I
Termina la primera evaluación de un curso escolar que tiene dos parámetros singulares: por un lado, es el primero que no viene condicionado por las restricciones que trajo consigo el COVID —aunque el año pasado hubiese notables márgenes de laxitud, al menos hacia el final—; por otro lado, una nueva ley educativa comienza su singladura (probablemente breve, como las anteriores) en los niveles impares. Estas dos circunstancias específicas se han unido a otras que forman parte de la cotidianeidad escolar: instrucciones administrativas, configuración de equipos docentes, particularidades de los grupos, etc. De alguna manera, todas juntas terminan teniendo su reflejo en los boletines informativos de notas como el que previamente a las vacaciones navideñas recibirán las familias y los colectivos responsables de tutelar a menores.
A lo expuesto como componentes de la realidad de estos meses iniciales de curso (o sea, a lo real), habrá que añadir el factor inherente a la ficción (lo fantasioso, lo inventado), que en la pequeña exposición que nos convoca adquiere las formas de una tradicional e injusta acusación de indolencia, ineptitud o inquina del profesorado hacia los discentes a tenor de los resultados académicos, que suelen ser insatisfactorios. Hoy me ocuparé de las notas, un asunto que puede extenderse a cada una de las evaluaciones que se realizan a lo largo del curso escolar; otro día, haré lo propio con esa leyenda negra sobre las bajas «que se cogen los docentes» (importan las comillas) y que conduce a que muchos desbarren a la hora de hablar acerca de la ética laboral del profesorado, pues estas no «se cogen», sino que se reciben. Ningún empleado del sector público se autoriza a sí mismo a faltar de manera justificada al trabajo por motivos de salud. Si hay descontrol en este asunto, bueno sería preguntar a los galenos que las expiden y no a los pacientes que las toman.
Y en otro momento, siempre que la inspiración esté fecunda para ello, compartiré con ustedes mis observaciones sobre lo que podríamos identificar dentro del entorno educativo como una cuestión de naturaleza proporcional: un discente de secundaria (el ámbito en el que me muevo) debe permanecer en un instituto seis horas diarias de lunes a viernes con —en principio— seis docentes diferentes; y, en casa, todos los días de la semana, X horas despierto bajo el amparo de sus ascendientes (excluyo ahora mismo al alumnado que habita en hogares de acogida). Aunque solo sea por la cantidad de tiempo que conlleva la convivencia doméstica, pregunto: ¿quién tiene más capacidad para influir en los necesarios valores morales y en los buenos modales que se precisan para vivir de manera cordial en sociedad y que tanto se echan de menos en un considerable sector de los jóvenes de hoy en día? Mas ya habrá ocasión para hablar de las referidas bajas y de la planteada proporcionalidad; ahora, centremos la cuestión en las notas de esta evaluación y, por extensión, en la posición que adopta el profesorado cuando ha de simplificar el proceso de enseñanza y aprendizaje de un periodo lectivo a través de una serie de guarismos.
II
El sistema educativo es una estructura sumamente compleja en la que se combina lo más bondadoso de la condición humana (formar a semejantes para que tengan la mejor vida posible) con cierto espíritu de naturaleza mercantil que, de una manera u otra, fija las pautas de su desarrollo. Este impulso comercial y —reconozcámoslo ya— político daría por válida una reflexión como esta: si los números son buenos, el sistema es bueno; y si el sistema es bueno, hay motivos para que la sociedad esté feliz porque uno de los pilares del Estado del bienestar colectivo funciona a la perfección. Por eso, si el objetivo de cualquier acción escolar es la adecuación de las cifras a los indicadores que justifican la eficacia del sistema, habrá que hacer todo lo posible por conseguir como sea los guarismos deseados. Esto está bien si lo que tiene que ver con la pedagogía se antepone y recibe la consideración de prioridad absoluta; y está mal si se fijan prevalencias que impliquen situar en un segundo plano cuanto esté relacionado con la didáctica. Ese estar por encima, se quiera o no, adquiere en la mayoría de las ocasiones la imagen de elevadas almenas y torreones desde donde se lanzan los dardos de las resoluciones administrativas a quienes están en los hundidos patios de arma y los fosos intentando luchar junto con los discentes por que cuente como una experiencia enriquecedora cada día vivido en los centros educativos.
Los de abajo se sienten de algún modo desprotegidos y sometidos a las veleidades de los de arriba, a pesar de que saben a la perfección que poseen una suerte de poder desestabilizador que haría un daño irreparable al sistema si quisieran invalidarlo. Esta capacidad de contención tiene un componente deontológico que se sintetiza en un principio fundamental que todos los docentes asumimos: nada que no sea pedagogía ha de estar por encima de nuestro quehacer en las aulas. Eso implica tomar decisiones que, en ocasiones, por culpa de la mirada cortoplacista o ignorante de agentes externos al día a día escolar, se interpretan de manera errónea (en el mejor de los casos) o, en el peor, se explican con interesado ánimo lacerante.
