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Un convite de placeres lectores

Conforme envejezco y acumulo impresiones anímicas, afectuosas e intelectuales, y sujeto mi percepción del mundo sobre una suerte de pragmatismo que me simplifica la existencia, voy consolidando una serie de convicciones que, en cada replanteamiento, se vuelven más inamovibles. Una de ellas, circunscrita a quehaceres ensayísticos, me conduce a defender que la crítica libresca —la que se fundamenta en el análisis de un producto editorial para darlo a conocer y determinar la conveniencia o no de su lectura— debe mostrar siempre un perfil afable con el objeto de estudio y, por extensión, no con el autor (como pudiera suponerse, pues este pierde el control de su creación desde el momento en el que lo hecho se difunde y puede caer en las más variopintas y heterogéneas manos), sino con el destinatario, porque la función del avezado opinador ha de ser, así lo veo yo, la de una nutritiva y amable invitación al placer provechoso.

¿Por qué malgastar el tiempo en una escritura ponzoñosa, cuyo único valor para los lectores veleidosos que la consumen no es otro que el morbo carroñero de ver cuánto se logra degradar el elemento que la inspira? ¿Por qué no invertir el enfoque y apostar por una visión de lo que impulsa el ejercicio creativo que sea constructiva, grata, bondadosa? ¿Acaso nos sobran estos adjetivos en nuestra cotidianidad como para afirmar que estamos ahítos de ellos? El derroche de talento y energías en el menoscabo de un título solo sirve para incrementar la oscuridad alrededor de una labor que, por su vinculación con la ciencia y la divulgación, ha de mostrarse siempre luminosa y positiva.

El hablar bien de un libro, con precisión, con respeto y con ese alto sentido de la importancia que tiene la palabra compartida, ayuda; y mucho, pues es hacerlo de una creación humana y, por tanto, acerca de una entidad que, al margen de la mayor o menor identificación que se tenga con ella, de un modo u otro, no nos es ajena. Esta cordialidad que defiendo estimula, además, la aproximación curiosa a sus páginas, lo que favorece la activación de ese mecanismo de elecciones que nos es propio como seres vivos (equivalente al que nos enseñó a seleccionar desde el origen de nuestra especie qué conviene comer y qué es mejor evitar) y que nos permitiría en este caso sopesar los beneficios que nos ha de reportar la dedicación de una porción de horas de vigilia a la lectura de lo recomendable. Este acercamiento a una obra es similar al que se produce con una persona desconocida: si te dan buenas referencias de ella, aumentará tu disponibilidad para que sea factible y enriquecedor el posible vínculo que puedan mantener; si, por el contrario, lo que sabes de ella es negativo, perderás interés por descubrir si merece la pena conocerla.

Esto, por un lado; por otro, como consecuencia de ese necesario rasgo de calidez, sostengo que toda crítica libresca debe asentarse a partir de una manifestación individualísima de quien la formula; o sea, que se materialice en el texto esa primera persona que reclamo por ser tan cercana y familiar, y por trasladar esa perennidad comunicativa sobre la que nos ilumina la voz narrativa de El jardinero y la muerte, de Gueorgui Gospodínov: «De niño escogía de la biblioteca solo los libros escritos en primera persona, porque sabía que en ellos el protagonista no iba a morir»; y, además, por estar en consonancia —como ocurre en este caso— con lo que demanda todo sincero ofrecimiento: «Yo, que pienso esto, esto y esto acerca del mundo, creo que disfrutarás con la lectura de lo que te recomiendo tanto como yo por esto, esto y esto». Lo que defiendo en este sentido es el incremento de ese yo-ideológico que, con mayor o menor explicitud —aunque se procure camuflar entre plurales impersonales—, se detecta siempre en cualquier actividad surgida del ingenio, ya sea de naturaleza objetiva (labores académicas y divulgativas), ya subjetiva (piezas líricas y de ficción).

Cuento esto porque Convites literarios, de Javier Doreste (Mercurio Editorial, 2025), nació en mis humildes ojos de editor tras constatar la felicísima presencia de los dos señalados convencimientos en las filantrópicas y didácticas invitaciones del citado autor, las cuales, desde hace ya bastante tiempo, se vienen ofreciendo en La Provincia/Diario de Las Palmas con agradecible regularidad. En todas (o casi todas, pues alguna que otra se me habrá escapado) encuentro lo que con firmeza sostengo como imprescindible en el noble y enriquecedor quehacer de informar sobre títulos: el personal afecto con el que comparte el emisor las sugerencias que nos ofrece, que se vislumbra desde el principio mismo de cada artículo gracias a esa llaneza tan pedagógica que caracteriza su estilo.

Por experiencia, puedo afirmar que hay libros que se visualizan a la primera, que son fáciles de concebir y que la mera enunciación de su probabilidad plantea la certeza de su necesidad. Esta obra que nos reúne es un inmejorable ejemplo de ello; y por eso —así ocurrió y así debe testimoniarse—, irrumpí en la tranquilidad lectora y sosegada labranza escritora de Javier, a quien hallé sin ambiciones ni pretensiones de naturaleza publicadora que fueran más allá de los huecos periodísticos habituales. Lo hice porque sentí que era mi obligación deontológica hacerle ver que esas piezas de prensa dispersas y circunstanciales que componía y que mostraba, y que se difundían con grata periodicidad, no debían quedar almacenadas en las hemerotecas, lejos de cualquier posibilidad de contribuir con una unidad conceptual más ajustada a lo que representan de cara a nuestra literatura, esa que nos gusta y enorgullece acompañar del adjetivo “canaria” por asunción clara de su existencia como realidad poética singular dentro del hispanismo.

