Para derrocar la no humanidad

Quizás la guerra sea la expresión máxima de una doble impotencia: por una parte, la que proviene de quedar sin argumentos para sostener una tesis o posición como únicamente deberían hacerlo los humanos (exponiendo ideas, defendiendo las propias y rebatiendo las ajenas haciendo uso de la razón); por la otra, la que deriva de perder los estribos porque se desea cuanto antes el objetivo y se es incapaz de su consecución con la negociación y la habilidad para mover las fichas dentro de las coordenadas que marca la retórica de la política. De ahí el apuro y el intentar tomar enseguida por la fuerza lo que debería lograrse con la persuasión.

Quizás por ello, quienes promueven las guerras y las ponen en práctica han de ser reconocidos como entes que, dada su redoblada impotencia, no merecen formar parte del grupo donde se sitúan aquellos que poseen la condición de seres humanos, pues inherente a la señalada especie está la inteligencia, único baluarte que permite su distinción de otras.

Si quienes promueven las guerras —atentos a su doble carencia— no deben recibir la consideración de semejantes nuestros, razonable es que no estén al frente de los Estados porque eso sería como poner a un animal o a una planta a liderar los destinos de un pueblo. ¿Quién querría eso? ¿Quién puede sentirse tranquilo sabiendo que la nación a la que pertenece está siendo dirigida por alguien que, dada su incapacidad, es más parecido a un caballo o a una conífera que a un ser humano?

De esto se deduce que, llegada la sinrazón de la guerra, convenga que los ciudadanos del país agresor se rebelen y unánimemente señalen al mandatario de turno para echarlo de su puesto y poner en su lugar a alguien que tenga los atributos que demanda la humana naturaleza: inteligencia para resolver los problemas y paciencia para esperar el resultado de aplicar razonadas soluciones a los conflictos.