Siempre acabamos llegando a donde nos esperan [Libro de los itinerarios]
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14.55 h. Nuevo recuento de tropas: Sin novedad.
1 | Hasta primera hora de la tarde no lo subieron a la novena planta. En todo ese tiempo, el paciente nunca se quejó de dolores, sólo reclamaba que le diesen algo de comer. Tenía incluso buen humor. Esa noche, la primera fuera del hogar compartido durante la etapa de la nube negra, el paciente cenó bien y se durmió pronto. Quizás los efectos de los calmantes y el cansancio acumulado de los dos últimos días terminaron de hacerle mella. El hijo se dirigió al puesto de enfermería y les hizo llegar lo que tanto angustiaba a la familia: carecemos de efectivos humanos para poder estar con él todo el día, darle las comidas, la medicación… Tenemos que trabajar y la recuperación, tal como nos han dicho en Urgencias, se aventura larga por el mal que padece. La Jefa del Servicio, muy amable, lo tranquilizó: «Por favor, no se preocupe. A su padre lo atenderemos en todo momento. Descuide. No faltan pacientes sin familiares cercanos. ¿Cree que los dejamos sin medicarlos o sin sus comidas? Váyase tranquilo que aquí estará bien atendido», dijo el arcángel de cuantos ángeles habitaban en esa novena planta de felice recordación por la bondad, diligencia y cariño mostrados al paciente y sus deudos cercanos.
2 | El cónclave. [21.00 horas. Cafetería del Hospital Insular. Por un lado: la hija, el hijo político y el hijo; por el otro: la realidad, la necesidad, el sentido común y la resignación]. Desarrollo: esa noche, la primera de la nueva era, hubo un cónclave vital para la trayectoria de los acontecimientos posteriores. La hija mayor, el yerno y el hijo, reunidos en sesión plenaria, analizaron la nueva situación, los efectivos con los que se contaba y cuáles eran las necesidades prioritarias dadas las circunstancias familiares y profesionales que en ese momento estaban presentes. La voluntad inicial de permanecer día y noche junto al paciente tuvo que modificarse por mor de las exigencias del sentido común, quien apuntó a los pocos efectivos que podían hacer guardia, las muchas obligaciones particulares que los hijos debían atender y la certeza de que los males cognitivos y físicos del paciente determinaban la imposibilidad de fijar plazo alguno de recuperación porque, sensu stricto, lo que el cuerpo podía sanar su mente desbarataba. La cuenta atrás había comenzado, lo que traía consigo una convicción cada vez más firme: que el paciente estaba mejor atendido en un centro socio-sanitario especializado en su mal que en una casa sin condiciones y con una esposa que había dejado la poca salud que le quedaba en las atenciones al esposo y a la menor de las hijas. Sin conclavistas que nos ayudasen en la batalla, las partes opuestas a los hijos y al hijo político convencieron a estos de que el tiempo de convalecencia debía aprovecharse para intentar acelerar el proceso de ingreso del paciente en una institución pública donde pudiesen cuidarlo de manera adecuada. «[…] Se nos dirá, porque se nos dijo, que una residencia privada…; mas, cómo sufragar los gastos que ello supone, cómo hacer frente a las deudas del pasado que los hijos y la esposa procuraban ir zanjando con firmeza y paciencia. Afirman que el dinero da problemas cuando se tiene; para el caso que nos ocupa, también cuando se carece de él […]». Se concluyó con la certeza de que el paciente, ingresado en estos momentos, estaba en buenas manos y que, en consecuencia, no tenía sentido triturarnos física y mentalmente con estancias prolongadas que terminarían afectándonos en nuestro trabajo y en el necesario sosiego para seguir tomando decisiones de la manera más acertada posible. El hijo alegó que podía quedarse hasta primera hora de la madrugada y pidió a la hija y al hijo político que se fueran a casa porque trabajaban al día siguiente por la mañana; él, en cambio, empezaba a las 14.00 horas. Le respondieron que no era necesario quedarse hasta tan tarde, que esperase hasta la vigésimo tercera hora del día y, si lo veía dormido y relajado, que emprendiese el viaje de regreso a casa. Así se acordó. Se levantó la sesión. Nihil obstat quominus imprimatur.