Quiero detenerme en esto último, aunque sea sucintamente, porque a las virtudes señaladas del afecto y la cercanía expresiva gracias a la persona verbal pude añadir una tercera que fue determinante para que, en mi declarada “irrupción”, se consolidaran voces como “embestida”, “acometimiento”, etc., a la hora de insistir en mi sugerencia de que considerara nuestro autor la idoneidad de reunir una parte del ingente material que había elaborado y publicado porque era muy útil para perfilar, esbozar, trazar, ese tan necesario canon ya apuntado, circunscrito sobre todo al primer cuarto del siglo XXI; un asunto que ya urge, pues, a diferencia de otros periodos, la abundancia de títulos y la disparidad de canales ha generado una especie de bloqueo en forma de inacción en quienes debían ser firmes en su labor de mostrar de un modo documentado qué ha alcanzado la condición de esencial en nuestra literatura tras los veinticinco años que llevamos de centuria y, en consecuencia, qué merece ser conocido, difundido, estudiado, protegido…

En la Feria del Libro de Santa Lucía de este año, tuve la fortuna de hablar de esto precisamente con dos indispensables de nuestras letras, dos grandes: Pedro Flores y Federico J. Silva. Los tres coincidimos en la preocupante carencia de escrituras académicas y divulgativas que deberían haberse dedicado a consignar la relevancia de obras que han conseguido un lugar destacado como piezas de referencia para entendernos como integrantes de esa cultura canaria que nos acoge. Hay que actualizar el catálogo de “imprescindibles”. No podemos quedarnos con una nómina vieja y compuesta por un buen número de nombres de valía sobredimensionada (no les falta calidad, es cierto, pero no es tanta como su ego les dicta y sus adláteres proclaman).

A mi juicio, conviene que haya menos divagaciones y más filtros; menos engrosar los listados libreros con enunciados de objetos con aspecto de volúmenes (que no pasan de ser un conjunto de hojas unidas en un lado) y más asunción de la importancia que tiene que solo los justificadamente mejores, los verdaderamente representativos, los irreemplazables según quienes saben del tema, estén visibles como boyas sobre el inmenso océano de nuestra literatura. Disponemos de poco tiempo para leer y hay mucho, muchísimo, que merece ser leído. Los invasores, diestros en el arte de los vendehúmos, consiguen con sus vistosidades despistar, que no veamos con nitidez la senda por donde los libros adquieren la condición que les ha de corresponder: la de ser instrumentos culturales que, como tales, han de servirnos de guía para que interpretemos el sentido de la vida que el azar ha dispuesto que tengamos.

Por eso, porque no podemos gastarnos como individuos entre esta maleza que absorbe una porción de nuestra existencia, necesitamos desbrozadores, prescriptores que nos ayuden a optimizar las horas de lectura; en otras palabras, sujetos que sean solventes en lo intelectual, didácticos en las formas, amables en las intenciones, y que nos digan: «Deberías conocer este libro por esto, esto y esto otro; porque, como canario, contribuye a…; porque, como hablante de español, se logra…; porque, como hispano, te permite…; porque…».

Y por eso vi en lo que Doreste sacaba en prensa una feliz aportación para la confección de ese mentado canon literario sobre nuestras letras en el primer cuarto del siglo XXI que echo en falta, de ahí la específica selección de cincuenta obras, distribuidas en tres géneros (poesía, narrativa y ensayo/divulgación) que contiene el producto. Aludo a la concreción de lo escogido porque nuestro autor ha compuesto una elevada cantidad de reseñas; tantas, que ocuparían varios tomos como el que nos convoca si nos propusiéramos que todas vieran la luz. «Para otro momento aquellas de otros lares», me dije, convencido de que lo que tocaba en este volumen inaugural de convites era ceñirnos a títulos que, a pesar de sus singularidades, muestran un sustrato común en el que se afianzan las raíces de esa canariedad que conforma nuestra identidad ante el mundo y, principalmente, ante nosotros mismos.

Y por eso —repito el conector porque en cualquier quehacer que aspira al rigor científico todos los elementos implicados en un acontecimiento están de alguna manera vinculados— nadie mejor que Nicolás Guerra Aguiar para prologar el libro, pues, entre otras razones, en mayo de 2014 publicó en Mercurio Editorial Escritores en el alba del siglo XXI, que cumplió, como el que ahora nos reúne, con el propósito de ofrecer una relación de nombres que, quizás —insisto en el prudente adverbio: quizás—, deberían ser merecedores de ciertas atenciones de cara a la confección de ese mentado canon, aunque un buen número de los recogidos en sus páginas ya atesoraran entonces las marcas de esenciales, de indispensables, de básicos para nuestras letras.

En esta época de desmesuras y desatinos editoriales, las propuestas de Guerra y de Doreste, como las formuladas en muchas obras divulgativas similares por autores con criterio y sabedores de lo que abordan, despajan el panorama y, de algún modo, allanan el camino para que los ámbitos académicos asuman la responsabilidad que les compete y sobre la que muy poco interés muestran, como tuvimos claro Flores, Silva y un servidor en el citado encuentro santaluceño.