Pregunto: ¿Pueden los médicos con su sola voluntad alterar las listas de espera? ¿Puede este mismo colectivo modificar las estadísticas de errores por mala praxis y que este se sitúe en un porcentaje que roce la insignificancia? ¿Puede un grupo de abogados agilizar los procesos judiciales de manera que se destierre para siempre la consolidada afirmación de que la justicia es lenta? Si ambos entornos profesionales pudiesen cambiar sus estadísticas de eficacia laboral, ¿creen que harían la necesaria modificación —con independencia de que no sean ciertas las cifras aportadas— con tal de que a los ojos de la sociedad se mejore su consideración?
Imagínense por un instante que algunos porcentajes publicados por los medios de comunicación corroen la credibilidad de un colectivo profesional que presta un servicio público y que, en consecuencia, la ciudadanía vuelve sus miras a este grupo y le manifiesta su descontento por la labor que llevan a cabo. Imagínense, además, que estos tantos por ciento pueden modificarse y que donde dice cincuenta sea posible que se lea cinco (aunque la realidad luego no se ajuste a los guarismos). Supongan incluso que esta alteración numérica viene de un acuerdo tácito entre los miembros que conforman el colectivo de trabajadores (un convenio ajeno, pues, al conocimiento de los individuos no pertenecientes al gremio) y que ello trae consigo una mejora razonable y gratificante de la percepción que se tiene hacia el quehacer que desempeñan. Pregunto: ¿Creen que este virtual grupo profesional alteraría de manera intencionada sus estadísticas?
III
De todos los trabajadores que forman parte del sector público, el colectivo que agrupa a los docentes es uno de los que dispone de más capacidad para cometer tal atropello, por no decir el que más. Confesemos la facilidad con la que es posible: basta con bajar las exigencias hasta límites insospechados (más aún de lo que el sistema nos impone) y suspender solo a aquellos alumnos cuya actividad sea nula o casi; vamos, los absentistas y los que se quedan dormidos en el aula, poco más. Si tenemos en cuenta que las calificaciones favorables, por lo general, desactivan el interés de los ascendientes por saber cómo van sus descendientes (por experiencia: las explicaciones se piden cuando llegan los suspensos); si tenemos en cuenta esto, repito, una cantidad considerable, abrumadora, exorbitante de aprobados nos garantizaría un éxito arrollador entre las familias, o sea, en ese pilar de la comunidad educativa que más le interesa a la administración que esté contento porque cada cuatro años adquiere la forma de una papeleta que se introduce en una urna…
Esta notoriedad lograda de manera indigna, si se llevara a cabo, terminaría extendiéndose al resto de la ciudadanía y los medios de comunicación nos pondrían en lo alto de un pedestal por el «excelente nivel académico» que poseemos. Un valor que, no nos engañemos, se mide para los que controlan el relato en tantos por ciento y no en realidades tangibles. ¿Cabría esperar, pregunto, un mejor rendimiento que el de los datos trucados? Si todo es una cuestión de números, cerremos los ojos y hagamos buena aquella lejana máxima que un muy apreciado profesor de Matemáticas que tuve en primero de BUP (don Alfredo) me enseñó un día: «Que hay mentiras pequeñas, mentiras medianas y las estadísticas». Es factible subir los porcentajes de éxito académico y lograr que todos estén felices: la administración educativa, las familias, el alumnado y —por qué no, después de tantos ataques y de que se cuestione de manera permanente el trabajo que realizamos— los docentes. Un poco de paz de vez en cuando no viene mal.
Podemos hacerlo, repito, aunque ello suponga hipotecar el futuro de nuestros discentes con una carga muy dura: la de su falta de preparación técnica e intelectual para enfrentarse al mundo. De llevarse a cabo este genocidio académico, se multiplicaría por no sé cuánto el número de analfabetos funcionales; y, de este modo, los cuatro o cinco de turno que estén medianamente formados y tengan algo de ambición serían capaces de controlar sin problemas al resto, considerado por estos como morralla de servidumbre. Pero hasta que eso ocurra, hasta que la tragedia se produzca y comience la que merecería el calificativo de auténtica edad oscura, el presente se mostraría plácido y agradable porque todo el mundo estaría contento (de un modo estúpido, es cierto, como cigarras que ignoran la crueldad del invierno). Repito una vez más: podemos hacerlo, no es complicado. Solo hay que liberarse de los escrúpulos, de la deontología, del amor a la profesión… para poner en práctica esta hecatombe educativa.
