Movement IV [1 de octubre de 2009, 09.30 horas]

El dolor físico lastima; el espiritual, desgarra [José Narosky]

+

1 | Primer día del décimo mes del año, cuarto día de la semana. Visita al paciente durante la mañana. Se informa a su hijo que será trasladado a la Clínica de La Paloma hacia el mediodía, aproximadamente. El hijo informa telefónicamente a los suyos de la nueva. Apunta a que tan pronto como tenga novedades, llamará. La mañana se alarga entre conversaciones, preparación de la maleta y algunas visitas: su hermano Carmelo; Pepe, el hijo de este; Tita… Finalmente, se decide que el paciente no salga al mediodía, sino a primera hora de la tarde. Se le da el almuerzo sentado en el sillón. «[…] Las primeras horas de una tarde especialmente calurosa se pasaron entre conversaciones con la madre del paciente que acompañaba a mi padre, con este (ahora me viene a la memoria el nombre de Eduardo, creo que así se llamaba) y con alguna esporádica visita de alguna enfermera o auxiliar a la habitación. Fue en estas horas primigenias de la tarde cuando mi padre recibió el regalo de la pulsera con el santoral y la bendición […]». En la decimoséptima hora, entraron con una camilla en la habitación. Lo iban a preparar para llevárselo a la Clínica. Mientras lo acondicionaban, una enfermera me entregó la documentación pertinente y me indicó en qué iba a consistir el traslado, la rehabilitación, etc. «[…] Me despedí de los que habían sido compañeros de habitación. Les deseé lo mejor y presto me dirigí al aparcamiento […]». El paciente bajó rumbo a la salida de ambulancias; el hijo, que no podía acompañarlo, hizo lo propio hacia el aparcamiento y de ahí enfiló hacia la calle que homenajea al insigne compositor don Bernardino Valle Chinestra (1849-1928), hijo adoptivo de Las Palmas de Gran Canaria. Recordaba muy bien dónde estaba la Clínica de La Paloma… «[…] Un sábado de febrero de 1992, me operaron ahí de una fístula que tengo junto al pabellón auditivo derecho. Se infectó durante la semana hasta tal extremo que la mañana del referido sábado tenía la parte derecha de la cara completamente desfigurada. Recuerdo que ese día tenía mi primer examen en la Facultad de Filología: “Fonética y Fonología”, especialidad que impartía el Dr. D. José Antonio Samper Padilla. ¡Menudo estreno! Primer examen, primera ausencia. Lo curioso de cuanto contamos es que más adelante, en este mismo Movement tendremos ocasión de volver sobre esta materia filológica. Sigo por donde iba: Mi padre me llevó a Urgencias del Hospital Insular y de ahí, a eso del mediodía, más o menos, me remitieron a la Clínica de La Paloma. Se programó la operación de drenaje de la fístula para esa misma tarde. De mi convalecencia en la Clínica de La Paloma recuerdo que se prolongó más de lo normal (creo que era porque cobraban por tiempo de permanencia de un paciente) y que las comidas eran pantagruélicas[1]. Años más tarde, volví a “tropezarme” con la Clínica de La Paloma. Ahora no iba como paciente, sino como visitante de un vecino de la calle Maestro Valle: don Juan Luis Pérez Morales (q.e.p.d.).[2] Durante la segunda mitad del año 2005, estuve en varias ocasiones en el domicilio del insigne bibliófilo cervantino con la finalidad de elaborar el catálogo de la exposición de ediciones del Quijote que la Biblioteca Insular del Cabildo de Gran Canaria tenía previsto realizar desde el 14 de diciembre hasta el 16 de enero de 2006. Dicha exposición fue inaugurada por un responsable de la Consejería de Cultura del Cabildo en ese momento que el azar[3] quiso, para mi sorpresa, personificar en la figura de mi muy apreciado primo, don Christian Santana Hernández […]». El hijo intenta buscar un aparcamiento próximo a la clínica. «[…] Avenida del Alcalde José Ramírez Bethencourt, Avenida Juan XXIII, Calle Luis Doreste Silva, Calle León y Castillo, Calle de Rafael Ramírez, Calle Pio XII, Calle Maestro Valle, Calle de Camilo Saint Sáenz, de nuevo en la Calle de Rafael Ramírez, Calle de Brasil, Calle Leopardi, Calle de Alejandro Hidalgo, de nuevo en Pío XII, Calle Campoamor, Calle Quintana, no se ve hueco en Calle Albéniz, seguimos despacito por Calle Quintana, no se ve hueco tampoco en Calle Wagner, Calle Fortuny, de nuevo en la Calle de Brasil, Calle de Núñez de Arce, Calle Lope de Vega; joder, otra vez en Calle de Brasil; Calle Leopardi, bajada a Calle José Miranda Guerra, Calle León y Castillo, otra vez Calle de Rafael Ramírez, Calle de Pío XII, Calle Campoamor, Calle Quintana hasta la rotonda de Beethoven y Emilio Ley, vámonos donde el “Himno de la alegría”, a ver si nos alegramos algo; incorporación a León y Castillo, nuevamente; carril derecho del semáforo que está frente a la Cruz Roja Española, vamos a intentar subir por Alejandro Hidalgo… Me rindo […]». [A] Destino final: aparcamiento de los Salesianos. [B] De ahí a la clínica: poco más de cinco minutos. [C] Equipaje: la bolsa con los enseres personales del paciente y un deseo intenso de cometer un magnicidio en la persona del responsable del tráfico y los aparcamientos de la ciudad. Deseos desproporcionados, por supuesto. [D] Sentimientos latentes en el hijo: impotencia, por