De la gratitud anónima, colectiva, perenne y efusiva de Agüimes a Agüimes

[1] Reconozco la posibilidad de que sea poco relevante para la historia de este proyecto editorial que ahora se cierra, grande en su concepción, enorme en su composición, inmenso en su recepción –ya sincrónica, ya diacrónica–, anotar que a eso de las 21.00 horas del 16 de julio de 2016 terminé de componer la breve anotación que, como editor, situé entre las páginas III y XIII a modo de preliminar del primer tomo de La dictadura franquista en Agüimes a través de sus documentos, dedicado al periodo comprendido entre 1939 y 1953. Esto es una anécdota para cualquiera, pero no para este humilde que ahora, dos años después, hoy, también 16 de julio de 2018, ni un día antes ni un día después, firma este epílogo que sirve, entre otras utilidades, sobre todo situado en esta parte del libro donde aparece, para cerrar esta iniciativa dando la sensación externa de equilibrio, simetría, medida…

Y digo externa, reitero externa, pondero externa, porque la interna, la que compete a los contenidos abordados, queda sobradamente demostrada y ampliada con estas calidades enumeradas y otras virtudes positivas que nadie puede cuestionar. Hace dos años afirmé:

«Celebro que existan libros como este, libros rigurosos en su contenido, fieles a su compromiso con las reclamaciones enumeradas; libros que, en su respeto por la ecuanimidad, hablan de lo bueno y de lo malo, de lo que fue un avance para la población (infraestructuras, luz, agua…) a pesar de que palabras como “libertad” y “democracia” estaban tan proscritas como vigentes otras tan terribles como “censura”, “fanatismo”, “violencia”, etc. La ventaja del estudio atómico de los acontecimientos históricos es que hay lugar para las cuestiones bondadosas, amables, aprovechables…; en suma, aquellas que no merecen ser incluidas en el vertedero mental donde situamos lo que nos repugna».

Hoy, 730 días después de recorrer las más de mil seiscientas páginas del trabajo que nos convoca, además de ratificar con creces lo expuesto entonces, debo señalar desde la más absoluta de las certezas sobre la referida sensación interna que basta con los índices y las páginas de los volúmenes que encierra el enunciado del quehacer editorial para detectar que las enumeradas y planteadas virtudes son inherentes a esta magistral empresa que ahora nos convoca.

Y digo más: que tres tomos anuales densos, documentados, generosos en la inversión de tiempo y esfuerzos, pródigos en la noble voluntad que ha guiado su composición, necesarios para el sentir de muchas colectividades, tres joyas como estas dan derecho a su autor, aunque su natural humildad le lleve a sentirse incómodo por ello, a recibir la expresión unánime, sincera y efusiva de gratitud por parte de todos; y cuando digo «todos» digo todos: por una parte, el amplio grupo de quienes lo conocemos y junto a él hemos vivido con diferentes grados de implicación el nacimiento y desarrollo de esta iniciativa educativa, cultural, social y un largo etcétera de adjetivos favorables más que se merece y que no reproduzco porque se sobreentienden.

Por otro lado, está el colectivo compuesto por quienes, sin conocerlo personalmente, saben de la valía de esta industria libresca y de la incuestionable contribución a la gestación de una imagen del pasado agüimense más ajustado y acorde para entender este presente que vivimos y prever cómo ha de ser el futuro; y, en tercer lugar, el grupo donde se hallan los que no conocen al autor y desconocen el magnífico trabajo realizado por el compañero, el amigo, el admirable Fernando.

Ellos también deben sumarse a esta obligada y justa gratitud, aunque pueda resultarte extraño, imposible, paradójico. No lo es. Si se adopta la debida perspectiva, no lo debería ser. Como este agradecimiento aludido es muy fácil de intuir en los primeros y nada difícil en los segundos, se podría concluir que no podrá darse en los que desconocen al investigador y su obra, pero no es así.

