“Una sobre el mismo mar” es un villancico de Benito Cabrera que data de 1994 y que el Gobierno de Canarias utilizó durante muchos años para felicitarnos las Navidades. De ahí su amplio conocimiento y, con él, la difusión del mensaje que traslada la letra de la canción: que somos (o deberíamos ser) una unidad integrada, cohesionada, firme, a pesar de todas nuestras singularidades isleñas. Este mensaje, que se pretende forme parte de una conciencia colectiva con el fin de achicar la separación física y el aislamiento mental y emocional que tanto daño nos ha hecho y, en ocasiones —más de las que nos podemos imaginar—, nos hace, debería subyacer en el ideario de todas las instituciones y órganos de gestión públicos de nuestra comunidad autónoma con independencia de su ámbito de actuación; y tendría que fundamentar grosso modo cualquier actividad que se promueva desde ellas a partir de la sencilla premisa que traslada: la dispersión debilita, fortalece la comunión.
Anacoreta en mi celda de libros y dándole varias vueltas al asunto, en esto he pensado durante mi literaria Semana Santa, quizás por ser estas unas fechas que ensalzan la trascendencia de una muerte particular y coincidir en la fúnebre analogía con la proclamación del 23 de abril como jornada para celebrar el Día Mundial del Libro y del Derecho de Autor —según se recoge en las actas de resoluciones de la 28ª Conferencia General de la UNESCO, celebrada entre los días 25 de octubre y 16 de noviembre de 1995— por ser la «fecha en que coincidieron, en 1616, los decesos de Miguel de Cervantes, William Shakespeare y el Inca Garcilaso de la Vega» (¿cuántos de ustedes están al tanto de este último fallecimiento?).
Tratándose de libros («históricamente, el elemento más poderoso de difusión del conocimiento y el medio más eficaz para su conservación», como se lee en el acta que resolvió la atribución de la fecha), yo hubiese optado por que no fuera la muerte la referencia de la datación (los difuntos no leen ni escriben ni escuchan ni se emocionan ni comunican ni…), sino la imperecedera luz de las obras: ¿por qué no acordar un día de principios de enero, que fue cuando vio la luz la primera parte del Quijote en 1605, o de finales del mismo mes, cuando se estrenó en 1595 Romeo y Julieta? ¿Por qué no el 2 de febrero, pensando en el Ulises de Joyce (1922), o el 30 de mayo, haciendo lo propio con Cien años de soledad (1967)? Si son tantos los títulos que merecen ser recordados, ¿por qué no dedicar todos y cada uno de los días del año para celebrar a nivel global lo que es y lo que representa el libro si estamos de acuerdo en que, como afirma la citada organización internacional en su mentada declaración, «toda iniciativa que promueva su divulgación redundará oportunamente no solo en el enriquecimiento cultural de cuantos tengan acceso a él, sino en el máximo desarrollo de las sensibilidades colectivas respecto de los acervos culturales mundiales y la inspiración de comportamientos de entendimiento, tolerancia y diálogo»? Y ya puestos en ambiente piadoso, ¿por qué no hacer una suerte de “santoral” de títulos como el que la Iglesia maneja: donde se hallan divinos nombres en la sacra institución, en la versión humana se recogerían divinos libros?
Mas no pensaba en la mentada comunión y en la evitación de la dispersión considerando la teórica idoneidad o feliz conveniencia de multiplicar los días de homenaje al libro, como si de panes y peces para alimentar a lectores hambrientos se tratara —sigo místico—, sino atendiendo al fundamento de una metáfora libresca que arribó a mi conciencia en estos días, como si de una revelación se tratara, y que me sirve para plantear lo que debería ser el alcance de esa «organización de ferias y exposiciones» que recoge la resolución de la UNESCO cuando indica que «una de las maneras más eficaces para la promoción y difusión del libro […] es el establecimiento de un “día del libro” (sic)».