3 | Durante el verano de 2009, el paciente comenzó a dar signos de un deterioro cognitivo severo. Los meses de julio y agosto fueron bastante duros para su esposa e hijas en la medida que percibieron cómo el marido y padre sucumbía a los males de la mentada nube negra. El hijo iba y venía, pero las mujeres, que vivían bajo el mismo techo, eran quienes padecían mañana, tarde y noche los discursos y silbidos del padre que desde hacía tiempo se había ubicado al otro lado de la razón. Ellas eran las que se esforzaban diariamente por ir a contracorriente con él haciendo bueno el esfuerzo titánico porque sus necesidades básicas estuviesen cubiertas. Todos los días se convirtieron en siglos de cansancio y paulatina incomunicación con quien dejó de estar en este mundo mucho antes de que su cuerpo hiciese lo propio…
4 | En muchas de mis visitas al domicilio, recordé lo que vine a denominar el principio de todo, mucho antes de este aciago estío referido en el punto anterior. Por buscar cualquier momento significativo, puede que convenga afirmar que se atisbó la primera nube negra cuando decidió que nada, absolutamente nada, merecía la pena; cuando sintió que había tocado fondo y que la certeza de las suposiciones en las que había vivido durante mucho tiempo se desmoronaba por momentos. Si los imperios sucumben –se diría él a sí mismo-, qué no cabría esperarse de un simple mortal. Al día siguiente de la debacle, lo fui a visitar. Quedamos en el Bar del Mercado, en Telde. Estaba sentado en una mesa cerca de la salida, de espaldas al televisor. Recuerdo que entré muy serio y que enseguida me senté. Cumplió con las buenas artes del anfitrión y reclamó la atención del camarero: un solo, agua y un cenicero, claro. Me habló de la ceguera, de la ofuscación; de una sin-salida que le arrebató las ganas de vivir; un cruce de cables, sentenció. Mientras hablaba, veía los pliegues de su rostro, los profundos surcos sobre los que se iban evaporando los resquicios del entendimiento. Lo escuché un buen rato mientras percibía en sus ojos cómo todo lo que nos envolvía se iba transformando. El discurso tropezaba sobre la desesperación de las palabras huidizas («Inteligencia, dame el nombre exacto de las cosas», que diría Juan Ramón Jiménez) y los verbos se desparramaron frente a nosotros, mojando y estropeando cualquier atisbo de coherencia. Supongo que fue en ese momento cuando se produjo la abdicación de su regencia: el hombre que había reclamado un trabajo durante años y que había pastoreado con su hidalguía y astucia los contratiempos durante medio siglo, ahora era un anciano prematuro cuyos largos dedos entrelazaba para controlar la involuntariedad de sus movimientos sin pulso. Lo más difícil de aquel encuentro no fue la cesión permanente de su reinado en forma de unos poderes notariales que no dudó en concederme, ni en la misma idea del retiro para no entorpecer ninguna gestión, sino en la intensa necesidad de llorar que se percibía en él y que reprimía con admirable entereza por mantener los restos de una dignidad que sentía evaporarse. Se sentía fracasado y culpable, y estos sentimientos le causaban una profunda amargura. En el único claro que detecté entre sus nubarrones, comprendí la raíz de tanto dolor: sabía que ya se había quedado sin tiempo para rectificar, para volver atrás y enmendar aquello que ahora le corroía la paz. «[…] La juventud es valorada en función del potencial de rectificación que atesora; en la vejez, el concepto de proyección vital se minimiza.[1] Una casa terrera es fácil de destruir y reconstruir; en un edificio, estas labores son más arduas; en un rascacielos… […]». Así los hechos, no es extraño concluir que todo el proceso vivido en dicho encuentro derivó en una purificación personal: pasé de la ira al enfado, de ahí a la compasión y terminé sucumbiendo en una aflicción del ánimo que me permitió construir una reconciliación que nunca había sentido necesaria. Él ya no es él, es otro, aunque siga teniendo el mismo deneí. Démosle paz hasta donde sepamos y nos sea posible.
