ISBN: 978-84-943366-5-2
Cuando me sosegué de los funestos pensamientos, tomé la determinación de buscar a este cuarto amo que había recreado de manera tan macabra. Mis buenas vecinas me encaminaron hacia quien reconocieron como un “pariente” suyo, un fraile que pertenecía a la Orden de la Merced. Por las comillas sabrá que nada consanguíneo tenían con este gran amigo de las mercedes que la buena vida concede a los seglares, pues de ninguna se privaba.
De pocas misas y muchas mesas fuera del convento, tantas que no pocos zapatos rompimos por andar de acá para allá. Más que mercedario, era un mercenario rendido a los placeres terrenales. Como su impenitencia era tanta y no escasa mi penitencia por el trote al que me sometía —además de por otras cosas que no vienen al caso contar— opté por abandonarle.
Pronto di con el quinto, que era tan desenvuelto y desvergonzado como el cuarto, pues se dedicaba a distribuir bulas y recaudar el producto de la limosna que daban los fieles. Por los calificativos que le doy ya se podrá imaginar cómo ejercía su labor de bulero.
Cuando llegábamos a un lugar para iniciar la venta, recuerdo que lo primero que hacía era presentarse a los clérigos o curas en calidad de comisario para ofrecerles algunos regalos. Aunque no eran cosas de mucho valor (alguna lechuga, unas naranjas, unos pocos melocotones…—cosas de poca sustancia, como podrá comprobar—), lo cierto es que estos dones solían facilitar en el ánimo de los receptores la predisposición necesaria para favorecer el negocio. Y la mejor manera de franquear las puertas de esta empresa era que los religiosos convocasen a los feligreses para que tomasen la bula.
En su negocio era, sin duda, el mejor, pues sabía siempre qué hacer para salirse con la suya: si no era posible por las buenas, que lo fuera por las malas; lo importante era colocar la mercancía espiritual en las manos de quienes, atentos a su salvación, estaban dispuestos a pagar por ella.
Para que vea hasta dónde llegaba su determinación y capacidad mercantil, le relataré un caso que con él viví en una comarca de Toledo. Recuerdo que llevábamos en aquel lugar tres días y mi amo, el comisario, no había logrado vender bula alguna. Para alguien acostumbrado al Veni, vidi, vici, esta situación hacía que se subiese por las paredes. Nunca lo había visto tan enfadado ni tan impotente, pues no daba con la fórmula para franquear la escasa voluntad de los lugareños para adquirir algo que tanto beneficio les reportaba.
Harto de la situación, tomó un decisión que consideré propia de quien se daba por vencido: convocar a todo el pueblo en la iglesia a la mañana siguiente para despedirse de los feligreses y recordarles lo necesaria que era la bula. Esa era, me dijo, su voluntad. Pasaríamos lo que quedaba de jornada de la mejor manera posible y, al día siguiente, se haría lo indicado; después, abandonaríamos el pueblo.
Por la noche, después de la cena, mi amo se fue a jugar a las cartas con el alguacil en un lugar apartado de la posada donde nos habíamos quedado durante nuestra estancia en tan descreída tierra, como a mí me lo parecía.
No sé qué pasó, por qué ni cómo, el caso es que al rato empecé a oír gritos e insultos entre ellos: «Ladrón», decía uno; «Falso», el otro. De las palabras pasaron a los hechos y, en un visto y no visto, allí estaban los dos con sus espadas en lo alto y dándose furibundos sablazos. En un primer momento, cuantos contemplábamos la feroz imagen no sabíamos qué hacer; mas luego, cuando se dio ocasión para ello, logramos separarlos y apaciguar la contienda, aunque no las malas palabras con las que se injuriaban ni la mala fortuna que se deseaban.
Finalmente, terminó por abandonar la posada el airado alguacil y mi amo se quedó en ella con mucho enojo; y en mí no cabía otra expectativa que pasar el trance de aquella noche lo antes posible, zanjar el trámite previsto e irnos rumbo a otro sitio tan pronto como concluyese el acto.
Llegó la mañana y salimos para la iglesia. Mandó mi amo tañer a misa y esperó a que el templo se llenase para comenzar su sermón. Mientras iban llegando los feligreses, yo, situado discretamente, oía cómo muchos iban murmurando sobre la falsedad de las bulas que vendía mi amo; y cómo había sido el alguacil el que había descubierto la trampa, y que por eso tuvieron la agria discusión de la pasada noche. Esto, señor, me parecía entonces una grave e injusta acusación, pues no dudaba de lo que mi amo vendía.
Estas habladurías generaban una particular animadversión hacia mi amo y sus bulas por parte de los que iban acudiendo a la iglesia; aun así, todos cumplieron con su obligación de estar donde debían tras la llamada de las campanas.