La imagen es magnífica. Vaya por delante el reconocimiento de que no es mía. En su momento, declararé su autoría; ahora me limito a exponerla: un científico consigue elaborar un prodigioso medicamento que salvaría la vida de un considerable porcentaje de personas que padecen una enfermedad hasta ese momento incurable. Bastaría con ir a una farmacia, pagar su importe y consumirlo. Pero ¿es todo así de simple? ¿En esto se reduce el proceso? Nadie cuestiona la aportación necesaria del creador de la fórmula sanadora ni de la importancia de que haya sitios donde la población pueda adquirir el producto que contiene la salutífera fórmula; pero, entre estos dos extremos, ¿no falta algo? Yo creo que está claro qué es: la empresa que, con la referida fórmula —cedida o adquirida según sea el acuerdo al que llegue con el eminente investigador—, pondrá en marcha todos los medios técnicos y humanos que posea para que lo creado adquiera el aspecto de pastilla, jarabe, pomada, etc.; se envase con todas las garantías de conservación del producto que sean exigibles y se distribuya de la mejor manera posible con el fin de que puedan acceder al prodigio sanador quienes los demanden. Todos son necesarios para que la medicina cumpla con su función. La fortaleza de la cooperación contribuye al éxito del principal objetivo que justifica el trabajo mancomunado: curar a los enfermos. Nadie sobra. Nadie es prescindible. La situación es similar a lo que sucede con los elementos de la comunicación, que la ausencia o fallo de uno la imposibilita.
Por eso, no logro imaginar una feria del libro —un “fijo” en las agendas culturales municipales de abril y mayo— en la que no estén presentes cuantos conforman la gran cadena creativa, administrativa y comercial que hace posible la existencia de esos extraordinarios vehículos que permiten viajar en el tiempo, el espacio, el conocimiento y los sentimientos. Me desvío un instante: reconozco, llegados a este punto, que no le veo sentido a que estas convocatorias, principalmente las locales, se celebren en plazos muy breves de tiempo (en dos meses, tropecientas) porque agotan a libreros, editoriales y autores, y desactivan a los lectores. Nos anclamos en ocasiones a fechas y tramos temporales sin atender al hecho de que no son más que acuerdos arbitrarios que, con voluntad y cierto sentido común, con facilidad se pueden desmontar. En el caso del libro, además, se incurre en una contradicción: si es un fiel compañero para todos los días del año, ¿por qué ese empeño colectivo en “feriarlo” en el mismo periodo del año? ¿Pasaría algo si en vez de abril o mayo se hiciera en noviembre o diciembre, por ejemplo?
Retomo el hilo y sigo con el tropo utilizado: ¿sería razonable que una feria del medicamento esté compuesta por casetas gestionadas de manera exclusiva por boticas? Si fuera así, ¿no sería más adecuado que su denominación pasara a ser “feria de los despachos farmacéuticos”? ¿Qué sentido tiene situar en un espacio varios stands que ofrecen el mismo preparado que, además, puede adquirirse en cualquier otro sitio o momento? ¿Sería disparatado en este hipotético punto de encuentro que hubiera un lugar para los investigadores, para las empresas que elaboran y difunden los productos, para los pacientes incluso…? ¿La demandada y necesaria difusión de la mercancía solo puede quedar en manos de quienes la venden?
Me dejo de metáforas. Después de tantos años de vinculación activa y pasiva con el “libro feriado” (he estado en el cupo de los vendedores, los organizadores, los invitados, los firmantes; y estoy en el de los que aman la letra impresa en volúmenes: el de los asistentes); repito, después de tanto tiempo metido en desempeños feriantes, tengo claro —clarísimo, cristalino…— que todo intento de circunscribir la iniciativa al propósito de la venta de productos que, por otro lado, en mayor o menor medida, se pueden encontrar en los correspondientes establecimientos durante todo el año (más si se tratan de novedades) es una decisión desafortunada en la medida que se pierde la única ocasión en la que es posible el encuentro de todos los sectores que habitan en el gran océano de la lectura y la bibliofilia. Consciente de mi falibilidad, creo que las ferias libro no pueden ni deben reducirse a ser un pretexto para las ventas; pues, por fortuna, espacios para adquirir ejemplares hay disponibles durante todo el año, lo que no ocurre, verbigracia, con el colectivo de los artesanos, pues muchos carecen de lugares fijos donde poder ofrecer su trabajo. El prurito mercantil, por tanto, no puede ser una condición sine qua non para poner en marcha una feria de libros. No puede, no debe…, en fin, se me entiende, ¿no? ¿Montamos un evento de esta naturaleza para que la gente se acuerde de que es aconsejable que adquieran estos productos y de paso, para darle sentido al gasto, recomendar que los lean? Creo (recalco: creo) que no podemos, no debemos… quedarnos en este simple propósito.
