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«Operación Ática» de Víctor M. Bello. Un prólogo…

I

Conocí a Víctor Bello en 2016. Ambos estábamos en el jurado del I Premio de Novela Breve “Pancho Guerra” que organizó el Ayuntamiento de San Bartolomé de Tirajana y que ganó Javier Sachez García con la novela Ciudad anatomía.[1] Recuerdo la unanimidad de nuestro criterio a la hora de defender la obra del extremeño y, cómo no, el buen rato que pasamos durante la deliberación. ¿Qué sabía de nuestro autor entonces aparte de que somos casi de la misma edad y de que procede de un lugar tan vinculado con Cervantes como Castro del Río (Córdoba)?[2] Por un lado, que su producción libresca estaba compuesta por libros vinculados a su condición de historiador y archivero que habían tenido una más que sobresaliente recepción dentro de su ámbito de conocimiento;[3] por el otro, que había hecho ya una primera incursión en la literatura con Mateo VI, 33 (Anroart, 2017), una novela que me hubiese gustado editar; y que compartíamos el mismo techo editorial: el que nos proporcionaba entonces y, por suerte para nosotros, nos sigue dando todavía nuestro querido y admirado Jorge A. Liria.[4] Y sabía además que llevaba más de una década trabajando en el archivo del citado ayuntamiento grancanario, un detalle que conviene no desatender con vistas al análisis de este décimo título de la Biblioteca Canaria de Lecturas que nos convoca: Operación Ática. Bengoechea, caso 1.

Cuando a principios de año surgió la posibilidad de hacer la edición del libro, todas estas referencias afloraron de nuevo en mi memoria y fueron decisivas para asumir el reto planteado. Visto el resultado, me alegro mucho de haberlas conservado de cara a una aceptación que ha traído consigo una publicación tan amena como interesante.

Sobre el factor relativo al entretenimiento, poco cabe apuntar que trascienda la constatación de que esta necesidad inherente a cualquier obra libresca, sobre todo si es de ficción, queda satisfecha de un modo más que sobresaliente; al menos, eso es lo que puedo defender desde mi posición.[5] Los caminos del placer lector son inescrutables, pues vienen jalonados de múltiples circunstancias de índole personal: cosmovisión, cultura, ideología, sentido estético, etc. En palabras de Edmund Hussler:

«Mientras las realidades son en sí lo que son, sin cuestiones acerca de los sujetos que se refieren a ellas, los objetos culturales son en determinada manera subjetivos, que brotan del obrar subjetivo y que, por otra parte, se dirigen a los sujetos en cuanto sujetos personales; se les ofrecen, en cuanto útiles para ellos, como instrumentos utilizables por ellos y por cada uno bajo las circunstancias adecuadas; como determinados para su placer estético y adecuados para ello, etc.»[6]

La segunda virtud de la novela señalada, la relacionada con el interés que atesora, proviene de la discreta y precisa articulación por parte de quien estuvo muchos años trabajando en una institución pública del tema principal que se aborda: la corrupción dentro de los organismos encargados de velar por el interés colectivo.

De un modo natural, como si fuera imposible que no se diera la relación, enlacé la lectura de las primeras páginas del original con la sinopsis de su libro Poder y archivos en la administración local canaria que aparece en la contracubierta del tomo, donde se puede leer:

«En este trabajo el autor analiza el modo en que han evolucionado los archivos municipales en Canarias desde la vertiente del poder, poniendo el foco de atención en el modo en que los gobernantes han empleado los archivos y los documentos según intereses políticos y económicos. Manipulación, adulteración, robo y quema de documentos transcurren por estas páginas con la naturalidad con la que se relacionan con la corrupción y las actuaciones del poder en cada periodo histórico desde la conquista de las Islas. Y, quizá, el lector que llegue hasta el final de este estudio concluya que la relación entre los sistemas de poder y la información no ha cambiado tanto como se pretende hacer ver».[7]

Al finalizar la novela, mientras daba forma a este preliminar, volví sobre el mensaje editorial y la cuestión que dio pie a la elaboración de Operación Ática. Para entonces, ya era consciente de que, por un lado, vocablos como “manipulación” y “robo” formaban parte de la esencia argumental del texto; por el otro, que en un capítulo se narra el incendio de la oficina del jefe de Urbanismo del Ayuntamiento de Pasividad, lo que encaja con la anotación «quema de documentos» del referido apunte.

