. Llegar sin llegar al final. Y fue entonces cuando, entre los estertores de títulos, autores, sinopsis desvaídas y aires de superioridad, detecté que el fin como lector de muchos no es más que el responder a una competición por alcanzar a la última página, nada más. Y lo vi claro. No leen. No hacen el ritual de la lectura. Se limitan a descifrar caracteres, a pasar los ojos y decodificar palabras, oraciones, párrafos…, pero sin saber preocuparse de que el contenido entre en el intelecto y busque el hueco donde quedarse. En realidad, no son lectores quienes, nada más verte, te aseguran ufanos que se han leído tres, cuatro, cinco libros en las vacaciones; ni los que se afanan por comprar ejemplares con el propósito de llegar, en esta absurda competición, a la última página. Ahí reside la verdadera finalidad de esta voracidad: demostrar cuántas hojas se es capaz de visualizar en el menor tiempo posible. Así no vale la pena que te lean porque el interés no reside en el mensaje que alguien ha escrito, sino en el objeto físico que alguien ha producido.
XII. Miente por mí. Es sencillo. Tú, notable autor, persona de reconocido prestigio, haz algo generoso (aunque sea por una vez en tu vida), y miente por mí. Di por ahí que mi último libro es una absoluta genialidad, que es una obra imprescindible, necesaria, fundamental para nuestras vigentes letras. Cuando se dé la ocasión, pregunta dónde he estado todos estos años escondido y por qué no me he puesto antes en la noble tarea de suministrar textos a una comunidad lectora hambrienta y necesitada de ese alimento retórico que le puedo dar. Nómbrame un tanto por aquí y por allí. Preséntame a otros autores y alábame en todo momento. Con el tiempo, gracias a este empuje, yo seré un notable escritor, alguien de prestigio que podría llegar a hacer un gesto generoso (aunque fuera por una vez en mi vida): mentir para favorecer a algún literato que aún esté en pañales. Y yo manifestaría donde sea oportuno que en ti reconozco a ese gran maestro, a ese amigo y ese padre fundamental en mi carrera, y que te lo debo todo, y… Uf, no sabes la de cosas buenas que diría de ti. Sería sencillo. Debería serlo; al fin y al cabo, en el oficio que nos ocupa la mentira cotiza al alza, ¿no?
XIII. Generación literaria exprés. Notable profesor y escritor notable busca una generación poética que patrocinar y que le dé renombre. «Él, él halló el eslabón que insertar en el extremo de la cadena para agrandarla, la nueva luz lírica cuando todo era ilegible; él sembró el camino de los caminantes que con sus versos nos acompañan; él, solo él». Cuánta felicidad la del buscador cuando en su ánimo se reproducen estas palabras u otras de similar jaez. Gloria in excelsis Deo. ¿Deo? No, no, poetae: «Gloria en lo más alto al poeta».
Indaga entre sus homólogos, pero nadie se digna aceptar apostolado alguno. «Envidia. Cuán alta, larga y profunda es mi sombra». Desesperado (el tiempo pasa y se atrasa su acceso a la fama), acude a sus alumnos. «Edades próximas, formación parecida, relaciones entre sí, similar lenguaje, acontecimiento que los une (ya nos inventaremos uno) y un líder visible al que tener como referencia». Cuando dice la palabra “líder”, un pequeño gesto de ufanía le he notado. ¿Por qué negarlo?
Sigo. ¿Llamará a todos sus alumnos? No, por supuesto. ¿Cómo va a hacer eso? Es un científico, un hombre que se debe a la precisión y que solo da validez a las conclusiones derivadas de la aplicación de un método. El criterio de elección que escoge ha sido meditado en profundidad; su calidad como procedimiento es, a su juicio, incuestionable: llamará única y exclusivamente al alumnado que no tenga faltas de ortografía. Y sanseacabó. ¿Cómo vamos a aceptar una generación poética que escriba “haber” cuando desea poner “a ver” o “hirviendo” si ha de anotar “ir viendo”? Los elegidos, pocos, la verdad, serán los llamados a formar parte de la más reciente historia de la literatura. De momento, local; luego, ya se verá.