haber tardado tanto en llegar adonde su padre, y enfado por haber comprobado que los gastos de combustible, tiempo y elementos mecánicos del vehículo se hubiesen evitado dirigiéndose desde el principio al aparcamiento. [E] Dilema metafísico: el esperable gasto de parking durante los largos periodos de permanencia en la clínica, los deseos de acompañar al paciente la mayor cantidad posible de tiempo, la nula voluntad para coger un transporte público… Dejemos ahora esta cuestión: el hijo ha logrado entrar ya en la Clínica de La Paloma y pregunta por su padre. Le indican que está en la primera planta, habitación 127. A ella se dirige. Lo ve acostado y con el pijama. Le pide perdón por el retraso: el tráfico, el aparcamiento, las mil y una puñetas inherentes a una capital como Las Palmas de Gran Canaria. Coloca el contenido de la bolsa en el armario asignado. De repente, reconoce a la señora que acompaña al paciente que comparte habitación con mi padre. «[…] Era Mercedes Santoyo, la madre de un compañero que tuve durante mi etapa de Educación General Básica: René Morales Santoyo. Siempre guardé un grato recuerdo de él y, por extensión, de su familia. Aunque con los años la relación se distanció –no por cuestiones personales, sino por la asunción de rumbos vitales diferentes-, el saludo atento en la calle nunca se omitió y la certeza de que éramos vecinos estuvo siempre presente. Acompañaba Mercedes a su suegro, don Sandalio Morales. Me costó reconocer en aquel paciente al vecino de mis padres que vivía en el Edificio Picachos, frente al piso de mis progenitores, y que paseaba siempre con una cazadora beige que terminé asociándola de manera indisoluble a él. El hombre padecía el mismo mal que mi padre, pero su estado era mucho más avanzado: apenas hablaba y se pasaba casi todo el día con los ojos cerrados. Así tendrá que acabar mi padre un día, pensé. Me saludó, la saludé; me puso al corriente de las razones de su estancia en la clínica; yo hice lo propio. Pregunté por los suyos, preguntó ella por los míos… Di gracias por haberme encontrado con alguien conocido y amable. En esas ciudades para la mala salud donde mora el dolor y el tiempo gotea lentamente, toda palabra afable siempre es bienvenida. Enseguida fui a informar al Control de Enfermería de mi presencia y de la misma inquietud que me azotó durante el comienzo de su primer ingreso en el Hospital Insular. «Por favor, no se preocupe. A su padre lo atenderemos en todo momento. Descuide. No faltan pacientes sin familiares cercanos. ¿Cree que los dejamos sin medicarlos o sin sus comidas? Váyase tranquilo que aquí estará bien atendido», dijo el neoarcángel de cuantos habitaban en esa primera planta. Les pregunté por la medicación y me indicaron que con el paciente no vino, que debió quedarse en el Hospital Insular […]». Válgame el cielo, querido lector, si tuviese que describir el rostro contrariado del hijo, quien se vio en la obligación de resolver lo que había sido un caso de despiste que, en un primer atisbo de furia, trató de zanjar con una cruel atribución hacia la indolencia de no se sabe quién. Como la queja y el malestar no resolvían la cuestión crucial, que el paciente no tenía sus medicamentos, ahí vemos al primogénito caminando hacia el aparcamiento de los Salesianos para tornar al que fuera punto de partida, subir a la novena planta, reclamar los medicamentos no entregados, volver a bajar con ellos ya a buen recaudo, entrar otra vez en el parking y volver a hacer nuevamente el trayecto hacia la clínica. «[…] Supongo que ahora habrá menos coches, pensé; mas no quise arriesgarme. La hora de la cena en la clínica ya estaba próxima, si no había llegado ya, y no era cuestión de seguir perdiendo más tiempo. Dejé el vehículo en el aparcamiento de los Salesianos […]». Cuando llegó, un auxiliar le había dado ya de cenar. Los medicamentos fueron entregados para su custodia por el personal y anotados en el expediente del paciente, y las muchas o pocas directrices que mutuamente se dieron el representante de la institución y de la familia en ese momento quedaron claramente fijadas y aclaradas. El paciente estaba tranquilo. Padre e hijo hablaron un rato hasta que entre la hora vigésima y la vigésimo primera vinieron a asearle para que pudiese dormir bien. Tomó la medicación que le correspondía y se durmió al poco. El hijo esperó a que el sueño fuese más profundo. Treinta minutos antes de las diez de la noche, salía de la clínica, para salir de la Calle Maestro Valle, y de la Calle León y Castillo, y del salesiano repositorio de vehículos, y de aquella ciudad, y de aquel municipio; y pasar de largo por la ciudad natal para llegar, por fin, hasta el hogar santaluceño que con el transcurso de esa jornada se había ido convirtiendo en un ensoñado lugar que parecía tan lejano como imposible de alcanzar. Se puso al día a la familia sobre los acontecimientos del día y se renovaron las intenciones del cónclave. Al llegar la medianoche, el hijo se echó el último cigarro del día. Habían pasado nueve días y catorce horas desde que comenzase el final del tramo; faltaban menos de cuarenta y siete días para que finalizase.