Ahora que la trilogía se acaba, pensemos en ellos, en estos últimos que ahora visualizo con los ropajes de esa anonimia popular en la que nos hallamos la inmensísima mayoría de los que, sin historiables historias, somos en realidad los auténticos protagonistas de la Historia, así, en mayúscula, tal y como nos apuntaba nuestro autor en la introducción del primer tomo; de esa “historia total”, a la que él hacía mención, alejada de celebridades y vinculada con los relatos vivenciales de la cotidianeidad de cientos, miles, millones de vidas indiferenciadas.

A todos (y, sobre todos, a ellos), los tengo presentes porque están en las páginas de este feliz trío de tomos; porque aquí, se lea o no, están sus antecesores, y ellos, y sus descendientes, como cualquiera de nosotros, en el océano del día a día, edificando con sus horas, sus pasos y sus obras el devenir del presente; y hoy, ahora, aquí, de esta manera, con esta pieza libresca que nos convoca, sin saber muy bien cómo ni por qué, son ellos también, como nosotros, los receptores de un beneficio más en sus vidas, como cualquier acción municipal conducente a mejorar aquello que debía ser mejorado.

Les ha tocado vivir a estos, y a nosotros con ellos, y a los que no conocen a nuestro autor, pero sí su obra, el hecho de esta publicación; el que exista, el que esté y el que influya en nuestras existencias del mismo modo que se vive con absoluta normalidad, sin plantearse como inquietud el cuándo, el cómo, el dónde… de la luz que ilumina las calles, de las alcantarillas que canalizan las aguas, de la existencia de tuberías, comercios, colegios o agentes del orden…

Todo, como este libro, forma parte de ese bienestar comunitario que estuvo, que está y que estará porque todos lo desearon en su momento, lo desean ahora y no dejarán de desearlo. Un bienestar con el que todos, por activa o pasiva, contribuimos; que no cuestionamos y que agradecemos que esté porque sabemos que hubo un tiempo en el que ni el pensamiento de que estuviese era posible.

Ese es el enfoque desde el que ahora visualizo el maravilloso trabajo de Fernando. Lo sitúo entre los bienes patrimoniales de una comunidad que quizás desconozca el auténtico valor de lo que custodia, pero que, una vez dado, ya no sería la misma si no lo tuviese; o si entendiese que debería tenerlo, si no se lo hubiese dado como ahora nuestro autor.

El bien ya está y si se perdiese, si desapareciese, si se evaporase, alguien debería retomar la misión de volver a componerlo, como se hace en las ciudades tras una catástrofe: se reconstruyen las aceras, el tendido eléctrico, se limpian las aceras, se recogen los escombros, etc.

Como ciudadano y curioso, me interesa en este momento el cupo de los terceros de la enumeración, de esos que probablemente disfruten del bien sin saber que lo poseen y sin plantearse cómo ha sido posible que esté. Moldeaba los perfiles de esta figura, que incluyo en esa totalidad que debe a nuestro autor una expresión unánime, sincera y efusiva de gratitud, cuando me acordé de un hecho que, quizás, puede ayudar a configurar la idea que pretendo compartir contigo.

Veamos: cuando éramos pequeños y nos enseñaban a rezar (en mi caso, creo que hace tres siglos y medio), orientaban nuestras plegarias hacia la gratitud como condición para formalizar cualquier petición que quisiéramos formular a la divinidad de turno: «Dios te ayudará, pero antes dale las gracias por…». ¿Por qué se podía dar gracias cuando tenías seis, siete, ocho años? Pues por tu familia, por tus amigos, por la vida tan confortable que tenías y de la que carecían muchos niños, etc. Nosotros actuábamos como autómatas. No habíamos visto a Dios y, seamos sinceros, ni lo habíamos sentido, pero teníamos una familia, unos amigos y una vida confortable que otros no tenían y era justo dar gracias por ello (al menos así debía ser en el discreto orden universal con el que componíamos los deberes y los derechos en nuestra infancia). Mas, ¿a quién agradecer los presentes? ¿A Dios?, pues a Dios; ¿a otra divinidad?, pues a otra divinidad; ¿a nadie?, pues a nadie. La gratitud sí era necesaria, no por lo que una tercera persona del singular hubiese hecho, sino porque los hechos merecedores de ser agradecidos existían. Eso era real, aunque el destinatario de las gratitudes fuera hipotético.