Lo de la comunión señalada al principio viene de mi convencimiento de que en cualquier acontecimiento sobre libros, y más en el que centra ahora mi interés expositivo, es necesaria la participación activa de las editoriales, como ocurre con las grandes citas anuales (Frankfurter Buchmesse, FIL de Guadalajara, LIBER de Barcelona, BookExpo América, etc.); y no solo circunscribiendo su intervención a lo que sería ocupar una caseta y mostrar los títulos que han publicado, sino en lo que atañe al asesoramiento a la organización, por ejemplo, en el trazado de directrices sobre qué firmas, tanto nuevas como veteranas, tanto foráneas como locales, deberían estar por las razones que sean: ventas, conocimiento público, previsión de éxito, etc. Nada digo de la calidad, pues se presupone (o se debería presuponer) que todos los llamados a participar la atesoran. También serían muy útiles las editoriales, en su faceta consejera, para favorecer el conocimiento sobre los géneros que están en boga y cuáles convendría dar a conocer y, por supuesto, no olvidar. En los catálogos editoriales se encierra una parte de la historia literaria y bibliográfica de las comunidades. Verlos como meras relaciones de efectos es minimizar la importancia que atesoran. Han de tener para los bibliófilos y académicos un valor equivalente al de los muestrarios de las tiendas de artículos religiosos. El carácter singular de lo que se ofrece ya viene ungido de una suerte de relevancia y decoro que debería impedir cualquier voluntad de menoscabo.
Sea como fuere, lo que no ofrece dudas es que autores y editores forman una simbiosis necesaria en el proceso de confección del libro y, en consecuencia, separarlos, dividirlos, amputar una parte del binomio, conlleva usurpar respuestas clave a los lectores y, por extensión, a lo que significa el libro como industria del ingenio colectivo, pues a la atrayente y habitual «¿por qué compusiste esta obra?» debe seguirle otra igual de interesante: «¿por qué decidiste dedicar tiempo, energías, dinero… para que se publicara esta obra?». Caer en la simpleza de que los editores administrativos, como empresarios, invierten dinero solo para obtener beneficios mercantiles es desatender a una faceta que estos cumplen junto con los editores literarios: procurar que vean la luz productos de calidad, textos significativos por lo que representan como testimonios culturales, académicos, artísticos e intelectuales. Si no fuera así, no se publicaría un elevadísimo porcentaje de poemarios, textos teatrales, libros de relatos y obras de ensayo y divulgación de primerísimo nivel y de los que se presupone, por un lado, que no se convertirán en best seller y, por el otro, que será muy complicado recuperar lo invertido. En lo señalado, visto el panorama con la debida perspectiva, hay un punto de altruismo y filantropía en el quehacer que conviene no desatender.
La comunión señalada, además, no puede ni debe tampoco circunscribirse al trío que componen escritores-editoriales-librerías ni a la exposición de títulos encadenados. Hay más. Las ferias deberían ampliarse a otros sectores y a otros temas. La dispersión de asuntos no sirve si no viene acompañada de la asunción de naturaleza compacta que hay alrededor de lo que representa la noción “libro” como totalidad. Pregunto a vuelapluma: ¿saben los lectores cómo se imprime un volumen? ¿Por qué se margina por lo general a los responsables de transformar en bellos objetos de lectura los ficheros digitales que reciben de las editoriales? ¿Por qué se asume que el colectivo de los impresores no tiene un lugar en las ferias? ¿Quiénes son mejores que ellos para darnos cuenta de las dificultades técnicas o de los costes que conlleva una impresión? Es como si en un congreso de obstetricia la opinión de las matronas no fuera de interés.