Cuando se llenaron los bancos, el comisario se subió al púlpito y comenzó su sermón de ánimo a los feligreses para que no renunciasen al bien y la indulgencia que la santa bula podía concederles. Aunque no estaba ante el mejor auditorio, lo cierto es que mi amo hablaba con tanta cordura y poesía que era casi imposible no sucumbir a sus palabras.
Estando en lo mejor del sermón, entró en el templo el alguacil. Todos nos quedamos petrificados con su aparición. Se persignó, se arrodilló en actitud de oración, musitó unas inaudibles palabras, volvió a persignarse, se levantó, echó una mirada a su alrededor y, con voz alta y pausada, comenzó a decir:
Alguacil: Buenos hombres, oigan lo que tengo que decirles, que tiempo tendrán luego de oír lo que deseen. Yo vine aquí con este echacuervos que les predica. Me propuso que le ayudase en este negocio de venta de bulas, que luego nos repartiríamos las ganancias. Sus palabras me sedujeron, como la serpiente a nuestros primeros padres, y caí en el pecado de la avaricia; mas Dios, que no desampara a sus hijos, me ha abierto los ojos y me ha mostrado el daño que haría a mi conciencia y a las haciendas de todos ustedes si seguía adelante con el embuste. Como estoy muy arrepentido de haber participado en esta industria, en este santo lugar declaro que las bulas que predica este embaucador son falsas. No las compren ni crean nada de cuanto pueda decirles este…
Señalaba con dedo acusador a mi amo mientras algunos hombres que allí estaban se habían levantado para sacar al alguacil de la iglesia y evitar así que, en tan sacro lugar, lo que ya era un escándalo pasase a males mayores; mas mi amo, con ostensibles movimientos, mandó que no lo echasen del templo y que le dejasen decir cuanto quisiese. Prosiguió el alguacil:
Alguacil: No compren estas falsas bulas, no crean a este estafador. A ese que les señalo denuncio por ladrón. Cuando la justicia le prenda, ustedes son testigos de que hoy, aquí y ahora, les he desengañado ante este rufián declarándoles su maldad en esto. De muchas fechorías más podría hablarles, pero de momento ya es suficiente.
Acabó el alguacil. El templo quedó en el más absoluto silencio. El comisario, el acusado, el bulero, el…, mi amo, en suma, se quedó mirando fijamente a quien le había incriminado. Nada se movía. Todo estaba en suspenso. De repente, veo cómo mi señor se hinca de rodillas, alza sus manos y, mirando hacia arriba, declama:
Comisario: Señor Dios, nada se esconde de Ti, pues todo ante Ti se manifiesta; nada para Ti es imposible, pues Tú todo lo puedes. Mi Señor, que todo lo ve y todo lo puede, Tú sabes la verdad, Tú sabes cuán injustamente estoy siendo afrentado y, como siervo tuyo que soy, con cuán gravemente se está afrentando a tu grandeza. A quien me afrenta perdono porque Tú, Señor, me has perdonado y me has enseñado que, a quien no sabe lo que hace ni dice, antes debo atender con clemencia que con castigos; mas te pido y suplico que la afrenta, la injuria, el agravio, el ultraje, la ofensa, el oprobio, la ignominia… a Ti hecha no pasen desapercibidos, pues ninguna mancha te es propia. Mi Señor Dios, por culpa de ese emponzoñador, cuántos han creído que estas santas bulas eran falsas y se han perjudicado por no atender a que en ellas estás Tú. Y para que sepan que no miento, te pido, oh Señor, que obres un milagro: si son ciertas las acusaciones de ese hacia mí, que este púlpito se hunda conmigo y que bajo tierra quedemos enterrados para siempre; mas si miente y, por culpa de ello, ha privado a los presentes del bien de estas bulas, que sea castigado por su maldad, pues, sin duda, ha sido el Diablo quien le ha sugestionado.
Apenas había acabado su plegaria mi amo, cuando se desplomó el alguacil al suelo y comenzó a bramar, a echar espumarajos por la boca, a hacer visajes con el rostro, a mover de manera caótica pies y manos, a retorcerse como un poseso en el piso… Todo ello mientras mi amo, en silencio, seguía de rodillas, con los brazos en alto y mirando hacia arriba.
Ya se puede imaginar la escena, señor. El estruendo y las voces de los presentes eran tan grandes que no se oían unos a otros. Muchos, espantados y temerosos estaban; otros, persignándose una y otra vez, rezaban; algunos afirmaban: «El Señor le socorra y valga»; y otros le condenaban: «Está bien lo que le ocurre, pues ha levantado falsos testimonios»; finalmente, algunos que allí estaban, y a mi parecer no sin miedo, se acercaron al alguacil y trataron de reducirlo como pudieron mientras este daba puñadas a diestro y siniestro, y coceaba como la más recia mula.
