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Parlamento fallido

En principio, así se deberían desarrollar los hechos: un conjunto de individuos elegidos por los ciudadanos y apiñados por su ideología se reúnen en un lugar común para debatir y acordar la puesta en marcha de medidas que contribuyan a mejorar la vida de sus electores. En las reuniones, un representante de cada grupo toma la palabra para defender la posición de los suyos y tratar de convencer al resto de los presentes que no son afines sobre la conveniencia de votar a favor de lo que propone. Es así de simple. ¿Que cómo “trata de convencer”? Pues por medio de las palabras, que son sometidas a cuantas técnicas retóricas sean posibles con tal de obtener un discurso efectivo hasta conseguir que los destinatarios se cuestionen su postura y terminen inclinándose a favor de la contraria. El mejor orador debería movilizar la voluntad de los que no pertenecen a su colectivo; y el peor, ser castigado con el rechazo de los que, en principio, han visto en él a su portavoz. Así deberían darse los hechos porque la casa común que los acoge se rige bajo la influencia del verbo “parlamentar”, que da pie a otro fundamental para todos nosotros: “decidir”. En un estadio, los verbos son “jugar” y “entretener”; en un restaurante, “cocinar” y “comer”; en un instituto, “enseñar” y “aprender”; en un encuentro de representantes públicos, “parlamentar” y “decidir”. Sencillo, ¿verdad?

En la actualidad, toman la palabra en las cámaras, asambleas, corporaciones, consejos, parlamentos… auténticos maltratadores del idioma: asesinos de la coherencia, depredadores de la cohesión, destructores de la adecuación, adoradores de perogrulladas, fanáticos de la hipérbole, zascandiles de la claridad y enemigos declarados de la buena literatura. Y a estos criminales de la noble persuasión le siguen otros cuyos adornos no son menores a los enumerados: los destinatarios, que son peores cuanto más próximos al vocinglero de turno sean. Creo que en pocos lugares de la civilización habita la estulticia en un grado tan elevado como en estos receptores, que asumen su condición mostrando un talante absolutamente borreguil. A la orden del cabrero de turno, aplauden como les dicen que lo hagan, interrumpen groseramente la intervención de los representantes ajenos, dejan de mostrar su zafiedad, reproducen argumentarios, etc. ¡Cuánto odio hacia lo que es y representa la comunicación! ¡Cuánto desprecio hacia el único don que tenemos los humanos: nuestra inteligencia!

La gravedad de lo que apunto no hay que situarla en el hecho de que un proceso comunicativo se ha visto afectado por el problema circunstancial de alguno de sus elementos (emisor, receptor, mensaje, canal, código…), sino en que el colapso se da en todos sus componentes de manera voluntaria. El parlamento, como símbolo en este escrito de los espacios de representación pública, no falla porque no haya nada que decidir, sino porque, habiendo tanto en lo que ponerse de acuerdo, no sirven las palabras para asentar ningún convencimiento que lleve a consenso alguno. El que unos hagan fingidas manifestaciones de entusiasmo ante las sosas, irrelevantes e irracionales intervenciones de sus portavoces no deja de ser una señal de hasta qué punto el postureo hace mella en lo que ha de ser un lugar donde la palabra debería servir para inclinar la balanza de las decisiones hacia un lado o hacia otro. No une el verbo, sino la mercadotecnia asociada al egocentrismo. ¡Cuánto “yo, el supremo”!

El ex Presidente de Gobierno Leopoldo Calvo Sotelo, que está a muchísima distancia de mis convicciones ideológicas y de mi pensamiento político, apuntaba en su interesantísima autobiografía Memoria viva de la Transición (1990) algunas observaciones sobre el lamentable nivel lingüístico de quienes estaban compartiendo con él labores de representación pública que no puedo más que suscribir y reconocer como certeras. Esto decía:

«[…] Pocos ministros se preocupan no ya de escribir con alguna voluntad de estilo, sino simplemente de redactar poniendo en buen orden sujeto, verbo y predicado. Casi ninguno tiene de verdad amor al lenguaje. El lenguaje para el político es una Celestina, y a nadie se le ocurre que a Celestina haya que amarla; a quien hay que amar es a Melibea.

No fue así en otros tiempos, cuando había detrás de cada político un escritor frustrado. Hemos perdido el gusto por la expresión justa, y no digamos el gusto por la expresión bella. Hacen bien los Académicos de la Española en fustigar la lengua que hablan los ministros, o la que usan los diputados y los senadores. La Gaceta de Madrid fue alguna vez un periódico bien escrito; ya no lo era el Boletín Oficial en el que yo escribí durante siete años. Nuestro tiempo registra una pérdida penosa del verbo político. A los ministros no les importa ya escribir bien, no les parece que sea útil para un político cuidar su expresión escrita.

