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Del tiempo, abcisa. De siniestra a diestra: tramo del porteador

I. Aquí dejo la carga, aquí, en el camino, en este camino que me ha tocado recorrer y que he recorrido como buenamente he podido, sin grandes éxitos y sin desgracias notables, sin haber hecho nada que otros no hayan hecho antes y sin haber asumido más riesgos que los propios de la supervivencia. En este camino, que pudo estar en otro lugar o en otro instante del devenir humano, consciente de que nadie la va a recoger, dejo la carga. Aquí, donde he decidido depositarla por escrito para siempre, donde asumo que renuncio a formar parte de la carga de ninguna descendencia que habría de sucederme si otras hubieran sido las circunstancias y las decisiones.

He descubierto cuánto pesa. Mucho. También me he dado cuenta de la encubierta responsabilidad que conlleva no seguir sosteniéndola sobre mis espaldas. Ahora, en estas notas, verbalizo mis hallazgos declarando mi voluntad: dejarla, librarme de mi condición de porteador.

Dejo así de ser eterno, de caminar desde el principio. Llevo demasiado tiempo en la Tierra. Desde los orígenes del primer erguido he estado. Muchos dioses hasta llegar a donde estoy ahora, aquí, con el horizonte crepuscular limpio.

II. Con la vida me pagaron al darme la carga. Eso dicen. Yo no las pedí: ni la carga ni la vida. Vinieron y las acepté. Las he llevado de la mejor manera que he podido. No me he desviado por caminos perniciosos ni he ocasionado que otros porteadores lamentasen haberse encontrado conmigo; no, al menos, hasta el punto de maldecir su mala suerte por el choque circunstancial. Eso creo. No lo sé. A lo mejor estoy equivocado.

He caminado en todos estos años. Hacia adelante. Se sobreentiende. He caminado mirando lo que hay al otro lado de la ventana, tras el cristal, desde el refugio; aunque a veces, cuando no era ventana, sino espejo, me he mirado hacia atrás. ¿Se sobreentiende?

Confieso que, en ocasiones, me hubiese gustado retroceder algún trecho, sobre todo cuando me he adentrado en tramos difíciles de transitar [tr, tr, tr, tr]; pero, de una manera u otra, he podido sortear las complicaciones que han aparecido. Eso sí, hay que reconocer que sin geniales soluciones ni estrategias admirables. Como es lo debido, lo inesperado se ha resuelto como se ha podido. Las querencias poco importan en los conflictos. El azar ha hecho su parte, sin duda alguna. Debo reconocerlo. El caso es que he seguido andando en todo este tiempo sin dejar de mirar al horizonte, que es la consigna recibida cuando depositaron la carga donde la he llevado hasta ahora mismo, cuando hago oficial la renuncia.

Hay veces en las que he compartido mis pasos con otros porteadores. Algunos tenían muy asumida la necesidad de entregar lo que llevaban al que esperaban encontrarse más pronto que tarde, quizás porque sentían la obligación de atender a la mentada responsabilidad; otros, en cambio, como yo, habían asimilado que también dejarían la carga en el camino. A todos los he contemplado con la misma actitud neutra: sin alabanzas ni censuras. Cuando me detenga, unos y otros seguirán llevando encima el peso que les corresponda; deberán caminar como puedan y como intuyan que deban. Repito: sin alabanzas ni censuras.

No sé cómo será el instante de ese: «Hasta aquí hemos llegado». Sé que, como no entregaré mi carga a nadie, la sensación de final absoluto será más intensa. Como no sé cuándo ni cómo será, no me preocupo por ello. Lo importante, anunciar que la carga queda atrás, ya se ha dicho.

Sigo caminando en las respiraciones de mi día a día y en las contemplaciones de todos los otros lados a través de todas las ventanas que frente a mí tengo; ventanas que, lo reconozco, en ocasiones no dejan de ser espejos en los que mirarme y permitir que me miren.

III. «Y en el fondo de todo, reconozcamos que nuestra pútrida simiente no debería haberse fecundado durante tantos cientos de años, miles y miles, y que deberíamos haber desaparecido mucho antes o, mejor, no haber existido porque nos arrastramos día tras día y nos aferramos a una esperanza no declarada que no existe y, lo peor, que nunca ha existido. De ahí que el acto más generoso sea la desaparición, la expresión fiel y escrita de que la humanidad no sirve en realidad para nada, que las distracciones son momentáneas y que las virtudes retóricas de los dioses, las explicaciones fantasiosas sobre el universo, las estúpidas convicciones sobre la vida eterna, son la mejor manera de pasar los días de una existencia que no es mucho mejor que la del más inmundo de los insectos. ¿En qué se basa nuestra diferencia? ¿En atender cómo se venden las posibilidades? […]», pienso mientras veo a través de la minúscula ventana de la ambulancia cómo se queda atrás todo, como yo, y cómo me he sentido por un instante como el astronauta que en su nave mira en una ventanita la estrella remota que solo existe en complicadas operaciones matemáticas sobre la intensidad luminosa, pero que jamás será alcanzada ni podrá demostrarse empíricamente hasta qué punto lo que el papel recogía se corresponde con la verdad. El mundo a través de mi ventana ahora solo es teórico. Existe porque dicen que así son las carreteras, y los vehículos que nos flanquean, y el mar, y la potabilizadora, pero ya no alcanzo a darles más veracidad que la que me merece cualquier objeto del universo observable.