Y mi amo…, pues ya se lo puede imaginar: en el púlpito, de rodillas, con las manos y los ojos puestos en el cielo y transportado en la divina esencia. La barahúnda que había en la iglesia no era suficiente para apartarle de su mística contemplación.
Quienes trataban de parar al alguacil comenzaron a dar voces para que mi amo volviese en sí e hiciese lo posible por salvar a aquel miserable que entre sus brazos se retorcía. Le pidieron que se olvidase de la ofensa, pues ya había sido castigado suficientemente el pecador. Dieron la razón al bulero en todo y la mentira del acusador reconocieron.
El comisario, como quien despierta de un dulce sueño, los miró; se fijó en el ofensor y observó a todos los que a su alrededor estaban, y muy pausadamente les dijo:
Comisario: Buenos hombres, ¿por qué ruegan por un hombre a quien Dios ha castigado por tan grandes pecados? Pues deben saber que los mandamientos sagrados han sido vituperados con su ponzoña; si no, díganme: ¿acaso no ha faltado con sus ofensas al amor que le debe a Dios sobre todas las cosas?; ensuciando las santas bulas que les he ofrecido, ¿no ha tomado el Nombre de Dios en vano?; en este encuentro que nos convoca, bajo el santo techo que nos cobija, ¿acaso no ha manchado esta fiesta santificada?; ¿no ha deshonrado a sus cristianos padres injuriando a Nuestro Señor?; ¿no les ha matado a todos y cada uno de ustedes impidiéndoles la salvación con la negación a que tomen estas bulas?; ¿acaso no es impuro el sacrilegio del que todos han sido testigos?; ¿no les ha robado con sus palabras la tranquilidad que la fe les daba poniendo en duda la palabra santa que contienen las bulas que les he ofrecido?; ¿qué debo decir de los falsos testimonios y las mentiras que ustedes han oído y que Nuestro Señor ha castigado?; con su verbo venenoso ha permitido que aniden en ustedes pensamientos impuros, ¿no es eso faltar al noveno mandamiento de Dios? Toda esta demoníaca demostración de transgresión de la Ley de Dios solo se ha sustentado en su voluntad por codiciar los bienes ajenos, el dinero de las limosnas que muchos fieles han dado para las buenas causas y que, con mi descrédito y humillación, quería robarme enfrentándome a ustedes. Si todo esto es así como es, díganme: ¿Es por este por quien debemos rogar para que Dios le perdone?
Mas tengamos las palabras de Nuestro Señor presentes en este momento y recordemos que Él nos manda que no devolvamos mal por mal, y que intercedamos por los pecadores como queremos que por nosotros, ante su presencia, intercedan cuando pecamos. Así, pues, pidamos al Altísimo que perdone a este ofensor. Nos ponemos de rodillas y supliquemos con devoción por su salvación.
Todos se hincaron de rodillas y delante del altar, con los clérigos, comenzaron a rezar con voz baja una letanía. Mi amo, con la cruz y el agua bendita, se acercó al alguacil; elevó las manos al cielo y, en actitud de éxtasis, comenzó una oración tan extensa y devota que logró hacer llorar a todos, pues, suplicando a Nuestro Señor, repetía con emoción que no quería la muerte del pecador, sino su vida y contrición; y que este, encaminado por el demonio y persuadido por el pecado, había hecho aquello de lo que, sano y cuerdo, se arrepentiría.
Dicho esto, mandó traer la bula y la puso en la cabeza del alguacil, quien comenzó poco a poco a mejorar. Cuando estuvo repuesto, se echó a los pies del comisario y, demandándole perdón, confesó haber dicho aquello por la boca y mandamiento del demonio, que no quería que el bien de las bulas llegase a los feligreses.
Mi amo le perdonó, se rehízo la amistad que había entre ellos y, en menos que canta un gallo, no quedó ánima viviente en el lugar que no hubiese adquirido su bula. Y no quedó aquí el tema, pues se divulgó lo ocurrido en otras comarcas: no habíamos casi llegado a ellas cuando en un santiamén, sin sermones, plegarias, pregones ni nada por el estilo, quedaban todas vendidas.
Tanto éxito tuvo la venta que hasta yo quería tener una; y poco faltó para ello si no fuera porque descubrí que todo aquello era una gran farsa maquinada por el inventivo de mi amo y el alguacil. Aunque muchacho era y engañado me sentía por haber dado veracidad a la escena representada en la iglesia, lo cierto es que, en el fondo, me hizo gracia lo ocurrido, y pensé: «¡Cuántas comedias como esta deben hacer estos buleros burleteros entre la inocente gente!».
Unos cuatro meses estuve con mi quinto amo. Es cierto que fatigas hubo y no pocas, mas también lo es que, a costa de los curas y otros clérigos, me daba bien de comer, lo que siempre era y es de agradecer.