2 de octubre. Recuento de tropas: GR: 2.54; HB: 8.1; HTO: 25.2; VCM: 99.21; HCM: 31.89; VS1: 50; VS2: 100; KATZ: 50; LEU: 6.74; MIE: 0; MET: 0; CAY: 3; SEG: 76.7; BAS: 0.1; EOS: 0.9; MON: 8.4; LIN: 11.0; PLAS: 0; BLA: 0; PLA: 412; 5P: 14.5; IQK: 100.0; INR: 1.00; URS: 32.4; Cr: 0.7; Glu: 84; Na: 142; K: 5.0; Cl: 106.

2 | Nadie que no lo haya vivido sabe lo que significa estar horas en un hospital acompañando a un paciente. «[…] Yo había vivido una experiencia similar en el año 2001. ¿O fue en dos mil? Está claro que no pudo ser en 2002. Fueron diez días con sus correspondientes nueve noches. Por las mañanas, nos adheríamos a las rutinas de una ciudad de almas itinerantes: a uno seguía otro que era sustituido por aquel cuando llegaba este; mas por las noches, muchas veces, cuando toda incomodidad se asentaba sobre el recuerdo de lejanos aposentos, todo era contención. Veo en el recuerdo a alguien como yo paseando por los pasillos junto al silencio y los esporádicos lamentos que rasgaban el no-sonido con la estridencia del gallo de las amanecidas. Todo en aquella planta era espeso, hasta los pasos; incluso los pensamientos. Percibías que la vida a tu alrededor parecía andar sobre un alambre sin red y que al malabarista sólo lo mantenía el tintineo de la respiración de los yacentes. Tú ánimo se inhibe hasta el punto de asumir que de tu invisibilidad emocional dependen las vidas de cuantos te circundan. Un hospital por la noche es como una gran huerta en la que parece que todo está tranquilo, a pesar de que sabes que, a la mañana siguiente, cuando la luna haya dejado paso al sol, los roedores o vaya uno a saber qué o quién esa noche han alterado aquello que por la tarde formaba parte de un entorno aceptado y aceptable. Una noche en el hospital, en la entrada, mirando la altura del edificio, estimando las abrumadoras dimensiones del complejo sanitario, se convierte con el silencio en una pregunta: ¿Quién será robado antes del amanecer? […]».

3 | La doctora Hernández Herrero, María José, fue, en calidad de Médico Adjunto de Rehabilitación de la citada clínica, la responsable de velar por la evolución de mi padre. La primera vez que la vi me recordó a una de las mujeres del humorista gráfico G. Recal: largas piernas, amplia sonrisa… Destacaba su desenfado, aunque en el fondo uno no podía dejar de entrever que tras su desenvoltura se escondía una mujer de carácter. «[…] Una anécdota: el 13 de octubre, por la mañana, por causas que luego serán debidamente expuestas, ella telefoneaba desde el control de enfermería a un colega del Hospital Insular. Le quería preguntar, en mi nombre, si finalmente esa mañana mi padre iba a ser operado (ya llegaremos a ese punto, ahora ciñámonos a la anécdota). Recuerdo que la observé con detenimiento: marca el número de teléfono, descuelga su interlocutor, ella lo saluda y se presenta (“soy la doctora…”) y él no la reconoce; ella aporta un dato identificativo más (“de La Paloma, y tal y cual”), él sigue sin saber quién le ha llamado; ella aporta infructuosamente un tercer dato personal y, al cabo, zanja las dudas de su colega con un “soy la mujer del doctor…”. En ese momento, su interlocutor ya sabía de quién se trataba. El tono, la manera de mirar a ese punto indeterminado cuando no vemos porque prestamos más atención a otros sentidos, el rictus de su boca… todo hizo aflorar en ella un vocablo que vi nítidamente impreso en su frente: “Ira”. Pensé: “Le ha enfurecido –con toda la razón del mundo, claro– el que se la conozca más por ser la mujer de… que por ser lo que es”. En fin, una simple anécdota esta que no desmerece lo verdaderamente importante: que era una mujer amable y que tras colgar el auricular del teléfono no optó por pagar conmigo su enfado. Sigamos […]». Enseguida captó cuáles eran las angustias que nos envolvían: “No se preocupen. Su padre tiene para rato. Aquí lo sabremos cuidar bien. Estará el tiempo que tenga que estar. Ustedes busquen con calma la residencia…”.

La primera planta de La Paloma, sobre todo el área donde estaba mi padre, es una zona bastante deprimente: había muchos pacientes muy mayores, muy deteriorados, con males irreversibles, que caminaban lentamente hacia el final del trayecto. Muchos “ayes” inundaban aquel espacio en el que se hacía más presente que nunca la orden “felipina” ya reproducida en las páginas de esta historia tan verdadera como triste: presencia en qué para todo… En esas paredes donde las sombras tenían un campamento permanente, cualquier atisbo de luz, por muy tenue que fuese, siempre era algo tan agradecido como extraño. En esta alegoría de la muerte como derrota de una contienda diaria, lo luminoso, por la parte que nos tocaba, venía representado por la referida doctora Hernández y los beneficios que generó en el paciente, aunque el final fuese el que fuese y las cosas se diesen como se dieron… Todas las mañanas pasaba por la habitación para ver a su paciente, quien la recibía con la mejor de sus sonrisas y su particular don de la galantería. Aunque su atrofia cerebral lo desinhibía, nunca dijo ni hizo nada (no, al menos, delante de mí) que mereciera el calificativo de grosería. Aun así, en no pocas ocasiones le afeaba yo, con cierta liviandad, es cierto, sus “atrevimientos” y su “falta de fundamento con la señora”. Recuerdo cómo entonces mi padre se ponía la mano en la boca, entornaba los ojos y hacía el mismo gesto que un chiquillo chico al que se le ha cogido tras una travesura. La doctora le seguía el juego con discreción, pero sin perder el buen humor que tanto sosiego concedía a la familia y tanta alegría al paciente.