Sería muy positivo que los libreros compartieran con nosotros sus experiencias, sus dificultades, sus alegrías, sus esperanzas, sus reflexiones… ¿Solo nos han de servir para vender y ya está? ¿Con que estén enclaustrados en sus carpas y despachando es suficiente? ¿Acaso carecen de opinión para hablar de lo que es el libro como objeto cultural y —lo que me resulta fascinante— como reflejo de nuestra sociedad? También quiero aprender de ellos; de ellos y de los que reparten la mercancía. ¿Se está al tanto del trabajo que hace una distribuidora? ¿Se han preguntado alguna vez quién está al otro lado del canal cuando una librería dice: «quiero que me envíes este título, me lo ha encargado un cliente»? ¿Tienen idea de cómo se ilustra un libro? ¿Y de cómo se maqueta? ¿Son conscientes de las diferencias que hay entre un editor literario y un corrector? ¿Por qué existe la hoja de créditos? ¿Qué importancia tiene? ¿No sienten curiosidad sobre cómo publicar un libro, o sea, cómo cruzar el río que separa la condición de lector a la de autor? ¿Qué tal un debate acerca de los formatos? ¿Con qué nos quedamos: papel o digital? ¿Nada hay que apuntar sobre el auge de la autopublicación, que siempre ha existido, aunque ahora, con los avances tecnológicos, está más presente que nunca? ¿No convendría ayudar a detectar los cauces que separan un sello que se rige por ciertos criterios que favorecen la calidad de sus ediciones de otro que se limita a empaquetar hojas y cobrar por hacer objetos como si fuera un restaurante de comida rápida (un fastbook), sin interés “nutricional” alguno por el contenido que enfarda?
¿Y las personas que trabajan en las bibliotecas? ¿Acaso no han de tener también la palabra? Están todo el año entre libros y lectores, atentas a novedades y a gustos, a elecciones y conveniencias, tratan con editoriales y con librerías. ¿Por qué desaparecen sus voces en las ferias de libros si no es poco lo que pueden compartir con nosotros? Muchas están detrás de la organización de estos eventos, ¿por qué no preguntarles qué es lo que más se demanda o por qué han hecho la selección de participantes que reflejan los programas de actos? ¿Creen que traer a “famosos” sirve como elemento motivador para la lectura o su función es la de ser un reclamo para estimular la asistencia a la feria (la conjunción disyuntiva es adrede)? ¿Qué opinan al respecto? ¿Qué tal debatir esto con bibliotecarios, editores, libreros… lectores? ¿Para promocionar a no-famosos hemos de traer a famosos a las ferias de libros o el hecho de traer famosos puede desactivar el interés por conocer a los que no gozan de esta condición? Yo tengo claro —clarísimo, cristalino…— que un lector que se precie de serlo —uno de tomo y lomo, nunca mejor dicho— jamás va a requerir del señuelo de una personalidad conocida para acudir a una feria dedicada al libro, así, sin adjetivos ni complementos; al libro puro y duro. No dudo de esto, repito, aunque reconozco que la mitomanía, en ocasiones, empuja y mucho.
¿Y los que leen? ¿Han de limitarse a ser paseantes y clientes? ¿No tienen nada que decir? ¿Qué tal si buscamos la manera de que sean protagonistas favoreciendo sus intervenciones más allá del turno cortés de la cesión de la palabra tras la exposición de una autora o un autor? Reconozco en este sentido que todo cuanto se hace de animación lectora para nuestros chinijos y galletones está muy bien; insuficiente siempre, es verdad, como ocurre con la escuela, pues toda “animación” tiene por objetivo la asunción de hábitos que, en el caso de la lectura y de los libros, requieren para su consolidación de ambientes donde también están interiorizados. Pero aun así, benditas sean —sigo espiritual— las horas que se dedican en estas convocatorias a este tipo de estimuladoras actividades.
Tal y como yo lo veo, y más tratándose de un evento anual, una feria de libros tiene que ser, principalmente, un acontecimiento que ha de favorecer el encuentro de todos los implicados en esa realidad intelectual y emocional que llamamos “libro”; y, a ser posible, de un modo destacado, no como simples figurantes. Lo comercial está bien, sí, por supuesto, siempre y cuando no se llegue al amiguismo ni el grado de inclinación mercantil empuje a recomendar que la denominación de la iniciativa debería ser “feria de las librerías”. Insisto: sí, lo comercial está bien, no es descabellado per se, le veo hueco, es necesario, mas si lo unimos al factor cultural, estaría mucho mejor; y muchísimo más si lo cultural, atento al amplio y variado margen que ocupa, fuera cubierto por diversos agentes capacitados para aportar al fenómeno convocante (el libro) una perspectiva y unos conocimientos que, sin duda, enriquecerían la deliciosa y entrañable relación que mantenemos con estos tan silentes como absorbentes compañeros de travesía existencial.