El 8 de mayo de 2025, aproximadamente en torno a las seis de la tarde, hora canaria, las campanas de todas las iglesias católicas del mundo repiquetearon machaconas la proximidad de un anuncio que, según el cardenal protodiácono —el encargado de comunicarlo— suponía una «gran alegría» para todos. En ese momento, en ese punto exacto de la cronología de la humanidad, los habitantes de la Tierra nos colocamos en tres compartimentos de dimensiones bien diferentes: en uno, de tamaño considerable, se agruparon los que, con gozo, recordarán esta fecha porque fue la del nombramiento de un papa que, de algún modo, vería condicionadas sus primeras pisadas con las sandalias del pescador por culpa de las que había dejado atrás su predecesor; en otro, inmenso, inconmensurable, se ubicaron quienes, con independencia de si son o no creyentes, de la profesión de fe alguna o de la asunción de cualquier grado atribuible a la incredulidad, en el más suave de los sentimientos, les producía una atroz indiferencia la proclamación de un nuevo Vicario de Cristo.
En el tercer grupo, estaba yo, bajo una carpa negra asentada en la Avenida de Canarias y concluyendo que debía ser el único terrícola que explicaba el intenso repicar a partir de una suerte de júbilo personal: tener frente a mí, sobre un escenario, presentando sus últimos poemarios, a tres grandezas poéticas nuestras, muy nuestras, que inauguraban la Feria del Libro de Santa Lucía de 2025 y que, por sus regalos líricos, situaban el listón de la calidad de la convocatoria bibliográfica de este año en su nivel más alto. Cualquier otra firma ferial —quizás, es posible, no me atrevería a decir que no— podía estar a una altura similar al esplendor de estas tres voces —a lo mejor (insisto en la probabilidad)—, pero por encima, nunca. Repito: nunca.
Aquel campanear, en mi puntual conciencia de la vida, se justificaba en ese instante por Tina Suárez Rojas y su Jacintos y galletas (Ediciones La Palma); por Federico J. Silva, con la antología Del vicio solitario y del deseo de compaña nueva (Averso Poesía) y Puerco cuerpo (Ediciones La Palma); y por Pedro Flores, con El increíble poeta menguante, otro florilegio publicado también en Averso Poesía… Por el trío “volcánico” (tiempo ha de esto…), por ellos, en mi ánimo, en mi noción de tres décadas de camino siguiendo sus pasos envuelto en ropajes de lector, de filólogo, de hispanista, de testigo sobre cómo surgieron sus primeras composiciones al alba de los noventa y cómo han acumulado en estos seis lustros transcurridos toda clase de premios y reconocimientos, y admiraciones, y atenciones de especialistas que han hablado de sus productos en obras académicas y en un significativo número de piezas que han visto la luz en los más variados canales culturales y divulgativos.
Entre campanadas, pensé en un «quién lo iba a decir» en boca de muchos que, como yo, no olvidan el recibimiento de entonces a los luminosos vates que tenía delante: con desnortados afectos, impactantes desconsideraciones y prolongados desdenes que venían, precisamente, de homólogos que —como me ocurre con Tina, Federico y Pedro— siempre han tenido y tendrán para mí la condición de grandezas. En medio de ese persistente badajo va, badajo viene, redescubrí el cariz de una inquina entre excelencias que, con sus dimes y diretes, y comprobado el panorama treinta años después como simple destinatario de lecturas recibidas desde una posición externa, desorientada, alejada de las interioridades y las personificaciones, desconocedora de tantas particularidades disociadoras como las que pudo haber, ha favorecido la existencia de admirables surcos paralelos en nuestra lírica, vías florecientes, referenciales, básicas…
Sin los unos ni los otros, reconozcámoslo ahora, en este momento, cuando el primer cuarto del siglo XXI ya va camino de quedarse atrás, no es posible aprehender, desde la perspectiva de lo que nos toca muy de cerca, esa expresión cultural de naturaleza lingüística y amarre místico que, sustentada en el yo —nada más íntimo ni más introspectivo que el género poético—, nos permite reconocernos y contemplar lo que somos a partir de un ego sujeto a lo que fuimos y a lo que, entre recreaciones y aceptaciones, podemos llegar a ser; en otras palabras, filosofarnos, como nos enseñó el maestro Eugenio Padorno.