4 | Al margen de que debe darse por presupuestada la presencia permanente, de una manera u otra, de la esposa e hijos, tanto naturales como políticos, porque no hacerlo sería faltar a una historia como la que nos ocupa, conviene señalar en este apartado cómo algunos fines de semana venían sus hermanas (Isabel, María Dolores y Cristo)[4] a ver a su hermano convaleciente, a quien encontraron alguna vez sentado en una silla de ruedas en la sala de espera de la clínica.[5] Sus anécdotas lo animaban muchísimo y le permitían hacer ejercicios de memoria saludables. Durante la cena, el hijo, presente en estos encuentros familiares vespertinos, aprovechaba a preguntar a su padre por los mil y un asuntos tratados, a todos los cuales respondía el convaleciente con muchas luces cuando de su pasado se trataba. «[…] Mi tío Domingo[6] y su mujer también venían durante los fines de semana. Si con sus hermanas gustaba mi padre de dejarse querer, a su manera, claro (mi padre en lo de las querencias siempre fue muy particular); con mi tío las cosas cambiaban un tanto: mi tío es el mayor de todos y mantenía una relación con mi padre basada en una asunción, lejana en el tiempo, de cierta distancia entre ellos que ninguno de los dos sabía (si hubiésemos podido preguntárselo) a qué se debía. Aun así, siempre supe e intuí que mi padre quería a su hermano Domingo (a su manera, claro). Además, se daba en mi tío Domingo un parecido físico cada vez más acentuado con mi abuelo paterno[7] que a veces llegó a confundir a mi padre, inmerso en su particular nube negra. Caí en la cuenta de esto una tarde de domingo, tras la merienda, en la que hablábamos él y yo de la familia y me soltó un «mi padre estuvo aquí» que asocié a una visita que ese mismo día había hecho mi tío a su hermano. Conviene, en este punto, hacer un inciso para hablar de mi otro tío, Carmelo.[8] Es justo dedicarle unas líneas de agradecimiento por parte de quien esto escribe. De lunes a viernes, todos los días, a eso de las 10.30 horas, aproximadamente, venía siempre a visitar a mi padre. Dejando al margen circunstancias tales como que era el único hermano que vivía en la capital, etc., lo cierto es que nunca faltó. Llegaba mi tío, saludaba a los que estaban en la habitación, contaba alguna anécdota (siempre con ese tono vitalista tan peculiar en él), daba las órdenes oportunas para que afeitasen y pelasen a mi padre… […]». El proceso de convalecencia fue largo y los actores presentes en el desarrollo de los acontecimientos adquieren una dimensión particular según son observados por los receptores de su deambular. La esposa reconoce en su cuñada María Dolores un apoyo constante y directo que desea agradecer sin que ello suponga ninguna merma de la atención afectuosa que siente por sus otras dos cuñadas. «[…] Todos agradecíamos cuanto hacía mi tía Mary por mi madre (llamadas, consejos…) y éramos conscientes de que mis otras tías no podían hacer más de lo que hacían tanto por ella como por mi padre. Nos decíamos muchas veces, cuando hablábamos de las atenciones de Mary y nos preguntábamos por mis otras tías: pero cómo atender a nadie cuando en tu casa tienes a un enfermo que requiere de todas tus atenciones y tú, físicamente, estás “hecha polvo”. Este era el caso de mi tía Isabel, quien bastante tenía la pobre con lo que debía soportar como para dispersarse en otras cuestiones. ¿Y mi tía Cristo? Otra campeona, nos decíamos. Una mujer que debía atender a sus obligaciones laborales (como mi hermana, como yo…) y que, al mismo tiempo, sacaba tiempo para atender a su familia y, como no puede ser de otro modo, a su hermana Isabel. Todas eran ejemplares. Mi madre, mis hermanas y yo siempre estaremos agradecidos a mis tías porque compartieron con nosotros aquello que podían ofrecer en mayor o menor medida: su tiempo, su consuelo, su solidaridad… ¿Cómo se paga eso? […]». Mas el hijo piensa en su tío Carmelo… «[…] Mi madre estaba en Telde y en ese círculo se desarrollaban sus relaciones con mi tía Mary, con mis otras dos tías y, hasta cierto punto, con mi tío Domingo; pero yo venía de Vecindario y mi destino era Las Palmas de Gran Canaria. En ese puente, sabes lo que dejas en la salida y aprecias lo que siempre te encuentras en la llegada: a mi tío Carmelo en la habitación y atendiendo a su hermano. Al margen de la función afectiva que desarrolló mi tío durante todos los días en los que estuvo mi padre ingresado en la Clínica de La Paloma, al margen de esto, repito, mi tío cumplió una función terapéutica que quisiera destacar porque me resultó muy grato descubrirla y muy entrañable confirmarla: mi tío era el reloj de mi padre… Como mi tío llegaba, más o menos, siempre a la misma hora, todos los días de la semana menos el sábado y el domingo, mi padre lograba con la presencia del hermano “ordenar”, hasta donde esto era posible, su jornada. Siempre que recuerdo esto no puedo dejar de sentir el más profundo sentimiento de agradecimiento por mi parte hacia mi tío porque sus estancias ayudaban a suplir una carencia: la pérdida de la noción temporal. La llegada de mi tío venía a significar algo así como “es la mañana antes del almuerzo del mediodía”; su no presencia, “hoy es otro día, mi hija y mi mujer vendrán por la mañana, mi hijo por la tarde” […]» …y en quienes compartieron con él y el paciente las prolongadas jornadas en la clínica: sus magníficos vecinos (Mercedes, Maite, Gisela…; la familia de don Sandalio, en suma). Con ellos hubo toda una suerte mutua de consuelos, palabras, ánimos, complicidades, apoyos, mucho respeto… que ayudaron a convertir en aceptables (y agradables en muchas ocasiones) unas horas nacidas por su naturaleza para la aflicción…

5 | Y pasaron las mañanas y las tardes, y los fines de semana; y las horas, con sus minutos y sus segundos a cuestas. Pasaron entre las rutinas propias de los encarcelados sin más delito que el de haber sido abandonados por la vida: la medicación, el desayuno, la limpieza matutina, la visita especializada, las horas hasta que…; la luz de las ocho, la de las nueve, la de las diez y las once, la de las doce…; las visitas del hijo, las del hermano, las de alguien al que le dijeron y se dijo “coño, ya que estoy de paso”…; la medicación, el almuerzo, la rehabilitación; la observación, el todo está en orden; la luz de las trece horas, y la de las catorce, quince…; la merienda, con los mismos saludos y las mismas respuestas: café con leche, por favor; las visitas de las hijas y la esposa, la de los hijos políticos, las de sus hermanos, las de alguien que también estaba de paso; la luz de media tarde, la que preludia el atardecer, la más triste de todas las luces, paráfrasis del ocaso, no más; y alguien entra y toma la tensión, y luego pincha en el paciente un anticoagulante, y le toma la temperatura…, rutinas de tarde y de mediodía y de mañana; y la cena, la limpieza nocturna, las buenas noches… Y en medio de todas estas horas, los silencios y las palabras; las miradas perdidas a ninguna parte más allá de la ventana; y la contemplación infinita de la pared y de esa puerta donde mora la libertad que no se echa de menos. Silencio y palabras.