Una vez que la generación esté compuesta, piensa el notable vate y profesor notable, habrá que adscribir al colectivo a uno o dos cronistas, ya sean periodistas, ya colegas de área de conocimiento, para que recojan en sus medios los quehaceres de estos, llamémoslo ahora sí, encomiables escritores, tan extraordinarios como precoces.
Una vez consolidado el grupo, unos escribirán sobre lo que otros hacen. Así, todos tendrán obras propias que habrán sido alabadas y presuntamente analizadas por sus colegas. Para cada título, pues…, no sé, un puñadito de reseñas, estudios, artículos y vaya uno a saber qué más.
Y, de vez en cuando, reediciones; y reediciones de la reedición y así hasta que los catálogos de las librerías y las bibliotecas queden inundados de los mismos nombres, los mismos títulos, la misma necesidad de acudir a ellos para considerar que forman parte de una historia literaria llamada a ser legendaria por los siglos de los siglos. Amén.
XIV. Tras la jerigonza y el galimatías, la luz. Y de repente lo descubrí. Fue perturbador. Un antes y un después. Toda una epifanía. Alguien me leyó y no había entendido nada de lo que yo había escrito. No hablo de un no comprender en la línea de: «lo siento, pero esto no me ha quedado muy claro». No, no, no. Fue algo más contundente, más directo, más profundo: «no he entendido una mierda de lo que has escrito en todas estas páginas. ¿Redactas en sánscrito?». «Ah», me dije; «oh», atiné a expresar; «¡ños!», exhalé. Se hizo la luz, dioses inmortales. Se mostró mi desnudez cuando con más y mejores ropajes me sentía envuelto. Se desenmascararon los vacuos espectros que me daban alas y, cual Ícaro, de mi soberbia caí al muladar donde se depositaban mis textos. Caí, sí, al lugar que, siendo el molino que era, troqué por gigantesca biblioteca de joyas literarias; el sitio en el que mi necedad deseaba situar las que hasta entonces únicamente reconocía como “mis más bellas palabras” y que ahora bien merecían el calificativo de enfermizas manchas deformes sobre papeles; tintas retorcidas que solo podía contemplar convertidas en pésimos hosteleros, pues daban cobijo a los malandrines que capitanea mi natural nulidad. Pedí perdón.
«Pastor soy y de los malos. De esos que cuidan palabras que pastan por los prados de mi imaginación y dejo que se escapen sin atenderlas, sin ver cómo se aparean y cómo traen al mundo tiernos mensajitos que balan sin que puedan ser oídos, bien por mi sordera, bien por mi indolencia, bien por todo esto y mucho más a la vez. Si mi palabra fuera necesaria para ahuyentar lobos, mi palabra daría; si buena es para consolar, mi palabra regalo; si algo de calor diera, mi palabra entregaría. En cualquier caso, sin pedir nada a cambio, sin nada reclamar, sin nada solicitar. Intento hacer el bien, pero me salen estos males, este lenguaje complicado, lleno de impropiedades y generador de confusiones».
Con detenimiento me escuchó. Cuando acabé, tomó aire. Me miró con cierta compasión al principio; luego, a medida que pasaba el tiempo, su rictus se iba volviendo cada vez más severo. Finalmente, al cabo de unos segundos que me parecieron eternos, habló:
«Cuánto farsante, cuánto fantasma suelto, cuánto juntaletras sin lecturas ni asideros que merezcan la pena considerar, sin bagaje ni calidad y, en cambio, con tantos penachos y rimbombancias. Cuánto tonto que alardea de lo que carece y carece de lo más elemental para que se le tenga en cuenta, ya no como escritor, sino incluso como individuo. Cuántos que no distinguen entre escribir un libro y rellenar sin ton ni son, sin talento ni artificio, hojas y más hojas. Qué lastre para la cultura cuando ocupan espacios que bien podrían estar cubiertos por los que valen, cuando distraen con sus luces de artificio a quienes deberían estar fijándose, para dar fiel crónica de ello, en quienes sí merecen todas las atenciones».
Nada le respondí. Movía con vigor mis alas, con la fuerza de un convencimiento que habría de elevarme hasta los más insignes anaqueles de la biblioteca donde consideraba que debían estar mis más bellas palabras. Por eso sigo escribiendo; quizás porque entonces no entendí muy bien lo que me había dicho. ¿Me habló en sánscrito?