5 | Acordada la retirada cuando el paciente se hubiese dormido y fijado el calendario de estancias hospitalarias de ese primer fin de semana fuera para siempre del hogar (que inauguraría su esposa el viernes veinticinco, el día de la operación), fui a hacerle una última visita a la habitación. Lo sentí dormir plácidamente. Cerré suavemente la puerta y caminé hacia el aparcamiento del recinto sanitario. Los pasillos estaban desiertos. Volvió a mi mente ese «ay» seco e indoloro de hacía dos días; vi otra vez su cuerpo tendido en el suelo…; y recordé con todo ello un lejano y familiar fragmento literario: «[…] Determinose entonces en él ese fenómeno de observación retrospectiva que suele acompañar a las situaciones de gran perplejidad. El espíritu turbado abandona el palenque de la duda, y se refugia en los hechos que han precedido inmediatamente a la situación terrible. Espantose de no haber previsto lo que le pasaba, y comparo la serenidad de la mañana con el apuro y desasosiego de la tarde. ¡Qué lástima haber vivido aquel día!… ¡Qué lejos estaba de que iba a cometer barbaridad tan grande! No había ido con gusto al trabajo por ser domingo. Nunca iba con gusto, porque él daba a la rueda y su tía cobraba. Pero al fin, con gusto o sin él, allá fue tranquilo, pensando en que por la tarde se divertiría en el Canal o en la Arganzuela. Había estado toda la mañana esperando con mucho anhelo la hora de soltar el trabajo. Contaba los segundos por las vueltas de la odiosa rueda. Creíase motor del misterioso reloj del tiempo. Dale que le dale, había llegado al fin la hora, y la manivela, que para él era parte de sus propias manos, se había quedado sola en el taller, quieta y muda. Sin decir adiós al maestro, porque el maestro no le saludaba a él a ninguna hora, Pecado había salido y bajado a saltos por la Ribera de Curtidores. Aún le parecía ver los puestos rastreros y las manos recogiendo cachivaches. Era día de toros. Aquellos barrios estaban muy animados. Todo lo recordaba perfectamente; todo lo veía, como si lo tuviera delante, revivido a sus ojos en la obscuridad de su escondite. Se acordaba de que, al llegar a la Ronda, le había detenido el paso un perezoso carromato de cinco mulas, de esos que no acaban de pasar nunca. El muchacho, impaciente y atrevido, atravesó por debajo de la panza de una de las mulas, que por más señas era torda. Después vio un entierro; luego encontró a dos chicas del barrio que le dieron un cacahuete, y él…, él las había administrado un par de nalgadas a cada una, porque eran muy bonitas… Representábase luego la llegada a su casa; recordaba que su tía, antes de darle de comer, le había anunciado el hurto del ros, y que él, sin poderse contener al oír tan atroz noticia, abandonó la comida, y subiendo otra vez a la Ronda, se lanzó por el barranco abajo en busca de la cuadrilla. Lo demás, por ser más reciente y desagradable, se le representaba con matices aún más vivos. El ensangrentado cuerpo de Zarapicos no se quitaba ya de delante de sus ojos… Su orgullo y sus malos instintos rebuscaban todos los sofismas del egoísmo para producir una reacción; pero si estos ganaban algún terreno, al punto lo perdían. Los sofismas hacían grandes esfuerzos por destruir la hermosa flor del arrepentimiento; pero cuantas más hojas le arrancaban, más lozanas las echaba ella […]».[2]
25 de septiembre. 10.19 hs. Primera batalla: Fractura pertrocaterea izquierda. Decúbito supino. Anestesia raquídea. Clavo Intertan. Mesa ortopédica. Reducción bajo scopia. Redón subcutáneo. Por planos. Cefazolina. Victoria de los generales García.
10.51 h. Recuento de tropas: Hemoglobina (10), Hematíes (3.17), Hematocrito (30), Linfocitos (9.9), Neutrófilos (82.7), Plaquetas (101).
6 | La esposa lo acompañó en este primer enfrentamiento del que salió victorioso, aunque perdió mucha sangre, como más tarde indicarían los generales y los ángeles. El resto del vigésimo quinto día del noveno mes transcurrió sin novedad en el frente.