Muchos años después (en mi caso, tres siglos y medio más tarde), algunos de aquellos niños, hoy adultos, siguen dando gracias a Dios; otros han optado por buscarse otra deidad; algunos optan por darlas a la vida, así, en general, sin atender a la posibilidad de una existencia divina antropomórfica; y no faltan los que, como yo, damos simplemente gracias al azar porque las cosas, pudiendo estar peor, no están muy mal como están. Da lo mismo “quién” recibe el agradecimiento, lo relevante es que hay un “qué” que debe ser agradecido.

En esto pensaba mientras situaba la obra de Fernando Romero en el punto de análisis donde cabe colocar a posteriori los productos que nos enorgullecen por lo que representan y por el grado de implicación que uno ha tenido con ellos. Reconozco que cada pensamiento suponía una atadura más con la idea de los anónimos y de esa gratitud debida a nuestro autor por su trabajo. El hecho es la obra y la obra es buena, necesaria y trascendente, la obra misma ya debe ser objeto de agradecimiento desde el mismo instante de su concepción.

Los historiados dan gracias, perceptibles o no, por las farolas de sus calles, por las papeleras, por el asfalto sobre el que circulan sus vehículos, por el arbolado de sus plazas, por mil pequeñeces urbanas que no valoramos los ciudadanos cuando las tenemos y que echamos de menos cuando nos faltan. Comparto tomo con dos autoridades políticas que saben de primera mano el alcance de lo que cuento, pues son conscientes de que tras cada gratitud explícita del pueblo (ora en las urnas, ora en las calles o medios de comunicación) hay una implícita, que no ser verbaliza porque no se tiene en cuenta, pero que es fundamental: la que se merecen quienes hacen posible que las pequeñeces adquieran la grandiosa dimensión que tienen. Pienso en los cientos de anónimos que componen el puzle del bienestar de las ciudades, los municipios, las autonomías…

Si alguien, llegado a este punto, se atreviera a conjeturar que desdeño la figura del autor frente a su obra, me vería en la obligación de intervenir diciendo un alto, claro y sonoro: ¡No!, por supuesto que no; al contrario, muy al contrario. La reputación de los humanos se edifica sobre su legado, tangible o no, merecedor o no de ser difundido. Cuando se llega al lugar en el que se ha situado Fernando Romero con esta trilogía, su condición de autor queda supeditada a la obra, que es la que permanece. La obra es el hecho, el fenómeno, el acontecimiento que perdurará en el tiempo; a su lado, estará siempre el nombre de nuestro autor, quien será recordado siempre gracias a ella. Es una relación vertical. Para que se entienda mejor: el Quijote, arriba; abajo, Cervantes. Estamos moviéndonos en terrenos donde, de un momento a otro, será necesario empezar a hablar de inmortalidad. No es un juego lingüístico ni un efecto retórico, es la constatación de un proceso que no ha dejado de darse desde los orígenes de la humanidad: el recuerdo de los prohombres gracias a su herencia, tangible o no, merecedora o no de ser difundida.

Aceptemos ya que Fernando es Agüimes. No es un autor agüimense que escribe sobre su municipio; no mantiene una relación horizontal con su trabajo, donde el peso entre autoría y creación es compartido; o de verticalidad inversa, como me ocurre con mis publicaciones.[2] Fernando, repito, con esta trilogía, ya es Agüimes. Está en el mismo lugar donde situamos a quienes han contribuido con su talento, con su brillantez, con su calidad humana a que este municipio sea lo que es para cuantos los conocemos y nos preciamos de este conocimiento.