XV. Menos cuanto más. El mío, sobre el arte y la cultura, es un debate inconcluso e imposible de abarcar porque el tema así lo es. Conforme más me adentro en él, más considero el beneficio de mi silencio en mis aportaciones y más veo el daño que hacen al asunto quienes están todo el día haciendo ver que viven en una suerte de jardín cultivado. Qué ridículos me resultan aquellos que ven un cuadro y adoptan posturas de superioridad intelectual frente al resto que lo contempla en igualdad de condiciones: qué gestos tan ampulosos, qué manera de enarcar las cejas, qué rictus que parece afirmar que la calidad artística ha sido aprehendida y que mora con soltura en la estructura de músculos y huesos del pedante. Qué absurdo es resolver el conocimiento cultural a golpe de titulares, sin hondura ni capacidad para asimilar los nutrientes de las creaciones.
La imagen con la que percibo mi acceso a la cultura es la de un animal que encuentra una pieza comestible y que decide aislarse del resto para disfrutar de su consumo, que se toma su tiempo, que la mastica despacio, que la mueve una y otra vez entre sus patas, que se desentiende del peligro y que, digerida, dará pie a un sopor reconfortante cercano a lo que debería ser la felicidad absoluta. Cada vez más, esta imagen se asienta en mi conciencia; de ahí que no sepa cómo introducir en esta película los fotogramas del mercantilismo, el comercio, el negocio… Algo quizás no esté funcionando como debería; pero no en el resto, que hace cuanto la colectividad parece aceptar como normal, sino en mí.
XVI. Vestigios. En la última limpieza a fondo de carpetas editoriales, borradores y anotaciones, tanto literarias como académicas, hallé cinco piezas manuscritas en un cuaderno. Su origen se remonta al principio de los tiempos. Quizás por eso siempre las había conservado, porque desde mi particular holoceno las consideraba vestigios de mi pleistoceno como juntaletras. En el primer texto se podía leer lo siguiente:
«Tratas de convencerme, canalla, de que no sabes cómo decirlo; pero mientes, cobarde. ¡Te voy a desenmascarar! ¡Voy a desollarte para que afloren los naipes de esas palabras que escondes bajo un truculento juego retórico que crees controlar, pero que te desmiga con cada paso! Se cae tu máscara, necio, siempre que contemplas la luz y por más que lo evites, sabemos de la profundidad de tu ignorancia, disimulada en el envoltorio de una intención: el tratar de convencernos de que desconoces por qué deberías decirlo, aunque te marchitas con la sola idea de que el mensaje se pudra en tus entrañas y tu vana prudencia, una suerte de cobardía infame, te impide lanzarlo por miedo».
En el segundo:
«No hagamos del silencio los atributos de un desprecio, sino las consideraciones de un discreto desdén que prudentemente se muestra para salvaguarda de la dignidad del reo, y esto conviene destacarlo como anuncio inequívoco de las virtudes que adornan a la que con el suave olvido no atiende a las preguntas de quien reclama respuestas; unos dones, estos, que extendería a los propios dioses si los pidieran y ella no los quisiera dar. Mas no penséis que es ingrata, a pesar de que, a lo grato, como el sentimiento de ser admirada, no haya mostrado inclinación alguna. ¿Dejará de ser bella la rosa que del enamorado es dada y rechazada por la amada? ¿Cesará la dulzura de los versos, aunque su destinataria impida que entren en los jardines del alma donde nunca anochece?».
El tercer texto de los encontrados decía:
«Todo consistió en decidir si se dejaba que el fuego siguiera ardiendo o, por el contrario, se hacía lo posible por que las llamas fuesen enflaqueciendo hasta desaparecer. Si se optaba por esto último, bastaba con no alimentarlas y permitir que, tras las noches y los días, el olvido se hiciese de cenizas para que el viento las esparciese. El nómada se había acostumbrado a que los rescoldos del amanecer fuesen la única impresión que debía quedar del abrazado calor nocturno. Cuando la costumbre se hace ritual, no importa aceptar que se mantendrá caliente y viva mientras dure la memoria. Pero aquella vez todo fue diferente. Mirando al horizonte, oteó que un navío venía del viejo mundo con alguien que cerca de la costa sorteó el pequeño trecho de mar antes de llegar a la orilla y que buscó el lugar más visible para clavar allí la flecha y removerla en su oquedad con el fin de que nada la pudiese derribar. El nómada esa noche se hizo sedentario y comprendió que valía la pena mantener el último fuego siempre ardiendo».