Lo que siguió fue, por decirlo de algún modo, inevitable: me sentí impulsado a revisar el contenido relativo a la actual democracia en la obra que surgió de su excelente tesis doctoral para obtener pistas acerca de la posición de nuestro autor sobre la materia principal del relato y en qué medida interfieren su condición de historiador y archivero en el proceso compositivo de un texto regido por los parámetros de la ficción. Tres piezas significativas extraje de mi lectura de Poder y archivos:

«Los archivos municipales continúan siendo ninguneados en gran medida, tanto a nivel general como en el caso de Canarias, donde se observa un ejemplo flagrante de desobediencia a la práctica archivística que es planteada, aunque someramente, por la legislación tanto administrativa como cultural. La repercusión para la ciudadanía es doble: si por un lado la desinformación y la opacidad están favoreciendo las prácticas corruptas mediante la falsedad y la manipulación de los documentos, por otro son transgredidos constantemente sus derechos al privársele del derecho a conocer cómo se les están gobernando. Además, muchas veces se les priva de un derecho constitucional como es el acceso a los archivos amparándose en el desorden o en la falta de personal que atienda las necesidades del archivo» [362].

«Mientras que en los siglos pasados el documento era manipulado o destruido cuando ya formaba parte del archivo, ya fuese éste el de una oficina o el municipal (proceso de archivar); en la actualidad, el documento es adulterado en el proceso de redacción (proceso de archivación). La consecuencia es que el documento que llega al archivo de este modo puede ser considerados íntegro, identitario y accesible, pero no debe ser considerado auténtico más allá de su valor como testimonio de un hecho delictivo, toda vez que no está libre de adulteración o corrupción como plantea InterPARES,[8] dado que no representa una transacción real, sino manipulada y adecuada a quienes tienen la potestad de producir el documento y con ello beneficiar su estatus económico» [372].

«Los grupos de poder trabajan también favoreciendo la desinformación, que puede ser de dos formas: no proporcionando información o tergiversando la proporcionada. Para mediar en esto, es necesario que el poder controle el archivo, y la apropiación del archivo significa la apropiación de los espacios políticos, sociales y económicos, así como del territorio. De igual modo, su manipulación y destrucción es necesaria para la ocultación de pruebas» [376].

Si nos fijamos en las partes que he destacado en cursiva, veremos la presencia de vocablos significativos: “ninguneo”, “desinformación”, “opacidad”, “corrupción”, “falsedad”, “manipulación”, “adulteración”, “inautenticidad”, “delincuencia”, “tergiversación”, “destrucción”. Todos están en el interior de un gran conjunto que los reúne bajo la forma de un impactante adjetivo: “municipal”.

Tras las consultas, hay una primera conclusión, relativa al estilo de nuestro autor, que cabe formular: que sobre la base de observaciones como las reproducidas y, por extensión, a partir de sus pormenores académicos y laborales, Víctor Bello edifica su escritura de ficción. Ya ocurrió de alguna manera en su anterior novela, Mateo VI, 33 y ahora vuelve a pasar. Es como su sello personal. No puede evitar ser quién es y eso concede a sus escrituras un margen de singularidad que, como lector, agradezco doblemente: por una parte, porque estas referencias aparecen muy bien integradas en el trazado del relato; por la otra, porque consigue dotar a la narración de un componente de veracidad que amplía el radio de acción de lo verosímil. Los males de los archivos reflejan de alguna manera los fallos de un sistema que no funciona porque, en última instancia, no hay interés en sus responsables de que vaya como debería y puede ir; y esa abulia se denomina “corrupción”.[9]

El tema principal de Operación Ática se sitúa en esa apuntada corruptela que invade las entidades encargadas de atender los intereses de la ciudadanía. La podredumbre afecta a bienes materiales colectivos y, lo que es más grave, a los componentes morales y éticos de quienes han de custodiar aquello que es de todos. Víctor Bello, gracias a la extensa e intensa labor que ha desarrollado al servicio de instituciones públicas y a sus capacidades de observación y análisis riguroso, propias de su condición de investigador, ha sabido recoger y fijar acertadamente dónde están las fortalezas y debilidades de un entorno supeditado a unas reglas que a todos nos afectan y que unos pocos pervierten con el fin de adaptarlas a sus intereses.