Por eso, esta obra merece el agradecimiento de todos, que bien pudiera ser directo (cuantos tengan este libro en sus manos no podrán evitar la expresión de gratitud) y/o indirecto, difundiendo el espíritu que preside sus páginas y que ha regido su confección. En la nota del editor ya apuntada, la que firmé hace dos años, expuse lo siguiente:

«Este libro se ha compuesto a partir del ADN de las poblaciones: sus archivos, el espacio que encierra la información básica que debe transmitirse de generación en generación para la toma de conciencia de una identidad que nos pertenece».

El espíritu que ilumina los negros sobre blancos de este volumen y el de sus otros hermanos impresos hablan de identidad, de memoria histórica, de convivencia, de paz… en tiempos donde no era posible encontrarlas porque unos no querían y otros no podían; porque unos tenían la fuerza, el odio, el poder, la sinrazón y a otros no les quedaba más que el miedo, y el hambre, y las enfermedades, y la desesperanza.[3]

Hace dos años, en ese aludido texto que recibió el premio de compartir espacio libresco con nuestro autor, con Francisco Tarajano y con el representante de los agüimenses, su alcalde Óscar Hernández Suárez, hablé de la importancia del franquismo en el municipalismo y apunté que el tema de la Guerra Civil todavía estaba presente de alguna manera. Hoy, dos años después, la actualidad no deja de darme la razón: se habla de exhumar los restos del dictador Francisco Franco del Valle de los Caídos para trasladarlos a otro lugar; y se ve a muchos, muy furiosos por ello, que argumentan razones para impedirlo que jamás podré compartir, aunque me sea grato pensar en la libertad de la que disfrutan para exponer sus motivos; una libertad imposible de concebir cuando el difunto, vivo como caudillo estaba.

La propuesta gubernamental ha movilizado a muchos, muchísimos, envueltos en camisas azules, visibles o escondidas; a muchos que, como yo (nací en 1973), no conocimos la dictadura ni padecimos directamente las consecuencias de la guerra y la posguerra. Ellos me echarán en cara mi oposición al franquismo y apelarán a mi desconocimiento de la época para triturar mis convicciones; y yo también podría hacer lo mismo, pues nuestro devenir histórico es similar: yo desconozco lo mismo que ellos no conocen.

Pero algo hay que me mueve a concluir que estoy en el lugar adecuado, si se me permite la expresión: yo creo con firmeza, sin titubeos, con claridad y limpieza, «sin sombra de ningún íntimo condicionamiento ni mácula de reserva mental alguna» (por seguir un estilo literario afín a mis opuestos), que para que haya orden, concordia, convivencia, paz… es necesaria la libertad ante todo y por encima de todo; mis contrarios no son de esta opinión. Si nadie duda de la inexistencia de la libertad durante el franquismo, ¿por qué dudar que la falta de esta trae consigo la esclavitud (real o metafórica), el miedo, la violencia, etc.? Por eso, la democracia, desde el momento en el que se sitúa en el lugar opuesto al de la no-democracia (o sea, la dictadura), nos da la libertad; y por eso se producen paradojas como hacer uso del incuestionable derecho a decir lo que se piensa para reclamar la figura de alguien que no creía en este derecho y que demostraba con acciones y decisiones hasta qué punto no estaba de acuerdo con él.

La libertad no es de izquierdas o de derecha, ni de republicanos o monárquicos, ni de… Es el patrimonio de una sociedad plural, heterogénea, creativa, inteligente, que entiende que el progreso que conduce al bienestar y a la mejora permanente de la calidad de vida se cimenta sobre la mayor o menor parcela de felicidad de quienes han de promover su acceso, y para que esa felicidad sea posible es condición sine qua non que haya libertad. Libertad, no libertinaje.