Y de entre esas, muchas como estas…

[—Alright, I’ll take care of them part of the time, but there’s somebody else that needs taking care of in Washington / —Who’s that? / —Rose Pilchitt! / —Rose Pilchitt? Who’s that? / (Kid screams in background. Foreground: «Shut Up!») / —36-24-36 (laughter). Does that answer your question? / (Foreground: «Oi! I’ve got a little black book with me poems in!») /  —Who’s she? /  —She was ‘Miss Armoured Division’ in 1961…”].[9]

«[…][10] ¿Lo primero que recuerdo de la infancia? No recuerdo la infancia mucho. La infancia mía fue muy trabajadora. Nada más. Eso es lo que recuerdo de la infancia. Trabajaba con mis hermanos. Ellos estudiaban; yo, no. Estudiaba muy poco. No había tiempo teóricamente para estudiar y, además, no me gustaba estudiar. […] No quise seguir estudiando. No porque yo fuera torpe, ni listo ni mucho menos. Aquí no era cuestión de valorar hasta dónde podía llegar yo en los estudios, sino que yo no quería estudiar. Me gustaba mucho más lo que era trabajar: no por ganar dinero, sino por el trabajo en sí, aunque ahora me doy cuenta de que hubiese sido mejor haber estudiado y no haber empezado a trabajar tan pronto. […] Aprendí de mi padre a trabajar y eso me ha valido hoy para seguir en la vida. […] Mis padres comprendieron que a mí no me gustaba… Mejor dicho: que no me gustaba, no; que no quería estudiar. Tal vez porque tenía más libertad trabajando que estudiando: estudiando me limitaba a unas horas que no iban conmigo y trabajando, como era demasiado joven, pues iba a trabajar cuando quería y cuando no quería, pues, no iba a trabajar. Eso hasta que llegué a la edad de catorce o quince años, entonces sí que tuve que trabajar. Ya no existía ni las horas ni el no ir al colegio por una cosa o la otra: había que ir a trabajar y cumplir la función, y nada más. Y bofetón que te pego si no cumplía con la función. […] Yo empecé a trabajar con siete u ocho años… Sí, con esa edad, de alguna manera, empecé a trabajar. Sacaba el agua para las plataneras donde está hoy la UNELCO. A las cuatro de la mañana la llevaba yo hasta el Caracol. Pasaba por plataneras, veredas, fincas… A los siete u ocho años yo hacía eso. Cuando llegaba abajo a la finca y dejaba el agua allí, que venía llegando a ser a eso de las siete de la mañana, tenía que volver para arriba otra vez, al punto de partida, a revisar la acequia de forma que no se perdiera agua porque como que había muchas fincas había muchas salidas de agua. Había que revisarlas todas hasta arriba. Después, desayunaba un poco. A las nueve bajaba otra vez revisando el agua y traía para arriba la leche. Entonces, ya empezaba la labor hasta las cuatro, las cinco, de la tarde: siempre vigilando el agua porque entonces el agua era muy fundamental… Una pérdida de agua era algo grave. Si estabas regando a lo mejor con cuarenta o cincuenta litros y había una pérdida donde tú menos te lo imaginabas, acababas regando con la mitad […]».

[I’ve got a little black book with my poems in. | Got a bag with a toothbrush and a comb in. | When I’m a good dog, they sometimes throw me a bone in]

«[…] Yo recuerdo que iba al colegio, recuerdo los primeros catecismos; recuerdo hacer la primera comunión, que la hice en el colegio de las monjas a los siete años… Pero no me acuerdo de mucho más porque siempre mi ilusión fue sentarme al lado de mi padre en el coche y seguirle, seguirle como le seguí hasta poco antes de su muerte… Aunque discrepamos en su momento por causas del negocio, mi ilusión fue siempre seguirle. […] La etapa del Caracol fue… hasta que se comenzó a formalizar la empresa. Hasta ese momento, era mi padre un trabajador que disponía de unas fincas, de unas tierras que no estaban ni amuralladas, sino en el campo, nada más. Entonces, con catorce años o quince años, no recuerdo bien, entonces… dijo mi padre “pues nosotros ya podemos trabajar y plantar tomateros». Y así empezamos a plantar tomateros[11]. Empezamos en un pequeño almacén alquilado a Juan Pérez Gil. El almacén era de ochenta metros cuadrados. Estaba en la calle Navarra. Donde hoy está el bar de Domingo estaba el almacén. Entonces se empaquetaba en ceretos de madera. Había que comprar la madera, hacer los ceretos… Yo recuerdo que había una sola mujer trabajando. La caja de madera se dividía en dos partes; o sea, el tomate iba en un extremo y en el otro. Entonces yo recuerdo a mi hermano Carmelo apartar los tomates con aquella señora. Lo recuerdo quitando los maduros para un lado y la señora quitaba los verdes, el que estaba malo, el que estaba bueno… para de ahí sacar y empaquetarlos yo y mi hermano Pepe, en paz descanse[12]. Recuerdo que el primer empaquetado que hicimos fue de 67 cajas, que aquello fue un triunfo: sesenta y siete ceretos de tomates que pesaban a seis kilos. Luego eso se fue prolongando dentro del mismo año. Claro, fue la etapa de la primera flor, que le decimos. La primera flor son los primeros tomates que se cogen. Eran pocos y nos dijimos “vamos a empaquetarlos”. Luego, claro, el tomatero va madurando más y entonces llegamos a empaquetar entre quinientas y seiscientas cajas. Eso sí, con una mujer solo, mi hermano Pepe (q.e.p.d.), yo, Carmelo y mi hermano Domingo, que entonces no estaba mucho porque estaba haciendo la mili. Pepe la hizo antes, a Pepe lo cogió fuera; a Domingo, dentro. Domingo no participó mucho en esa etapa. Más adelante fichamos, como si fuésemos entrenadores, a Lucas, que era una buena persona, (sí, el que se ganó los cincuenta millones en la lotería o en los ciegos el otro día). Lucas también echaba una mano. Todo lo hacíamos manual: preparábamos los domingos las cajas y todo lo necesario para empaquetar el lunes por la mañana. La cosa fue progresando, progresando, progresando, y fue cuando me integré mucho más al trabajo. Yo conducía con diecisiete años una furgoneta, iba a buscar los tomates, iba a llevar a las mujeres para coger los tomates… Y así, un sinfín de cosas. Recuerdo que se pasaba bastante mal porque mi padre era un hombre que le gustaba mucho las cosas bien hechas, cosa que no ocurre hoy, y quería hacer semillero. A él le gustaba mucho hacer semillero y buscaba los sitios mejores y la tierra virgen, y la tierra virgen estaba en el “coño la madre”: había que subir una montaña… Allí, según él, era donde se debía sembrar. Hacía lo más difícil, pero, claro, entonces yo iba y… En fin, pasamos una cantidad de calamidades. Él decía que en la tierra virgen la planta era mejor, como es natural, y decía una frase muy de él: “Que ninguna higuera enferma podía dar higos buenos”. Si la tierra era virgen, entonces, según él, los tomates tenían que ser muy buenos. Yo creo que tenía su razón, pero pasábamos muchos trabajos por eso, ya que mientras otros hacían semilleros a la orilla de la carretera, nosotros teníamos que bajar dos kilómetros hasta la tierra con una caja de semillero (el coche quedaba a dos kilómetros); y para subir el azufre para el azufrado, pues también teníamos que subir dos kilómetros. Pero como no había nadie más, sino un hombre, mi padre, mi hermano (q.e.p.d.) y yo, pues no quedaba más remedio que subir para arriba, y si subías pues a lo mejor no comías, por decirlo de alguna forma. Se trabajó bastante duro y bien. Sí, muy duro y muy bien […]».