No son pocas las atinadas observaciones que el narrador y el personaje principal apuntan en la obra sobre esta suerte de depravación de la legalidad. Estos comentarios se dejan caer de manera precisa, sin obstaculizar el normal avance de la trama y sin que se deposite en la conciencia lectora la percepción de que la investigación que da pie al esperado texto de ficción es un mero pretexto, una excusa, un ardid que esconde la voluntad de su autor por lanzar dardos al referente real e inspirador que hay detrás de cada personaje o hecho merecedores de nuestro desprecio. En este sentido, conviene dejar bien claro que nada en la novela, aunque sea de manera indirecta, nos conduce a deducir quiénes son los modelos utilizados por nuestro autor para los que intervienen en el relato o qué acontecimientos judiciales están reflejados en las páginas del libro.

Lo que no se percibe ha de ir de la mano con lo que no se debe decir. Dada la naturaleza de nuestra obra, conviene ir con pies de plomo a la hora de apuntar detalles relativos al avance de las investigaciones de Bengoechea porque se corre el riesgo de dar pistas sobre desenlaces y situaciones que empañarían el placer de la sorpresa. Operación Ática es una novela muy bien dispuesta para el suspense y un desliz informativo, sea del tipo que sea, puede suponer la quiebra de cualquier posibilidad de conseguir el placer lector que da encontrarse con lo imprevisto.

Hay una literatura del “cómo”, una escritura donde lo importante no está en lo que se cuenta, sino en el modo de contarse la historia. Lo que da pie a la narración es secundario, una anécdota de importancia relativa ante la fortaleza de la expresión poética, esa capacidad de moldear el idioma para extraer de él todas las posibilidades comunicativas y estéticas. Y hay una literatura del “qué”, un ejercicio creador centrado en la exposición de una trama que se ha de mostrar coherente en el desarrollo de todas sus partes porque supedita el valor de la comunicación en el final. En la del “cómo”, el trayecto lector lo es todo; en el mero acto de lectura se halla la razón de ser del texto, puesto que no se hace necesaria la conclusión del ejercicio para encontrar lo que buscamos: la razón de ser de ese universo poético que se nos ofrece.

En cambio, en la del “qué”, el viaje adquiere sentido si se llega al destino, donde reside la solución del nudo desplegado. Sin desenlace no hay camino y sí una honda insatisfacción, un largo y prolongado: «Tanto tiempo invertido para nada». Por eso los autores de estas obras deben planificar muy bien cómo han de ser los remates de sus creaciones y los críticos serios, y los que aspiramos a serlo, han de ser muy solícitos cuando hacen sus análisis para no alumbrar aquello que conviene que el lector descubra. La obra que nos ocupa es un claro ejemplo de literatura del “qué”.

II

Ignacio Bengoechea es un inspector de policía que ha sido destinado a una ciudad para resolver un caso. «Sus jefes le habían asegurado que sería fácil: el típico asunto de político al que se le había ido la mano, más un par de funcionarios cobrando comisiones. Coser y cantar, decían que sería». Su destino es Pasividad, «una ciudad tranquila y alegre hasta que todo estalló. Los políticos que la gobernaban eran moderadamente decentes a ojos de una ciudadanía acomodada a depositar su voto cada cuatro años. No exigían demasiadas cuentas a sus regidores, siempre que los impuestos no se desorbitaran y el lucro político, funcionarial y empresarial pasara prácticamente desapercibido». En el nombre de la ciudad reside el de la actitud de sus habitantes.

El inspector no es un investigador como el que habitualmente pulula en las novelas policiacas. Desde el momento en el que asume la obligación de cumplir a rajatabla con la ley, todas sus pesquisas quedan supeditadas a este deber y, en consecuencia, ha de ir con pies de plomo para que no invaliden cualquier acción que lleve a cabo. A medida que avanza la novela, el dilema entre este cumplimiento o su desatención adquiere mayor peso. ¿Se puede resolver el caso yendo por el camino recto o, por el contrario, este Cubo de Rubik solo es posible solucionarlo cambiando de lugar las pegatinas?