7 | Durante el fin de semana y los días siguientes, sus hermanos vinieron a visitarle, lo que llenó de alegría al paciente y a sus deudos directos. Ninguno falló, al margen de algunos pudiesen venir más veces que otros. Lo importante es que estuvieron con él y él, en su nube negra, se sentía bien por saber que preguntaban y se interesaban por su estado. «[…] Es fácil preguntarse por qué venían al hospital y no vinieron casi nunca a casa, pero esta pregunta es tramposa y malintencionada. Cada hermano tiene su vida y sus preocupaciones; cada hermano, además, tenía la certeza de las buenas atenciones domiciliarias que se procuraban dar al paciente y era muy consciente de que si no había nuevas (como ahora las había con el accidente) toda visita doméstica podía causar molestias innecesarias al paciente, sobre todo en la situación en la que él estaba con los vaivenes de la nube negra. En consecuencia, omitamos y olvidémonos de la dichosa cuestión, puesto que sus hermanos estuvieron cuando y donde tenían que estar, como no podía ser de otro modo: en el hospital, ofreciendo su consuelo, compañía y solidaridad al paciente. Nos centramos en las presencias y nos olvidamos de la importancia que tienen los apoyos representados en forma de pregunta puntual y sincera a la esposa o hijos por el estado del enfermo, las llamadas de teléfonos interesándose por él, etc. De esto hubo y no poco […]». Se cuenta que también vinieron otros familiares y personas tan entrañables para los hijos del paciente como Tita, la madre de las queridas Noelia y Beatriz, amigas de la hija,[3] quien se acercaba hasta la habitación siempre que podía y la llenaba con su linda sonrisa y el mucho afecto que desprendía. Sus bendiciones todavía siguen presentes en las flores del ánimo, y grato es recordar la mucha felicidad que al convaleciente le producía el sentirse apreciado por personas como ella.
8 | No recuerdo al paciente con el que compartió habitación mi padre cuando ingresó por primera vez en el Hospital Insular. Sé que algunas palabras intercambié en su momento con su esposa, que lo acompañaba, pero no tengo una imagen nítida de ellos. También sé que estuvieron poco tiempo. En dos o tres días, él recibió el alta y su cama fue ocupada por un joven que se había fracturado la clavícula por vaya uno a saber qué tipo de mala caída. Su madre, de aspecto celestinesco, era quien estaba permanentemente atendiéndolo. Con el tiempo, la figura de esta señora se ha ido acrecentando en mi memoria porque sin proponérselo me demostró que los prejuicios son malos consejeros y aves rapaces que infestan el alma hasta emponzoñarla. Llegó como un torbellino: acostumbrada a los sinsabores y a hacer de tripas corazón, la mujer enseguida se hizo con la situación y pronto captó de qué pata cojeaba nuestro don Quijote. Debo reconocer que todo esto me desagradó e hizo que me pusiese en guardia y no pudiese evitar prejuzgarla. Su aspecto, su manera de alabar los ojos de mi padre y la confianza desmedida de su conversación, más propia de una amistad prolongada que de un encuentro casual como el que nos vinculaba, lograron alertarme y fijar las fronteras de un trato que no estaba dispuesto a traspasar ni a permitir que se traspasase. Mas luego fui cayendo en detalles que me hicieron sentir culpable por mi determinación inicial: daba conversación a mi padre, a pesar de que no tenía obligación para ello y de saber que muy poco discurso razonable iba a obtener con ello; le hacía sonreír con sus anécdotas; tuvo siempre la deferencia (no correspondida por mí –ahora con pesar me doy cuenta-) de traerle un cortado cuando bajaba a la cafetería a comprarse uno para ella; se preocupaba por que estuviese tapado, e incluso lo ayudó a comer en aquellas ocasiones en las que nosotros no estábamos y algún auxiliar se demoraba más de lo previsto. En definitiva, que me dio una lección ejemplar sobre lo que es la bondad. Dos hechos más considero oportuno mencionar en este particular reconocimiento que le brindo: el primero tuvo que ver con una petición que me hizo. Les cuento: un día me pide cinco euros para poder cenar. Me aseguró que me los devolvería. Yo se los di, mas el diablo, que no descansa, empezó a intoxicarme con «no los volverás a ver», «ahora te pide cinco, luego te pedirá más», «ella siempre está aquí, si no le das lo que pide dejará de ser amable con tu padre. Tú puedes entender las razones de su previsible antipatía; pero, ¿y él? ¿Qué culpa tiene él?»