Por eso hemos de educar a nuestro alumnado en el alcance de la libertad, mostrarles cuánto se gana con ella y, ante todo, cuánto se pierde. Ocurre en esto lo mismo que con la salud: nos despreocupamos de ella cuando es buena y no estamos aquejados de mal alguno; mas cuánto la echamos de menos cuando nos falta o nos falla. De esto también hablé hace dos años justo tal día como hoy. Hablé de concordia y convivencia, también de memoria y justicia…

Y hablé de uno de los grandes aciertos de este proyecto editorial cuando, en su propósito de la “historia total” ya señalado, enfoca un periodo como el franquista –amplio, complejo, lleno de aristas–, acotando sus ámbitos de desarrollo de manera que sea posible adaptar a un entorno muy concreto la visión de esta etapa. No en vano, apunté en su momento lo que todavía sostengo:

«La historia del franquismo también se estudia fuera de las aulas; y el mejor ejemplo de esta afirmación lo tienes en este libro: cualquier agüimense puede conocer de qué manera influyó el régimen en su municipio gracias al trabajo de Fernando Romero; o, dicho de otro modo: cualquier hijo de Agüimes tiene en las páginas de este volumen una historia municipal que puede verificar sin problemas por ser tangible, cercana y objetiva».

Una historia y una línea de investigación, digo ahora, que deben continuarse, tal y como lo escribí también hace dos años, lo dije con insistencia hace uno y lo reitero con persistencia ahora:

«Como ciudadano, ante todo, y también como filólogo y, por supuesto, como editor, invito desde ya a que la iniciativa extienda sus raíces en dos planos siguiendo los parámetros asumidos por el proyecto de investigación que recoge este volumen: en el plano vertical, a mi juicio, yo situaría la historia de Agüimes del siglo XX tal y como la ha desarrollado Fernando en El Ayuntamiento de Agüimes entre dos Dictaduras, 1923-1939 (2001), en el libro que nos ocupa y en los que faltan hasta llegar al fin de la alcaldía de Antonio Morales Méndez (mayo, 2015). En el plano horizontal, considero necesario vincular este trabajo con otros posteriores cuya elaboración, a tenor de lo expuesto en este preliminar, urge: la dictadura franquista en Ingenio y en Santa Lucía. De esta manera, podremos tener una historia de la mancomunidad, de Gran Canaria y de Canarias, en general, durante el siglo XX tan singular como efectiva con el propósito de asentar en la conciencia colectiva, a falta de dos décadas para la trágica efeméride del comienzo de la Guerra Civil, cómo nacieron las ciudades modernas que hoy contemplamos…».

Que contemplamos y que, como puertas que se abren para que nos sigamos encontrando como sea, donde sea, cuando sea, pero siempre sembrando, nos atan emocionalmente como esta, llamada Agüimes, que jamás ha dejado de convocarnos ni de acogernos. Alegra saber que jamás lo ha hecho; reconforta saber que jamás lo hará.

[…] es aquí, viejo Agüimes,
que he encontrado los anclajes
a mi alma,
arrojando por la borda
las pasadas desventuras
como lastre.
Acaba en ti la zozobra
de la eterna singladura […]
[4]


[1] Epílogo compuesto para la edición que realicé de La dictadura franquista en Agüimes a través de sus documentos. Tomo 3: 1966-1977 de Fernando T. Romero Romero. Beginbook Ediciones. Págs. DCXXV-DCXXXVIII. ISBN: 978-84-949280-2-4.

[2] Muchos me conocen, pero la inmensa mayoría desconoce lo que he publicado en mis más de dos décadas como juntaletras; y de los que algo saben sobre esta circunstancia, casi nadie ha considerado interesante invertir tiempo en leer lo que he compuesto.

[3] «El uso del terror, como inversión inmediata o a más largo plazo, era algo que Franco comprendía por instinto. Durante la Guerra Civil y mucho después, aquellos enemigos que no fueron eliminados físicamente quedarían deshechos por el miedo, anulados para cualquier resistencia y obligados a sobrevivir en la apatía» [Paul Preston, Franco. Caudillo de España].

[4] “Agüimes en palabras” de Faneque Hernández, poema publicado en la página 37 de su Romancero sureño (Mercurio Editorial, 2013).