IV
Podemos hacerlo, pero… —y esto es importantísimo que se destaque— no lo hacemos. Tenemos a mano para que reciba nuestro gran mordisco la tentadora manzana de la aceptación social sin fisuras, del beneplácito universal y sin cuestionamientos a lo que es la profesión docente y a lo que realizamos todos los días para dotarla de la dignidad que se merece, pero la dejamos intacta en su árbol y nos damos la vuelta para no verla porque no nos interesa lo que simboliza: conseguir de esta manera tramposa los parabienes que manchan la conciencia y emborronan de un modo zafio ciertos principios éticos (quizás ridículos para algunos) que hemos asumido desde el primer instante en que tuvimos frente a nosotros a un grupo de jóvenes sentados en sus pupitres. Renegamos del bocado edénico o —reactualizado el mito de la elección— de la pastilla azul que nos permitiría vivir en la arcádica Mátrix porque creemos en la importancia de nuestro trabajo y en la necesidad de hacerlo bien, muy bien. El que enseña, como el que sana, solo ha de atender a un fin: beneficiar de la manera más adecuada posible a quien depende de nuestro quehacer. Guste o no al que será favorecido por la intervención que hagamos: si hay que tomar determinadas medicinas o ser objeto de puntuales prácticas quirúrgicas para el restablecimiento de la salud, se hace y punto; si hay que cumplir con equis número de lecciones y ejercicios, asumir ciertos sacrificios personales relacionados con la diversión e invertir tiempo y energías para el correcto aprovechamiento del periodo de formación, se hace y punto.
Tenemos en nuestra mano voltear el descrédito que la docencia ahora mismo tiene entre los ciudadanos, pero nos mantenemos firmes en el propósito noble que nos guía y asumimos la honradez como base del trabajo que, con vocación, desempeñamos. Podemos manipular las cifras y evitar que diariamente trituren nuestra moral con los datos del fracaso escolar; con las críticas obscenas de muchos hacia lo que realizamos; con las desacertadas alusiones a la extensión de los períodos no lectivos; con los manifiestos olvidos acerca de la ingente cantidad de horas que, fuera del colegio o del instituto, durante nuestro periodo de atención a los asuntos familiares y domésticos, dedicamos a la preparación de clases, a corregir, a formarnos, a atender a los ascendientes, a labores inherentes a la burocracia del sistema, etc.; o con el desprecio explícito e implícito hacia nuestra integridad física y sicológica.
Podemos hacerlo, pero no lo hacemos. Soportamos el descrédito de unos números que nos perjudican porque creemos que la verdad ha de prevalecer (la pastilla roja siempre) y que los aprobados injustos son nocivos; porque la formación de nuestros jóvenes (la buena, la eficaz para su futuro) debe ser atendida con la mayor de las diligencias, aunque luego los resultados descontenten a muchos. Nosotros somos los primeros en lamentar que los porcentajes no sean mejores: por un lado, porque confirman que el proceso de enseñanza-aprendizaje ha fallado; y, por el otro, porque sabemos que no pocos los aprovecharán para echarnos en cara la responsabilidad del fracaso escolar. Es injusto, muy injusto, que esto sea así; entre otras razones, porque no tiene un pase que los éxitos académicos se deban al buen hacer de los diferentes colectivos que integran las comunidades educativas, mientras que los reveses, los fallos, solo puedan explicarse señalando al profesorado.
V
La persistencia en la torcedura de los números es lo que, quizás, justifique tanto cambio de ley educativa y tanta injerencia en los quehaceres calificativos por parte de agentes que no están en el día a día de las aulas, en las historias particulares de nuestros discentes ni en las singularidades del periplo que llevamos a cabo de septiembre a junio en los mudables mares de los centros de enseñanza.
Creo sinceramente que está abocada al fracaso toda reforma del sistema que se ciña a la obsesión por conseguir objetivos numéricos sin atender a los factores sociales, económicos y culturales que envuelven al alumnado; y que, además, para lograr su propósito, pretenda intervenir en la manera de calificar, aunque luego se presente a la opinión pública con los vistosos ropajes de las “mejoras en la metodología”. Repito: las cifras son susceptibles de ser cambiadas. Las matemáticas, en este sentido, son tan versátiles que, sin dificultad alguna, pueden alcanzar las mismas cualidades ficcionales que cabe esperar de la más novelesca de las novelas. Sea como fuere, después de tantas leyes educativas, tantas resoluciones, tantas intromisiones, hay algo que tengo muy claro: que los números que se desean en los despachos situados en los torreones y las almenas, en la mayoría de los casos, no son los que la realidad debe mostrar (aunque duela reconocerlo); y eso solo lo saben quienes día a día se hallan en los patios de armas y en los fosos de los centros educativos, o sea, los vilipendiados docentes.