El primer caso de Bengoechea, como reza el subtítulo de la novela, es el resultado de las anotaciones sobre los avances de la investigación que el inspector redactaba en un cuaderno que regaló al narrador cuando finalizó el encargo que le había hecho su comisario y que supuso su traslado a Pasividad.[10] El relator (exdrogata, exmúsico, exescritor y exsuperviviente, como se define a sí mismo) conoció al inspector en el Bar Ágape. Pronto simpatizaron hasta el punto de convertirse en un sólido apoyo anímico del inspector. Su perspectiva vital contrasta con la del policía y eso se constata en la proyección que hace de este y de su trabajo a lo largo de esta crónica que el narrador no duda en reflejar lo que es: «Ahora, hechas las presentaciones y esbozados los antecedentes, paso a novela lo sucedido en Pasividad», «Bueno, eso es lo que creo que pensó según deduzco de las anotaciones de Bengoechea, como ocurre con lo que describo…».

Esta voz, aunque conviva con el protagonista y sea la depositaria de la versión de los hechos en los que interviene en no pocas ocasiones, no debe percibirse como la mitad de una dualidad similar a la que mantienen Watson con Holmes, Hastings con Poirot o Madame Maigret con su marido. Tampoco es posible considerar que esa posición le corresponda a su ayudante más próximo, el eficaz Sebas; ni, ya puestos, por eso de una analogía con el referido matrimonio de Simenon, con Ana, su esposa. Bengoechea está solo. Tiene personas que lo quieren y lo aprecian, sí, pero su sensación de soledad (humana, social, profesional…) es constante y la toma de conciencia de su estado lo vuelve apático, pesimista, incrédulo, con poco fuelle y obsesivo con la idea de dejar la policía.

«El domingo por la tarde volvimos a vernos otra vez. Tomamos café y me despedí de Ana. «Me voy contigo», había dicho el inspector cuando oyó decir a su mujer que era hora de marcharse. Ella intentó consolarlo. Argumentó que el final debía estar cerca. Después, lo mejor sería que se tomase unos meses libres y pensara lo que quería hacer con su vida, si de verdad estaba resuelto a dejar la policía.

—No encuentro ningún motivo para no dejarlo ya —respondió él.

—Pues porque no te gusta dejar las cosas a medias —afirmó ella.

—Total, qué más da. Si consigo encerrar a uno, pagará una fianza con el dinero que robó y seguirá disfrutando de su vida mientras se ríe de la mía».

III

La estructura de la novela es llamativa: cinco bloques; el inicial y final sin subniveles; los centrales, con enunciados que no guardan ningún parecido entre sí. Los contenidos del segundo se distribuyen en seis capítulos identificados con números; los del tercero, en cinco nombrados con sustantivos asociados en su mayoría a cualidades; los del cuarto, con cuatro denominaciones de casos policiales.

Esta disposición casa con un interés por trasladar al lector los diferentes cambios en los que se va desarrollando la investigación policial que lleva a cabo Ignacio Bengoechea; modificaciones que no se circunscriben exclusivamente al ámbito de las averiguaciones, sino al estado anímico del poco brillante inspector, que le lleva sembrar sus intervenciones de dudas, conflictos, replanteamientos… Eso es lo que parece trasladar la distribución de la materia novelesca; de ahí que la considere un acierto, pues recoge las percepciones de su narrador. Frente a un relato organizado en torno a capítulos con un enunciado uniforme en sus criterios denominadores, que traslada la sensación de progreso estable de la narración, de avance de la lectura con una cadencia más o menos armónica hasta que se produce el desenlace, está la propuesta de Operación Ática, que puede connotar de entrada, viéndolo en la tabla de contenidos que hay nada más traspasar el límite de la hoja de créditos, una alteración de esa fluidez que, de alguna manera, se espera que tengan las obras asociadas al género de la investigación de hechos delictivos.

Esta manera tan particular de distribuir la materia novelesca es proporcional en su carácter distintivo al enfoque que el autor da a una historia que logra no sujetarse al encorsetamiento que muestran muchas obras afines dentro del género literario en el que cabe encuadrar Operación Ática. Creo que en la novela que nos convoca hay algunos rasgos que, sin que sean exclusivos de este título[11] y dejándolos al margen de sus logros como texto lúdico, merecen ser destacados. A mi juicio, a la hora de fijar los méritos de esta propuesta literaria que nos hace Víctor Bello, justo es que se reconozca el valor que tienen.