… El caso es que le di el dinero y tan pronto como se lo daba entregaba mi pensamiento a lo que iba a ser una velada presidida por lo que consideré un acto de mendicidad y chantaje encubiertos. Bien sabe el diablo cómo se azuzaron esa noche los perros del vilipendio. Al día siguiente, me devolvió los cinco euros y con ellos logró envolverme en un celofán de vergüenza por culpa de mis deplorables afirmaciones, por un lado, y, por el otro, por la manera tan cínica con la que traté de hacer flotar el navío de mi abyección: «no te preocupes, mujer, no había prisa…». Yo, el castigador de los prejuzgadores, había caído de manera pueril en mi propia trampa. Mayor incomodidad en el ánimo era imposible tener. Bien merecida me la tenía. El segundo hecho fue muy emotivo: en la tarde del 1 de octubre, instantes antes de que trasladasen a mi padre a la Clínica de la Paloma, ella le regaló una pulsera compuesta por retratos pictóricos de santas católicas. La corte celestial vino dada con una bendición y los mejores deseos de mejoría. Dicha pulsera acompañó a mi padre hasta el final. No recuerdo el nombre de la señora. No sé si alguna vez ha hecho algo en su vida que merezca el reconocimiento de cuantos la rodean. No sé si volveré a verla ni si el resto de sus días serán o no plácidos. Hasta donde sé, se trata de una señora anónima, madre de tres hijos, vecina de un barrio muy complicado de Las Palmas de Gran Canaria (y no se diga más) y caminante de un largo y pedregoso sendero vital. No sé si algún día podrá leer esto o saber que esto se ha escrito como agradecimiento a ella y ejemplo para cuantos, como yo, pueden caer en la facilidad del prejuicio.
9 | Administrativos, agua oxigenada, agua para beber, aguja subcutánea, agujas desechables intramusculares, agujas desechables intravenosas, algodón, almohada, analgésicos, anestesia local, antisépticos, apósitos adhesivos de diferentes medidas, apósitos hidrocoloidales, armario, ascensores, aspirador, auxiliares de enfermería… bateas, biombo, bolsa para la ropa sucia, bolsa para residuos o desechos, bomba de perfusión… cafés con leche, cama ortopédica con barandillas de seguridad y soportes para colgar el trapecio y los pies, camillas, carne, cefazolina, celadores, cizalla de horsley, clavo intertán, clexane, cocineros, colcha, conductor de ambulancias, consultas externas, cubitan, cucharillas de volkmann… depresor de la lengua, desfibrilador, drenajes… ebixa, electrocardiógrafo, electroencefalógrafo, empapadores, endoscopio, enfermeras y enfermeros, ensaladas, equipos informáticos, escoplos o cinceles rectos y curvos, esfigmomanómetro, esparadrapo hidrófugo-poroso, esparadrapo hipolergénico de diferentes anchuras, estetoscopio, exelon… fero-gradumet, formularios, funda de almohada, funda para el colchón… galletas, gasas estériles, gatillos para huesos, grapas, guantes del personal, guantes desechables, guantes estériles de diferente numeración, guantes no estériles, gubias rectas y curvas… hoja de bisturí … impresos, interfono… jeringas desechables… luz… mantas, mantequillas, martillo de reflejos, martillos, material específico según la cura a realizar, material para la retirada de suturas, médicas y médicos, mermeladas, mesa de cama, mesilla de noche, monitores … nebulizadores, nimodipino… pan, pañales, paño de curas estéril, paños estériles de campo, papas, periostotomos o legras rectas y curvas de diferentes tipos, pescado, pie de suero, pijamas, pinzas de disección, pinzas de péan, pinzas de secuestro, postre, povidona yodada, prisdal, pulsioxímetro, pulverizador plástico poroso, purés… quirófanos… radiografías, resonancias magnéticas, resucitador manual, riñoneras, risperdal, risperidona… sábanas, sedas de varios ceros para suturas, servicio de limpieza, servicio de mantenimiento, sierras manuales, sierras mecánicas, sillas, sillones, sonda para lavado, sopas, suero salino al 0.9%, suero salino templado para lavado … taladradora, técnico de ambulancias, teléfono, televisión, tijeras, tijeras para escayola, timbre, toma de vacío, tomas de oxígeno, tomas para otros gases, tomografía de fotón único, tornillo, tostadas, transporte sanitario no urgente, transporte soporte vital básico… vendas, ventiladores mecánicos… zumos… ¡Cuánto cuesta el sistema sanitario español!