[I got elastic bands keeping my shoes on. | Got those swollen hand blues. | Got thirteen channels of shit on the T.V. to choose from. | I’ve got electric light. | And I’ve got second sight. | And amazing powers of observation. | And that is how I know | When I try to get through | On the telephone to you | There’ll be nobody home]

«[…] Un día me castigó mi padre sin salir de casa por no sé qué cosa. Eso significaba que no podía ir al cine y a mí me gustaba mucho. El caso es que me escapé de casa y esperé a que estuviese empezada la sesión para poder entrar. Busqué a oscuras un lugar donde sentarme, hasta que lo encontré. Al cabo de un rato, oigo que la persona que está a mi lado tose y carraspea de una manera que me resultaba muy familiar. Sin darme cuenta, me senté al lado de mi padre. Pasé de la película y busqué el modo de marcharme de allí cuanto antes […]».

[I’ve got the obligatory Hendrix perm. | And the inevitable pinhole burns | All down the front of my favorite satin shirt. | I’ve got nicotine stains on my fingers. | I’ve got a silver spoon on a chain. | I’ve got a grand piano to prop up my mortal remains]

«[…] con la muerte de Franco se cambió el régimen agrario. Pasamos entonces a otro tipo de régimen donde ya estaban los sindicatos y donde las cosas fueron diferentes. Los sindicatos iban contra… no contra el empresario, sino a favor del trabajador. Contra el empresario nunca va el sindicato, va a favor del trabajador, que a la postre no era a lo que estábamos acostumbrados. Ahí empezamos a fallar: no a fallar nosotros, sino a hacernos fallar. ¿Por qué motivo? Pues muy sencillo, porque la teoría que tenía mi padre era una teoría de hacía cuarenta años atrás que, en el año 76, 77, ya no podía funcionar. Había que cambiar totalmente la hegemonía del trabajo y él se mantuvo. […] Con nuestro sistema, antes del 76, hubo un año en el que llegamos a hacer tanto tomate o empaquetamos tanto tomate como don Juliano Bonny. Fuimos los primeros. Teníamos camiones alquilados… Ahora yo ya no recuerdo ni dónde estaban los tomates porque tanto había tomates en el norte como había en el sur, como había en Maspalomas, en Arguineguín… Era acostarse con tomates y levantarse con tomates. Ahí no se hablaba de otra cosa […] La cosa funcionaba y seguimos trabajando mucho gracias a la aparcería. La aparcería es una cosa que aquí se fundamentó muy bien. La aparcería consistía en pagarles un anticipo a los trabajadores a cuenta de los tomates que cogían y de los kilos. Qué duda cabe que muchas empresas no ponían los kilos en las cajas. Claro, tú le estás dando a un señor, eso fue antes de los sindicatos, diez mil pesetas a él, a la mujer y a una hija o a un hijo para que trabajen media hectárea de terreno y después no les pones kilos a las cajas… Al final resulta que el señor te está debiendo dinero a ti. ¿Qué ha motivado esto? Cuando llegó la época de los sindicatos y tal esto se rompió: como se entendía que dos personas valían para trabajar una fanegada de tomates, si el jornal medio era de siete mil pesetas semanales entonces lo pusieron a catorce mil pesetas. Yo creo que esto fue una parte que jodió mucho a la aparcería. El aparcero hoy está viviendo más cómodo, más protegido, pero con muchos menos recursos que tenía antes. Antes tenía el aparcero a la familia trabajando. Ellos plantaban una hectárea, sí, pero había doce personas trabajando, seis para los tomateros y seis que criaban vacas, criaban becerros, criaban gallinas, “criaban” los calabacines a la orilla de los tomateros, “criaban” judías… Y todo eso lo vendían, eso era de ellos, nunca fue nuestro. Ellos tenían unos recursos que eran muy grandes. Tenían un anticipo, vuelvo a repetir, antes de los sindicatos, tenían un anticipo por hectárea. Eso daba para cuatro personas… Después tenían a los hijos trabajando en la finca, la casa se la ponía el patrón, que le dejaba poner las vacas… […] La gente emigraba del norte porque los recursos que había arriba eran cuatro castañas y cuatro papas, y con aquello no puede vivir una casa de familia con doce personas. Venían aquí. Entonces les ofrecíamos nosotros, como todo el mundo, la casa, un alpendre para que metieran las dos vacas, un chiquero para los cochinos… Eso lo hacían ellos, nosotros les dejábamos, no les decíamos que no. Hoy, actualmente, están ganando mucho más dinero, pero no les dejan plantar ni un calabacino, no les dejan plantar ni una judía, ni les dejan tener gallinas. Sí, tienen un coche en la puerta, pero el coche que tienen en la puerta no les compensa con lo que antes recibían. […] Ahora mismo nos podemos acerca al Carrizal, Vecindario, Cruce de Arinaga… y estoy completamente seguro de que lo que se ha hecho ahí, el ochenta por ciento de lo que se hizo ahí, se hizo con gente del norte que vino a plantar tomateros. Como cuando los colonos, que se metieron ahí… A ver si me entiendes. Una emigración total que hubo durante años. […] Con veinticinco mil pesetas compraban el solar y ya las miras eran diferentes, ya querían quedarse en el sur; otro año, le quedaban sesenta y ponían los bloques… A los cuatro, cinco años, ya tenían una casa en el sur. ¿Qué pasa después? Que viene el turismo y ya trabajan cuatro la tierra y cuatro hijos, cuatro hijas, ya se emplean en la construcción, aunque no tenían ni puñetera idea de construcción, pero daba más que el tomatero. Entre una cosa y otra, se fue jodiendo, por decirlo de alguna forma, lo que es el tomate, que es lo que yo conozco, lo que yo viví. […] Creo que al ponerle a la fanegada ya dos jornales, estimándose que dos personas trabajaban la fanegada, se cometió un error… Sí, ventajas, en lo que yo hablaba antes: tenían un coche, pero no puedes crear; con un coche no puedes crear… Antes tenías una finca dentro de otra finca porque las vacas comían de lo que daba la finca. Y cuando ellos se marchaban para el norte otra vez, que trabajaban las castañas, pues se llevaban un camión que salía por la noche y vendían la vaca o el becerro y hacían ciento veinte o ciento cincuenta, ciento cuarenta, doscientas mil pesetas, aparte de lo que habían cobrado del tomate; aparte, si cobraban algo extra porque, normalmente, hubo muchas empresas que no le ponían kilos y al no ponerles kilos pues al final el anticipo se comía lo otro… O sea, al final era: si yo vendí la fanegada a tantas pesetas, son tantas pesetas; pero, ¿cuánto cogiste de anticipo? Tanto, pues no te toca nada. Pero, claro, aunque no le tocara nada, había vivido todo un año, por decirlo de alguna forma (hoy la campaña son seis meses, antes era un año). Hoy se para nueve meses y se trabaja tres; antes, se trabajaba nueve meses y se paraba tres. Y cuando se paraba, porque no había tomate, quedaba la posibilidad de ir al norte porque empezaba la castaña […]».