Entre los aciertos, quiero subrayar uno que, quizás, desconcierte: que no ocurre nada excepcional en el libro; y que a pesar de que los hechos no son llamativos ni sugerentes, al menos para mí, la lectura fluye con una asombrosa facilidad. No pasa nada que no sea familiar. Todo parece conocido y ahí, en ese matiz, esta una clave del título: por mor de mi intoxicación de la realidad, no me pareció inhabitual ni rara la existencia de esa corrupción de los servidores públicos en forma de desajustes contables, sobrecostes, inversiones ruinosas, desvíos de capital, robos, manipulaciones… y un largo listado de sustantivos como los que extraje de la lectura de Poder y archivos. Tengo tan asumido que esto se da de una manera tan frecuenta y extendida que mi posición de lector de ficción se vio muchas veces subvertida por la de quien hace lo propio con un reportaje periodístico, una columna de opinión o, en según qué momentos, una exposición divulgativa.

A mi juicio, ahí radica el particular encanto de la novela. Hablar de lo que uno sabe o entiende que sabe, plantear juicios y observaciones con los que se está de acuerdo a priori y conseguir, aun así, que la lectura progrese, que enganche y que, en determinados pasajes, gracias a alguna deducción o conclusión del inspector, logre el texto impresionarnos sacándonos de esa zona de confort a la que nos ha acostumbrado desde el principio debe reflejarse en la casilla de los aspectos más positivos de la novela. Que lo excepcional sea que no ocurre nada excepcional entiendo que debe resaltarse convenientemente porque la carencia de elementos inusuales en la narración no se traduce en un texto aburrido, lento o estático, a pesar de que no estamos ante una historia que se caracterice precisamente por su acción.

Otro curioso valor que detecto está en los personajes, que parecen envueltos en las mismas características apuntadas para los hechos narrados. No destacan. No evolucionan. No terminan de estar completamente redondeados, pero aun así encajan a la perfección en las páginas del libro. No molestan, no irritan, no mueven a preguntar «¿qué pinta este personaje aquí?». Están, cumplen bien con su función, ayudan a que el relato progrese y tienen un potencial que aún queda por descubrir y que, deduzco, en los futuros casos 2, 3, 4, etc., del inspector se mostrarán sobradamente.

Aunque los protagonismos de Bengoechea, Sebas y el narrador destaquen en la obra, y el valor de las presencias de Hierro, Wagner y el alcalde sean incuestionables, mi impresión es que ninguno de los señalados posee una personalidad lo suficientemente sólida como para cargar sobre sus espaldas el peso connotativo del relato. Esta circunstancia permite centrarnos en el tema y en cómo se busca la manera de esclarecer unos hechos punibles. Hay una suerte de equilibrio participativo entre quienes han de conducir el relato hasta el destino. De esta consonancia se obtiene una cohesión que, al terminar la lectura, no he podido dejar de equiparar a la de una orquesta interpretando una de esas tantas sinfonías que conservo en mi memoria y que felizmente me han acompañado durante muchos años sin que llegue a saber de manera cabal cómo se han asentado en mi conciencia estética, pues solo las recuerdo mientras las escucho, que es cuando reparo en que todos los instrumentos están subordinados a un bien mayor con independencia de la duración de su actuación o de la posible relevancia de los acordes atribuidos: la hermosa pieza musical a la que dan vida.

Operación Ática es, llegados a este punto, una complaciente sinfonía que logra plenamente el que su lectura sea una más que recomendable actividad: por un lado, porque estamos ante una obra muy entretenida[12]; por el otro, porque Víctor Bello ha conseguido que el tratamiento sobre el tema abordado y todas sus derivadas, articuladas alrededor de observaciones y reflexiones puntuales, sea exquisito y prudente. No ha caído en la tentación de buscar gratuitamente el sensacionalismo o la provocación encubierta. Sabe nuestro autor, y su experiencia académica y laboral se lo han demostrado, que «la verdad es la verdad, dígala Agamenón o su porquero», como le dice Juan de Mairena a sus alumnos.[13]


[1]. Por razones editoriales, se cambió el título de la novela a Manual de pérdidas [Mercurio Editorial, 2017], consolidando en el enunciado el significado de ‘compendio sustancial de una materia’ junto con el de las consecuencias de la enfermedad neurodegenerativa que padece el protagonista, Abdón.

[2]. Aquí, como comisario de abastecimientos de las galeras del rey, mandó encarcelar en 1587 a un sacristán que no quiso colaborar con la aportación que le correspondía, lo que le valió su segunda excomunión; y fue arrestado por el corregidor de Écija por venta ilegal de trigo en 1592. Para algunos cervantistas y cervantófilos, fue en esta ciudad cordobesa, mientras está encarcelado, cuando comenzó a esbozar Cervantes la figura del célebre hidalgo manchego. Sustentan su tesis en el hecho de que los títulos de la biblioteca de Alonso Quijano son anteriores a esta fecha.