La tarde en la que fui el único habitante de la Tierra que captó en el campaneo lo que nadie —no por hipoacúsico, sino por hiperinspiración reveladora—, yo también tenía un «gaudium magnum» que proclamar: frente a mí se hallaba la poesía sin más. Aquella era una muestra significativa de la esencia misma que atesora la voz “poética”, una representación del alma que da sentido a lo que ha de ser la lírica y que solo puede adherirse al entendimiento desde su plena conciencia de surgir para una inmensa minoría, una suerte de “plaquette” humana, un grupúsculo que, al margen de estilos, no fundamenta su razón de ser hacia sus destinatarios en la necesidad de manifestarse a través de una escritura críptica, compleja, dependiente de unos conocimientos y unos dominios técnicos muy específicos, con medida, con fondo, con forma, sino en la venturosa convicción de que se contrapone a una abigarrada y vocinglera mayoría que sostiene que redactar en verso es hacer poesía, y que dopar de recursos estilísticos una composición es condición sine qua non para que alguien merezca ser considerado un vate cultísimo (y, según su grado de narcisismo, hasta “cultérrimo”); y que conviene embadurnar de ocurrencias los sentimientos con el fin de engatusar con vacuidades (aunque no sea consciente de que lo son) a unos receptores poco exigentes en materia literaria y con muchas ganas de mostrarse sofisticado en sus aficiones lectoras y de proclamar sin pudor y sin que nadie se lo pida que a-do-ran la poesía y que diariamente —en el desayuno, en la merienda, en el ir y venir en coche, esperando a pagar en el supermercado o a que la pasta vaya cogiendo su punto en el agua hirviendo— dan cuenta de no sé cuántos poemas reproducidos a través de los más variados canales mientras, de tanto en tanto, entre una cosa y la otra, afinan su hedonistas gustos musicales escuchando…, no sé, reguetón, por ejemplo; y canciones que resuelven su profundidad conceptual registrando versos repletos de oclusivas y bilabiales «pimtoreskas», como no tendrían reparo en anotar.
Y me acordé en ese instante, cuando el sonido metálico lo abarcaba todo, de una cita que había releído hacía nada a propósito de una extensa reseña que había compuesto sobre El precio de la verdad, de Jesús Cintora: «Una de las principales clasificaciones que haría en la vida no es entre gente de izquierdas, de derechas o vete tú a saber qué, sino entre buenas y malas personas», y en ese momento pensé que el término “personas” podía reemplazarse perfectamente por “poetas”. La analogía vino a consolidarse con el recuerdo de otra cita, esta vez de Eugenio F. Granell, en una entrevista que concedió a Domingo-Luis Hernández en 1992 para la revista La Página y que se ha reeditado en el recopilatorio El libro de los otros, que en breve se publicará en Mercurio Editorial. Decía el pintor y escritor gallego que «es arte aquella creación artística que permanece en el interés de la memoria de la gente. Lo que la historia se traga (sea pintura, sea poesía…) y hace desaparecer de la atención general no es suficientemente distinguido como para permanecer […] La buena poesía, la buena pintura no pueden pasar desapercibidas para la historia; segregan un dato más no reconocido antes».
Fueron estos detalles los que me permitieron confirmar la singular percepción con la que estaba asimilando aquella escena: tañían las campanas para revelarme nuevamente que delante de mí se hallaban tres grandes de nuestra poesía canaria (y, de paso, hispánica) que, al margen de consideraciones ajenas, habían aportado un dato más a nuestra literatura no reconocido antes. Vi en ellos las tenazas que menciona Pedro Flores en sus “Instrucciones para desactivar a un poeta bomba”, útiles para cortar el cable amarillo (como la gran vaca de “Insomnio”, de Dámaso Alonso) y sujetar con firmeza los extremos a un detonador; un liberador detonador que hará posible que vuele por los aires tanto okupa literario, como los denomina la brillante Elsa López en un esclarecedor y necesario artículo homónimo que sacó en varios medios unos días antes del campaneo y que, con su habitual magisterio y belleza expresiva, habla de los que —entre «tertulias poéticas, congresos de algo y sobre algo, recitales a cuatro voces con cantautora incluida y mesas redondas en bibliotecas y museos de prestigio»— «proclaman sus derechos y añaden que son poetas, narradores o ensayistas porque han publicado un libro y eso les otorga el título de escritores y el derecho al asilo literario».