[I’ve got wild staring eyes. | And I’ve got a strong urge to fly. | But I got nowhere to fly to. | Ooooh, Babe when I pick up the phone | «Surprise, surprise, surprise…» (from Gomer Pyle show) | There’s still nobody home]

«[…] Tenías que vigilar bien porque se perdía el agua. Recuerdo que luego se puso una tubería para evitar esa pérdida de agua. Entonces, el agua salía de la UNELCO, allí estaba la tubería. Salía una parte de la misma finca y de ahí, a través de otra boca, que le llamábamos, salía otra parte para la finca de otro vecino. Costó mucho trabajo poner la tubería porque las otras fincas no dejaban que pasara por ellas. No querían poner dinero; o sea, no es que no querían, querían que le dejaran poner una entrada de agua a cada uno de ellos. Entonces… Esas obras se paralizaron durante mucho tiempo. Yo creo que estuvo para ponerse cuatro años, cinco años… […] Aún está funcionando. Existe la tubería y el cincuenta por ciento es propiedad nuestra y el otro cincuenta de otros señores que, a su vez, como han vendido la finca han vendido la parte de la tubería. Pero el cincuenta por ciento sigue siendo nuestro porque, aunque hubo un embargo, en el Registro de la Propiedad no consta que haya una tubería. […] Hoy esa tubería no se podría hacer porque a nivel de ayuntamiento, a nivel de las corporaciones, hay demasiada burocracia y no solo para poner una tubería, sino para construir una mera casa o construir un segundo piso. Todo es burocracia. Hoy sería muy difícil, muy difícil, poner una tubería de esas características y tan bien hecha como está. Antes se trabajaba a pico y pala, hoy se trabaja a máquina, pero lo que se hacía a pico y pala tenía más fundamento porque se tenía más consideración hacia lo que se estaba haciendo. Además, los trabajadores se aplicaban más por miedo a ser despedidos. Se le decía “mañana no venga usted a trabajar” y el obrero se quedaba sin comer. Hoy no. […] Se tardaba en hacer la tubería por lo cara que era, no porque se hiciese a pico y pala. Muchas veces se para la obra porque no había dinero para continuar […]».

[I’ve got a pair of Gohills boots | and I got fading roots]