[3]. Entre otros: Allende las columnas. La presencia cartaginesa en el Atlántico entre los siglos VI y III a.C., que fue su tesina, y El hilo de Ariadna. Guía de procedimientos para la adecuación y puesta en servicio del Archivo Municipal, ambos de 2005; El conocimiento y la posesión. Fundamentos del caciquismo en San Bartolomé de Tirajana (Gran Canaria) a través de las fuentes documentales (siglo XIX), hecho al alimón con Felipe Martín Santiago y publicado en 2006; Historia de los archivos de Canarias, de 2009, que hizo junto con Enrique Pérez Herrero; y, por no alargar más la enumeración, de 2015 es su Poder y archivos en la administración local canaria (siglos XV-XXI), que fue su tesis doctoral, defendida dos años antes, y que recibió el máximo reconocimiento del tribunal por ser el primer trabajo de esta naturaleza que se hace en Canarias. Salvo la última referencia, que vio la luz en Mercurio Editorial, el resto se publicó en Anroart Ediciones.

[4]. Casi todas nuestras publicaciones forman parte de los catálogos editoriales de Anroart Ediciones, Beginbook Ediciones y, actualmente, de Mercurio Editorial. En este último sello, publicó, tras el referido certamen, El archivo: poder, familia y derechos humanos (2017), Traspaso de las Islas Canarias al Conde de Niebla… (2018) y Archivos para gobernar el mundo (2020); en Beginbook Ediciones, en 2020, Del uno al otro confín, una serie de relatos breves que representan su segunda incursión en la narrativa de ficción.

[5]. Clive. S. Lewis, en su célebre La experiencia de leer (1961), hace una interesante observación sobre el término “entretenimiento”: «Si se refiere a las cosas que “atrapan” al lector de novelas populares —el suspense, la emoción, etc.—, entonces yo diría que todo libro debería ser entretenido. Un buen libro será más entretenido, nunca menos. En este sentido, la capacidad de entretener al lector constituye una especie de prueba de calidad. Si una obra literaria no es capaz siquiera de brindar entretenimiento, no necesitamos seguir examinando sus méritos de mayor rango. Pero, desde luego, lo que “atrapa” a un lector puede no atrapar a otro. Allí donde el lector inteligente suspende la respiración, el corto de alcances podrá quejarse de que no sucede nada».

[6]. La cita de Hussler se ha obtenido a través de la referencia El acto de leer de Iser Wolfgang [Taurus, 1987, pág. 241].

[7]. Destaco en cursiva aquello que me interesa para mi argumentación.

[8]. Acrónimo de International Research on Permanent Authentic Records in Electronic Systems (Investigación Internacional sobre Registros Auténticos Permanentes en Sistemas Electrónicos). Es un proyecto que tiene como objetivo el desarrollo de conocimiento esencial para la preservación a largo plazo de los registros auténticos creados y / o mantenidos en forma digital y proporcionar la base para estándares, políticas, estrategias y planes de acción. capaz de garantizar la longevidad de dicho material y la capacidad de sus usuarios de confiar en su autenticidad. Véase su web: www.interpares.org.

[9]. Según el DRAE: «1. f. Acción y efecto de corromper o corromperse. / 2. f. Alteración o vicio en un libro o escrito. / 3. f. Vicio o abuso introducido en las cosas no materiales. Corrupción de costumbres, de voces. / 4. f. En las organizaciones, especialmente en las públicas, práctica consistente en la utilización de las funciones y medios de aquellas en provecho, económico o de otra índole, de sus gestores».

[10]. Conviene aclarar que la finalización del encargo no debe presuponer que el caso se resolvió. Si se consiguió o no determinar los culpables es una labor que le corresponde al lector averiguar.

[11]. Nada nuevo bajo el sol hay, y en literatura mucho menos.

[12]. No olvidemos que ese es el principal objetivo de las obras de ficción.

[13]. Aunque sea posible que el propio Agamenón y el citado porquero no lleguen a estar de acuerdo. [Antonio Machado, Juan de Mairena (sentencias, donaires, apuntes y recuerdos de un profesor apócrifo), 1936].