10 | Una de las cuestiones que quedó bien clara en el cónclave fue, sin duda, la necesidad de acelerar el proceso que permitiese la concesión de una residencia socio-sanitaria adecuada para mi padre. Ya lo hemos apuntado: el domicilio familiar no reunía las condiciones para atenderle con las debidas garantías. Uno de los pasos que dimos en este sentido fue ponernos en contacto con su neurólogo, el Dr. Amador Trujillo, para que supiese que su paciente estaba ingresado y para que comprobase cómo desde que lo vio en agosto su deterioro cognitivo se había acelerado, lo que era necesario consignar por escrito a través de un informe para hacérselo llegar a las instituciones a las que habíamos remitido en su momento nuestras peticiones de asilo. La visita agosteña al referido neurólogo se tradujo en la última vez que el paciente vio la calle; a partir de ese día, se negó a salir. Durante el periodo comprendido entre el regreso del neurólogo y la salida en ambulancia durante el mentado vigésimo segundo día del noveno mes, el paciente se deterioró bastante, y eso que el retroceso mental rápido y permanente fue algo que siempre estuvo presente durante su enfermedad, como lo pudieron comprobar, además del citado galeno, los doctores Suárez Muñoz y Cabezas Navarro, reputados neurólogos de Gran Canaria, quienes, en distintas visitas cursadas durante la convalecencia, pudieron comprobar cómo los sesenta y pocos años del enfermo parecían jugar en su contra, pues su daño cerebral avanzaba más rápidamente que en otros pacientes de más edad. Esta debía ser la base argumental para rogar a las instituciones municipales, insulares y autonómicas responsables de atender a este tipo de enfermos que acelerasen el proceso de concesión de una residencia, pues se daban en el paciente características que así lo aconsejaban, a pesar de su edad. Todas las instituciones recibieron las peticiones pertinentes de atenciones al paciente, residencia… tiempo ha y estas ahora, con los hechos descritos, tornaban a ser reclamadas nuevamente con más intensidad si cabe, pero todas parecían ir a un ritmo inversamente proporcional a los hechos: a más deterioro, menos ritmo; a más necesidad de una solución, menos ofrecimientos de respuestas. En este sentido, los días de este movimiento fueron bastante estresantes. Supongo que se unieron, por un lado, la realidad de unas medidas de atención socio-sanitarias cuya demanda supera con creces los límites de la mesura en nuestras actuales sociedades; más una clara carencia de previsión política (pensaron en X enfermos cuando la realidad les ha mostrado un X10). Súmesele, además, un exceso de burocracia que terminaba por convertir todo el procedimiento en un denunciable ejercicio de desatención hacia el ciudadano. Esto, por un lado; por el otro, la propia ansiedad que la situación nos generaba terminó convirtiendo aquellas jornadas en algo más angustioso de lo esperado. La sola idea de que tras la operación lo mandarían a casa nos llenaba de desazón porque entendíamos que el paciente no podía recibir allí las atenciones necesarias. Además, para el caso de quien les escribe, mi madre y mis hermanas ya habían llegado a un límite de agotamiento físico y psicológico cuanto menos preocupante, agravado con la imposibilidad, por falta de medios, de contratar a alguien que echase una mano. Durante esa semana, pues, se movió Roma con Santiago para lograr que el expediente del paciente ante las instituciones públicas tuviese el debido empuje y para ello se pidió a su neurólogo que volviese a evaluar al paciente para que de esta manera las autoridades competentes en la materia comprobasen cómo mi padre había empeorado desde la etapa de solicitud hasta ese momento.