En mis años de Gobierno tuve un vago afán, que no perdí nunca, de hablar y de escribir correctamente. Ahora aquel cuidado me parece enfático e ingenuo: pero entonces no podía soportar que la voz del Gobierno fuera imprecisa o incorrecta, y no pasaba por la mala sintaxis de las notas que hacían algunos ministros; la corrección última me traía trabajo y disgustos. […]

Comprendo ahora que mi insistencia en el cuidado formal de las notas oficiales fue excesiva, y comprendo también que desatara contra mí el humor de los ministros. A Pío Cabanillas le parecía una imprudencia y un disparate expresar con claridad la opinión del Gobierno. Muchas horas sobre textos matemáticos me habían acostumbrado a la claridad y a la concisión, virtudes que están muy contraindicadas en el ejercicio de responsabilidades públicas. Ahora pienso que Pío tenía razón.

Porque hay que decir que, si los políticos no cuidan el lenguaje, tampoco los electores les piden ese cuidado. Ni los electores ni, apenas, los comentaristas. Hoy nadie espera de un ministro o de un diputado una pieza literaria, ni un argumento bien trabado, ni una lógica persuasiva. ¿Qué es lo que se espera entonces del hombre público? Se espera que comunique bien. “Felipe González es un buen comunicador”, hemos leído muchas veces en los últimos años. Y ¿qué comunica Felipe González? ¡Ah! Eso no importa. Lo importante no es lo que se comunique, sino que el político comunique bien. El verbo comunicar se ha hecho intransitivo y no necesita un complemento directo. […]

La falta de verbo ha sido una característica del Parlamento, sobre todo en la última Legislatura. Cuando aprobamos el primer Reglamento del Congreso se perdió, por muy pocos votos, un artículo que prohibía a los diputados leer sus intervenciones en la tribuna. Fue una pena. Desde entonces todos hemos abusado de las intervenciones leídas. La entrada de la televisión en el hemiciclo ayudó un poco a la expresión directa: pero el tono se hizo más coloquial, y el debate parlamentario, ya antes muy pobre, dejó paso a la yuxtaposición de soflamas dichas sólo para la pequeña pantalla. Por eso el hemiciclo ha llegado a ser un lugar tan aburrido. […]».

Entre los años 1975 y 1987, aproximadamente, se desarrolló la vida política de Calvo Sotelo. El panorama que puede leerse en lo que atañe al asunto que nos convoca es lamentable. Destaco ese señalamiento hacia los males que había ocasionado la televisión porque, mirando nuestros días, no puedo evitar preguntarme por qué diría ahora cuando es internet quien dirime contiendas de popularidad y valía en función del nivel de atontamiento de los destinatarios.

Si nadie es capaz de convencer al adversario porque nadie está dispuesto a dejarse convencer por los argumentos ajenos, ¿para qué sirve un parlamento? ¿Para qué reunir a un grupo de adultos, supuestamente capacitados para dialogar y exponer argumentos, si vienen con tantos prejuicios que anulan lo que diga el contrario? ¿Para qué dar la palabra a quienes no saben utilizarla y dejar que la escuchen quienes carecen de voluntad por atender? ¿Para qué…? ¿Para aquilatar el doble grado de irritación de los electores: por lo que cuesta mantener a los “incomunicadores” y por la declarada mala educación que demuestran y que reivindican estúpidamente apelando a que en otros países la situación es análoga? Justificar lo injustificable porque otros también lo hacen es de un infantilismo atroz, pero… es lo que hay y lo que, sin darnos cuenta (o sí, no sé muy bien qué pensar), hemos aceptado que haya.

Ahora mismo, se llegarían a muchísimos consensos reduciendo el mal llamado parlamento (cámara, asamblea, consistorio…) si a cada representante o portavoz se le dieran unas fichas de colores para que se las intercambiaran entre ellos en función de sus estrategias. ¿Que hay que aprobar una ley educativa? Pues, evocando los colores de Reservoir dogs de Tarantino, sentamos en una mesa al señor o señora rojo (120 fichas), al azul (80 fichas), al verde (52 fichas), al morado (35), etc., y que se pongan de acuerdo mercadeando apoyos: «te doy dos fichas si quitas esto y esto», «pues yo no te doy las mías porque…», «pues yo sí, y te doy cuatro más»… El aspecto de la reunión sería como el de una ruleta; y el valor de la democracia (tristísima, penosísima, dolorosísima conclusión) no sería muy distinto al que ahora mismo hay. ¿Ventajas? Nos saldría todo más económico y nos evitaríamos la vergüenza de contemplar cómo suben a la tribuna patanes maltratadores de la lengua y, por extensión, del pensamiento y el raciocinio, y cómo, al otro lado, hacen ver que escuchan auténticos macarras desconocedores de la cortesía y los buenos modales. La palabra “democracia” es muy hermosa, mucho más que cualquier otro símbolo que se quiera imponer porque tras ella vienen términos como “consenso”, “progreso”, “cordialidad”, etc. Por eso enfada ver cómo la manchan quienes dicen defenderla.

Y sí, vale, ya lo sé, es una bobería lo que acabo de proponer. Una soberana tontería lo de las fichas. Lo sé, repito; pero, ¿qué quieren que les diga? Soy votante y, en consecuencia, aunque me avergüence o irrite profundamente reconocerlo, tengo una parte alicuanta o alícuota de responsabilidad de lo que contemplo diariamente en los foros donde se decide nuestro presente y, a corto y medio plazo, nuestro futuro.