El cuarto:
«La llegada fue devastadora, impía, inclemente… Arrasó la tranquilidad conseguida por el olvido y la rutina, aniquiló los pilares de la autosuficiencia y mostró cuán débil puede ser el corazón de un hombre por muy experimentado que esté en las cuitas del amor. Se irritó por la facilidad con la que había caído en una red que nadie le había tendido, que ninguna muestra sibilina le había expuesto. Bastó sentir el desierto una tarde de ausencia para percibir cómo una veta de desazón comenzaba a gestarse en lo más profundo. “Otra vez”, dijo; “otra vez”. Mas le pudo las circunstancias y supo que su inmoral deseo era un falso pacto que se complacía en cumplir con el propósito de no hacer caer los sustentos de algo más sagrado todavía que su instinto: la edificación del reino perfecto bajo los auspicios de un Morfeo entregado a las perturbaciones de sus musas».
El quinto y último fragmento encontrado era el siguiente:
«Confieso que tenías toda la razón: el crimen era necesario. No había motivos para posponerlo. Daba lo mismo la gravedad que pudiese derivarse de nuestra acción —los mal llamados y hasta cierto punto inevitables daños colaterales—, este era ineludible y no lo iba a impedir la tibieza despersonalizada de los coroneles convencidos a regañadientes de la inocua estrategia de los técnicos, tan estériles en sus fundamentos como ineficaces en sus prácticas. Los explosivos irían colocados en los bajos de un utilitario cualquiera, uno vulgar, poco llamativo, una chatarra que no inspirase compasión, sólo nostalgia».
Tras leer las piezas sueltas, un enorme interrogante acabó posándose en mi conciencia a modo de nubarrón. ¿Cuándo se escribieron? ¿Dónde? ¿Cómo? ¿Por qué? Lo que movió a invertir tiempo y energías en los reproducidos ejercicios literarios pasó a ser un gran enigma. Mas luego caí en la cuenta de mi error, de mi craso yerro, de mi inabarcable fallo: atender a los por qué, cómo, dónde y cuándo, y desentenderme de los qué. Como el que no entiende su propia letra, lo releído era ilegible. ¿De qué cadena son eslabones estos crípticos párrafos? ¿Qué asideros contextuales justifican su existencia? Qué confusión. Qué comistraje textual. Si yo, que en algún momento vestí las piezas a imagen y semejanza de mis impulsos y de lo que soy, no sé de qué van, ¿qué puedo esperar de los lectores que tengan la desgracia de tropezarse con ellas? «Veleidades de juntaletras», concluí. Lo mejor fue lo que vino después: el rasgado de las hojas y su depósito en el contenedor de reciclaje. «Aquí han de ir los malos hosteleros y sus onerosos y perversos clientes», sentencié. Y su registro en estas páginas a imagen y semejanza de los ahorcados en los caminos. Para no olvidar las consecuencias que trae consigo el ejercicio del mal. Mejor final, imposible.
XVII. En la Vía Láctea… Una estrella, de repente, aparece. ¿Cómo? «No debería existir», dicen los especialistas. Y surge en el corazón desinquieto de las gentes de fe una prueba irrefutable de hasta dónde están llegando los científicos en su afán por hurgar más allá de lo normal, que ya está bien, coño, que le están tocando las narices a Dios, carajo, que Dios ha mandado un aviso, una señal, una muestra, un no sé qué, que se estén quietecitos, que se creen que todo lo saben; que mucha matemática, mucha física, mucha leche machanga, pero no lo saben todo y lo que saben, ya veremos si lo saben de verdad, que parecen hablar de cosas sesudas y no, no, no, que eso de la luz y los años luz, y los luceros y esto por aquí y aquello por allá; que quién sabe si no es esa la estrella de Belén que guio a los majos Reyes Magos, ¿lo sabes tú, acaso? Venga, di, van diciendo los devotos mientras que los bondadosos, aceptando que no han de faltas creyentes que merezcan este calificativo, miran con sorpresa este hallazgo, asombro y esperanza porque vaya uno a saber si este descubrimiento da pie a otros igual de fascinantes; y los incrédulos, entre los que puede haber sanotes, por qué no, observan hacia arriba y concluyen que todo, en el fondo, es una extensa teoría narrada bajo los parámetros de un curioso quehacer literario: el científico, que en estas cosas anda bastante parejo con el mitológico, también llamado religioso. Pues, vale.