El miércoles 30 de septiembre, llegué al Hospital a eso de las diez horas, aproximadamente. Tenía una llamada de mi madre en el móvil y un mensaje de ella acerca de mi tía Mary y de una prueba. No pude entenderlo muy bien. Nada más llegar a la novena planta, descubrí que, frente a la habitación de mi padre, en una pequeña sala de espera, estaban mis tíos Mary y Pedro[4] sentados junto a un psicólogo clínico, el Sr. Periáñez Hernández. Mi tía me puso al corriente de la situación y me indicó que había llamado a mi madre para informarle de que estaba el especialista haciéndole una prueba a mi padre. Al parecer, mientras conducía hacia el hospital, coincidió la llegada del psicólogo a la habitación con la de mis tíos para visitar a mi padre. El Sr. Periáñez me informó de que su presencia obedecía a una petición de screening cognitivo para evaluar el deterioro del paciente que había solicitado el Dr. Amador Trujillo. Completó su informe neuropsicológico con la información que le aportaron algunas de mis respuestas a sus preguntas.
30 de septiembre. Petición de Interconsulta: COT > Neu. Informe de la Unidad de Inteligencia Militar: Orientación (1/10), Lenguaje (5/30), Memoria (1/27), Atención-Cálculo (0/9), Praxis (3/12), Pensamiento Abstracto (0/8), Percepción (3/9), Funciones ejecutivas: no aplicables. De 105, trece.
Ya teníamos la prueba pericial que demostraba que era cierto cuanto apuntábamos: que el Victoriano de agosto no era el de septiembre, y que bastó un mes –una medida temporal insignificante para tantas cosas en la vida- para que el paciente acelerase sus pasos rumbo hacia el final de la nube negra. Un destino final que nos imaginamos, sí, pero nunca con la celeridad con que se dio.
11 | «[…] A veces pienso que pienso… y bordeo la idea de que mi padre tuvo mucha prisa para morirse. A veces se me ocurre imaginarme que lo tenía todo previsto, como parece darme la razón el destino de los números que marca el Movement I. Tras el ocaso, todo se sucedió demasiado deprisa. Los médicos se asombraban de cómo siendo tan “joven” estaba deteriorándose de una manera tan acelerada y cómo de un mes a otro estábamos en una nueva fase de la etapa final de su enfermedad. Hay momentos, sobre todo cuando estoy solo y rememoro, mirando a la luna, sus últimos 55 días, en los que no puedo dejar de verlo como un corredor de fondo que poco a poco va manteniendo la misma velocidad consciente de que deberá apretar en la última vuelta, y más en la última curva, y mucho más en los últimos cien metros. Recuerdo cómo la anestesista de su última operación (16 de noviembre) miraba asombrada el papel con los datos de actividad cerebral: un hombre con este daño cerebral no puede ser tan locuaz. Mi padre era así: hablaba mucho, muchísimo… Su cerebro no funcionaba, pero construyó un mundo de palabras permanentemente. Estaba en la recta final, al parecer, de lo que era la tercera fase de las cuatro que compone la enfermedad de Alzhéimer. A veces me imagino que quiso darse prisa para morirse, para no tener que llegar a una fase en la que el silencio ya lo era todo […]».
[1] Siempre tengo presente unas palabras de mi abuelo materno (sábado, 17 de agosto de 1912 – sábado, 3 de febrero de 2007). Recuerdo que un martes, en la cocina de su casa, en Barcelona, a propósito de no sé qué que teníamos que hacer, le dije: «Abuelo, el jueves…». Él me miró con sus ochenta y tantos años a sus espaldas y con una media sonrisa me dijo un lapidario: «¿El jueves? Eso me queda muy lejos». Para bien o para mal, la vida se ha encargado de convertir su respuesta en un aforismo existencial. Mi padre, el día de autos, ya debía sentir que los jueves le quedaban muy lejos…
[2] Tercera parte del capítulo VI de La desheredada de Galdós (1881) titulado “¡Hombres!”.
[3] «[…] son amigas de Nuria desde hace… ¡Uf!… Poco, muy poco: todas son muy jóvenes como para que se hable de lustros si hubiese algún propósito de cuantificar el tiempo de esta amistad […]».
[4] Pedro Hernández Rodríguez falleció el lunes 28 de agosto de 2017.