«[…] la muerte de mi hermano nos afectó mucho a todos. A todos nos hizo mucho daño porque fue una muerte casi inesperada. Él fue quien impulsó de alguna forma a mi padre en el negocio… Nos afectó ya no solo por la muerte en sí, sino porque estuvo un año y algo más antes de morir pasando un trance muy malo: que si se muere, que si no se muere. La incertidumbre… Porque la muerte, porque la muerte así, lenta, es mala; y encima, como éramos todos solteros, dormíamos todos en la misma habitación… Aquello hizo mucha mella en nosotros antes y después del suceso. Nos costó… A mí, hasta me dio una pequeña depresión nerviosa, pero fue por la tensión tan fuerte de se muere, no se muere. Tras la guerra y la posguerra, él hacía falta, contábamos con él, no podíamos imaginarnos que él, con 29 años, muriese. Era fuerte, corpulento…, pero, claro, la enfermedad no le vino en aquel momento, la enfermedad le vino de la niñez: empezó a desarrollar el cuerpo y los riñones no se desarrollaron, y después… Acumulaba demasiada urea y, claro, iba tirando, iba tirando, iba tirando, hasta que ya no pudo más y por ahí se rompió. Se rompió en el sentido de que se fue dejando poco a poco, poco a poco, poco a poco, hasta que llegó el momento que… Estuvo en Barcelona con Puigvert.[13] Fue Carmelo con él a Barcelona, aquí quedamos Domingo y yo. La noticia que Carmelo trajo es que no había nada que hacer. Eso no se lo dijo a mi padre, sino a Domingo y a mí. No se lo contamos a él, como es natural, porque no había la mentalidad que hay hoy de poder decirle “está jodido”. Y, claro, saber tú que tienes al hermano comiendo en la mesa y que te puede aguantar un mes, dos, no sabes cuándo le puede dar el golpe y dejarlo en la cama, como lo dejó, pues creó un gran malestar porque ya no se trabajaba a gusto, mi padre se pasaba (porque, claro, yo iba mucho con mi padre) llorando más tiempo que otra cosa… Mi hermano Pepe, que en paz descanse, era una persona que estaba muy cerca de mi padre, no ocurría lo mismo con Domingo ni conmigo, por ejemplo. Mi hermano es que lo acompañaba al cine, no iba al baile para acompañar a mi padre a tal sitio… a una feria, que le gustaba bastante a mi padre, a él no le gustaba, pero le acompañaba… Cuando llegaba la noche, él se sentaba a los pies de la cama a hablar con mi padre y siempre hablaban de lo mismo, no cambiaban de tema, siempre iban de tomate en tomate. Claro, todo esto a mi padre le fastidió mucho y a nosotros también […]».

[—Where the hell are you? | Over 47 german planes were destroyed with the loss of only 15 of our own aircraft | Where the hell are you Simon? | (Machine gun sound, followed by plane crashing)]

Exitus


[1] Un año más tarde, un domingo 21 de febrero de 1993, falleció en esta misma clínica quien por entonces era mi suegro, don Santiago Medina Ascanio, a la edad de 75 años (nació el sábado 12 de enero de 1918 en Ciego de Ávila, Cuba).

[2] Mi padre falleció el lunes 16 de noviembre; don Juan Luis, el domingo 22 del mismo mes y el mismo año.

[3] «El azar concurrente…» que diría mi admiradísimo profesor el Dr. D. Osvaldo Rodríguez Pérez. Efectivamente, maestro, como en tantas cosas que nos envuelven…

[4] Doña Isabel Santana Peña, conocida en sus círculos más próximos como “Lela” (R miércoles, 18 de marzo de 1942); doña María Dolores Santana Peña, conocida como “Mary Lolita” (R viernes, 17 de septiembre de 1948); y doña Cristo Santana Peña, conocida como “Cristito” (R viernes, 1 de enero de 1954).

[5] Hasta lo que denomino primera etapa en La Paloma (del 1 al 27 de octubre), el paciente gustaba de que lo paseasen por la primera planta en silla de ruedas. Luego, sin saber muy bien por qué, se negó a seguir con esos paseos. Siempre pensé que se debía a una posible asociación de la silla de ruedas con la rehabilitación, mas no tuve nunca intenciones de obligarle a hacer nada que no quisiese y que no fuese estrictamente necesario para su recuperación. «[…] Hablé un día con la Dra. Hernández de este hecho y me apuntó que la necesidad de sacarlo de la habitación era nuestra, no del paciente. Que nosotros proyectábamos en la situación del paciente nuestra particular claustrofobia por estar siempre en el mismo sitio, pero que en el paciente esto no se daba por sus problemas mentales […]».

[6] Don Domingo Santana Peña (R martes, 16 de noviembre de 1937 – X domingo, 10 de febrero de 2019).

[7] Don José Santana Santana (R 4 de mayo de 1907 – X viernes, 25 de junio de 1982). Mi abuela paterna es doña Isabel Peña Santana (R 7 de mayo de 1907 – X viernes, 17 de julio de 1981).

[8] Don Carmelo Santana Peña (R martes, 18 de julio de 1939).

[9] Pink Floyd, “Nobody Home” del disco The Wall. Reino Unido, Harvest Records, 1979. Letra obtenida en: www.pink-floyd-lyrics.com.

[10] Se reproducen a continuación fragmentos de la entrevista que realicé a mi padre el 5 de noviembre de 1991 en el local donde vendía productos para pintar las casas (calle Pablo Neruda, n.º 14). El documento sonoro se realizó para un trabajo de Fonética y Fonología que nos había pedido el Dr. Don José Antonio Samper Padilla.

[11] Mientras transcribía estas notas nuevamente, diecinueve años después de la primera copia, descubrí un trabajo de investigación que de muy buen grado me hubiese gustado compartir con mi padre. Él y toda la generación de cosecheros y exportadores a la que perteneció, todos, en suma, en mayor o menor medida, se reflejan en las páginas de la Memoria sobre la organización de una casa exportadora de tomates de Víctor Manuel Monzón Blanco. Reválida de profesor mercantil. 1961. Biblioteca Universitaria de Las Palmas de Gran Canaria. Número de documento: 255805. Número de copia: 679002.

[12] Don José Santana Peña (R miércoles, 26 de septiembre de 1934 – X lunes, 24 de febrero de 1964). Las fechas anotadas sobre la familia Santana Peña en la primera edición fueron facilitadas por mi tía Mary; para esta edición, algunas fechas se verificaron consultando el Registro Civil.

[13] En 1954, el profesor Puigvert, jefe del Servicio de Urología, puso en marcha en el Hospital de la Santa Creu i Sant Pau una sección de Nefrología que dirigió el Dr. G. del Río. En 1961, dicha sección se convirtió en un Servicio autónomo. (Fuente: www.fundacio-puigvert.es).