XVIII. Borgiano galeno. «¿Dónde hay literatura?». ¿Esto me preguntas? ¿Dónde no la hay?, te respondo. Todo es, de un modo u otro, con el adecuado enfoque, un ejercicio literario; si no, fíjate en el maravilloso cartel de una consulta médica:
«Por favor, espere a ser atendida/o. No toque la puerta. No abra la puerta. Puede haber una persona dentro y podría ser usted…».[1]
XIX. Leernos. Todos los seres humanos deberían tener la oportunidad de leer algo sobre nosotros: algunas páginas de nuestra existencia; algún buen recuerdo que permita concebir que hubo ocasiones en las que lo pasamos bien; alguna remembranza mala que consiga hacer recordar a ese lector del futuro que su tristeza quizás sea similar a la que tuvimos y sobre la que dejamos alguna constancia por escrito. Debería decir más de nosotros una postal de felicitación, una anotación manuscrita en algún libro que se regala, un mensaje de gratitud, un, una, que todos los documentos jurídicos que nos reconozcan tal voluntad, tal circunstancia, tal estado. Porque la postal, la anotación, el mensaje, la, el, ayudan a imaginar que supimos besar, reír, llorar, querer, odiar…, en suma, vivir; los otros escritos, los neutros, solo permiten constatar que estuvimos. No más. Tal y como está todo aquello que se cataloga o se inventaría.
Maldad justiciera. Se me dobla la cabeza. En cada giro, se cuartea el mosaico del cráneo. Las juntas se separan. Duele el mismo cerebro y, sobre el conjunto, el área de Broca. Esa es la parte donde reside el epicentro del terremoto. Se cae el techo, el aire, la bóveda universal. Por aquí. Por allí. Más allá. Más acá. Restos y más restos de ideas, pensamientos, opiniones, observaciones y grandes tajos de carne y sangre, y masas amorfas y esponjosas. La lengua, libre de su prisión bucal, serpentea librándose del impacto de los cascotes craneales. Todo cae y yo con ello. Es mi maldad, que me puede y que se venga del horror que para ella representa el dejarte leer lo que has leído hasta ahora. Lo siento. Déjalo ya. Cierra el libro. Creo que lo que sigue no es mucho mejor. Al contrario…
EL POEMA DESESPERANTE
El hombre que llora entristecido,
de grave pesadumbre enflaquece,
y tanto enflaca que, sí, fenece
y tristes penas caen en olvido.
Una lágrima en tierra secada
sombra es que al andar va vagando,
penumbra que termina confesando
que toda herida será curada.
En olvido lo negro siempre queda;
busquemos, por tanto, lo que anima;
para ello vendrá como la seda
que suene de fondo “Aire de Lima”
mientras contarte la fábula pueda
y tu ánimo aún no se deprima.
La fábula
Cuenta una leyenda vieja,
cuya verdad dudar puedes
porque quiero que te quedes
sin enfado ni ruin queja,
de una bestia el saludo
que a otra confundida
dijo bastante perdida
y tan cortés como pudo.
Iba una zorra, animal d’astucia,
junto a una burra sordita y rucia.
Eran inglesas y hablaban inglés.
Donde va el “sí”, para ellas only “yes”.
El tándem en línea y avanzando
hasta que se les estrecha la vía;
y a pesar de que nadie lo quería,
ambas en fila se fueron marchando.
De un lado salió lo que asustó
a la zorra, q’veloz retrocedió
y sin querer a la burra pisó.
«I’m sorry» dijo, pues se disculpó.
Cuando la burra oyó el perdón,
pensó que la zorra se presentó
y con muy feliz aceleración
«I’m burry» a su amiga contestó.
[1]. El texto estaba en la puerta de la consulta del doctor Pérez Hernández, José Sebastián, a quien agradezco el noble ejercicio de la ciencia médica que le ampara y la admirable capacidad que posee para que sus palabras ayuden a sanar. En esto, su quehacer es equiparable al de los buenos escritores.