¿Por qué reprimir y reprimirse ante un torso desnudo, lampiño y esbelto; un ligero cubrimiento de lo que exige la decencia que se ha de ocultar; una sutil posición de la mano izquierda que señala, cual deidad miguelangeliana creando a Adán, la seca marca donde Longino rasgó; una serena mirada que ahonda, sugiere, acoge y ofrece?
¿Por qué imponer e imponerse juicios con prejuicios que, desde la neutralidad, mueven a inferir que meros pretextos son, para aquietar la zozobra, esa obscenidad proclamada que, por más que uno contempla, no atisba en trazo alguno; esa blasfemia incomprensible por más que rebusquemos en el significado de la voz; la inhallable irrespetuosidad, aunque la señalen con teatral mohín de cólera; y, ya puestos, esa para muchos enfadosa “femineidad” que nunca, jamás —se mire por donde se mire— podría argüirse como una razón para rechazar nada en este mundo?
¿Por qué tachar y tacharse de la belleza y de sus voluptuosidades; y de sus manifestaciones espontáneas en nuestro entendimiento; y, en nuestra voluntad, de sus alteraciones e imprevistos?
¿Por qué negar y negarse a reconocer que la atractiva imagen —seductora porque seduce, seduce porque el ánimo cautiva—, que la atractiva imagen, repito, en el fondo no ha hecho más que despertar —del letargo causado por el cilicio— la primaveral ebullición que antaño, cuando la palabra “amor” tenía un sentido más humano, azuzó a la pacata valentía para que, cual venus botticeliana, emergiera el beso inaugural, el que se acompañó —probada la miel de los labios— de muchos otros que ilusionaron y entretuvieron encuentros; y para que la mano, con el salvoconducto de la confianza, la esperanza y el deseo, se depositara suave donde cálida se la esperaba?
¿Por qué culpar y culparse de sentir —tú, indefenso Pigmalión— aquello que la naturaleza ha concedido y que se inhibe por miedo al descontrol de las pasiones; al apetito, al tintineo de la atracción, al deslizamiento hedonista del intelecto que no conoce de credos ni de imposiciones arbitrarias?
¿Por qué silenciar y silenciarse ante la evidencia de que esa mirada amable, esa luz, esa delicadeza resucitadora de la obra transcriben con admirable acierto las tramas de esa llama de amor viva —«que tiernamente hieres de mi alma en el más profundo centro»— de San Juan de la Cruz y de esa teresiana brecha «con una flecha enherbolada de amor, y mi alma quedó hecha una con su Criador»?
¿Por qué ocultar y ocultarse que, en el fondo, a los rechazadores corroe el desestabilizador y comprensible sentimiento de culpa, como el del viudo reciente que inopinadamente se ha inundado por la poesía del enamoramiento al cruzar su mirada con otra persona y que, contrariado, disgustado, molesto ante la coyuntura de dudar sobre la firmeza de su amor llorado, se siente débil y vulnerable?
¿Por qué prohibir y prohibirse por el hecho tan simple como humano de sentir que se es partícipe —involuntario— de aquello que hace tan diferente, tan singular, una obra de los hombres para los hombres que no muestra nada que otras no contengan: paño del Santísimo Cristo de la Expiración de la Hermandad del Cachorro, potencias del Santísimo Cristo del Amor, desnudez de los cristos; victoria absoluta frente a la muerte, sin sangre ni dolor, del resucitado?
Salustiano García Cruz, sobre una divinidad, hizo un divino cuadro que una divina perturbación ha causado, no por lo que refleja —pureza virginal, belleza y bondad platónicas, vital luminosidad—, sino por lo que genera. ¿Qué es arte? Eso, por ejemplo.